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Triada

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

En la Clínica SOS me ven cruzar la puerta y echan mano del teléfono para llamar al dermatólogo. Cría fama y échate a dormir. Pero esta vez no acudí por sarpullidos en el glande, dolor al orinar o miedo escénico: aquel que se genera cuando sabes que has metido la pata hasta el corvejón –o el pene hasta el infinito, sin más protección que cuatro padresnuestros a posteriori– aunque aún los resultados negativos no ofrezcan alguna marca residual exterior.

 

Aspersor, buenas tardes. ¿Qué le trae hoy por aquí?

 

La rodilla derecha. Es la triada, ¡lo juro!

 

Toda la escena tirado en el suelo, agarrándome la rodilla, como si en vez de en la consulta del doctor Aleksandar, un serbio al que le estoy comenzando a coger confianza, estuviera en el borde del área del estadio de Ipurúa tras una salvaje entrada a destiempo de un defensor fornido.

 

¿Podría levantarse, por favor?

 

Es que se me va la pierna.

 

Pues siéntese aquí y apóyela en esta otra silla.

 

El doctor Aleksandar debía ser bueno en lo suyo, pero de relaciones públicas sabía lo justo. En esas, se me abrieron los ojos de par en par con una duda razonable.

 

Disculpe doctor, ¿podría hacerle una pregunta?

 

Las que quiera.

 

Si usted ha hecho de dermatólogo en mis anteriores visitas, cómo es que ahora también se atreve a diagnosticarme un problema que poco o nada tiene que ver con el falo.

 

Mire Aspersor, también examino corazones. Y retinas. Y tabiques nasales. Aparte de que estudié medicina general, en Camboya, todavía, no se pueden permitir clínicas con un doctor por especialidad. Esto no es California.

 

Entonces, ¿me puedo fiar de usted?

 

No le queda otra.

 

Primero, la clásica radiografía. Luego, la broma, que casi me parte el corazón en cuatro trozos. Porque el doctor, sin previo aviso, me comentó algo de un ‘tac’, al que yo no le di importancia hasta que me vi allí dentro, en una especie de mortaja blanca, encerrado a cal y canto dentro de un tubo que emitía un sonido insoportable. Cuando el brote psicótico amenazaba con superar a la supuesta triada, me lié a puñetazos y coces con el tac cuando aquello comenzó a moverse: me estaban sacando. El doctor Aleksandar no daba crédito.

 

¿Pero qué está usted haciendo?! ¡¿Es que se ha vuelto loco?! ¡Debe estar al menos cinco minutos sin mover un solo músculo!

 

Oiga, ¿no dispone de una máquina adaptada para claustrofóbicos? ¡Qué estamos en el siglo XXI!

 

Y de pronto, agarrándome la mano derecha donde dejó caer una pastilla, me dijo “tómate esto”, como si nos conociéramos de toda la vida o hubiéramos trasteado en interminables fines de semana cual colegas del alma en los tan cercanos noventa. Debe ser por eso ya que, a fin de cuentas, éramos europeos; y por lo tanto hermanos o cercanos, según informa el Wikipedia. Al rato de engullir aquello comencé a notar un cosquilleo por todo el cuerpo. Cuando me quise dar cuenta me habían vuelto a meter en un tac mucho más llevadero. Y eso que era el mismo aparato siniestro. Creo que me quedé dormido. Y mientras dormía o dormitaba recordé las razones de mi nueva visita a la Clínica SOS. Porque antes de tirarme al suelo de la consulta del doctor Aleksandar como un poseso, mi rodilla había crujido. Gracias a una oronda clienta que depósito todas sus ilusiones al equilibrismo sexual. Que fue sobre la encimera de su cocina desde donde ella cayó sobre mí. Al principio no me di ni cuenta. Pero cuando terminé la faena, me duché y cobré, descubrí que mi rodilla derecha era insensible, inestable: como las gordas australianas que te contratan para un servicio sexual y se creen que tienen todo el derecho del mundo para exprimirte hasta límites inhumanos. Sin duda alguna es el primer caso de explotación sexual que he padecido. Me quedé a esto de telefonear al Ministerio de Igualdad. Aunque ya no exista. Ni se le espere.

 

Sudaba a chorros. Porque resulta que a Alyssa le gustaba hacerlo con las ventanas abiertas, cuando en Phnom Penh la temperatura media supera los 35 grados centígrados. Además era vaga-sexual, o al menos, poco impulsiva. Porque salvo dar ordenes –“en la ducha”; “sobre la encimera”; “contra la pared”; “a cuatro patas”– poco hacía, demostrándose que el que paga manda. Y yo, dándole a diario y sin desmayo al Marlboro de la cajetilla roja y a casi cualquier botella con contenido etílico, tampoco es que estuviera en mi mejor momento de forma. 

 

Cuando cayó sobre mí dijo haber “culminado” su acto. No sé, a lo mejor fue la descarga eléctrica de su orgasmo sumada a su tonelaje lo que hizo que se me partiera la rodilla. Pero gracias a Dios Alyssa, que así decía llamarse, se dio por vencida dejándome volar de su nido, un apartamento insoportable, grotesco, previsible, repleto de muebles del Ikea donde el sofá burdeos me vino a advertir que debajo de su túnica no sólo se guardaban huesos, ya que un desnivel memorable en el lado izquierdo del tresillo demostraba que ése era su espacio favorito. Y que el sofá no era nuevo. Como ella.

 

Antes de comenzar me contó su vida. Como si yo en vez del puto fuera su psiquiatra. Como en las discotecas, no me enteré de nada. Y eso que en su casa no había música alguna ni habíamos bebido hasta la extenuación, siquiera un trago. Recordé su nombre, y gracias, demostrándose que el desinterés por ciertos aspectos de la vida te hace dudar en si padeces principios de Alzheimer, cuando la realidad es que estamos saturados de información, comentarios, chistes, problemas propios, ajenos, filósofos y novias que vienen y van, como espectros en un cielo lisérgico, que te traen las mismas incertidumbres que yo padezco. Y entonces todo se convierte en una repetición, aburrida y arcaica, en un problema al cuadrado cuando en la vida nadie es capaz de arreglar los problemas simples: los propios; si acaso de ignorarlos u ocultarlos bajo fuertes sumas de dinero llamadas nóminas holgadas y pagas extras, que como el ansiolítico, te transporta a un estado de paz camuflado bajo esa dosis química que cuando desaparece te devuelve a la cruda realidad.

 

Me molestó que me besara. Que yo soy muy puto pero poco novio. Y lo peor: le apestaba la boca a clorofila; qué digo: hasta masqué trocitos del dentífrico, dándome cuenta de que a ciertas edades los miedos no se afrontan: se ocultan. A mí, por ejemplo, que me cantan los pies si uso zapatos sin calcetines, aunque sólo sea por espacio de once minutos, no me apetece salvar al pie del calzado aunque aquello acabe en serenata continua. Yo crecí con el Fungusol. Y donde se ponga un pie descalzo que se quite un calcetín. Y como en Camboya ni hay Fungusol ni los prostitutos van en chanclas –y aún menos en chándal–, Alyssa debió percibir con absoluta normalidad una realidad mientras yo contuve la arcada ante una artificialidad: una boca obscena, por la manera con la que enredaba la lengua, rápidamente, y por sus dentelladas bélicas, mientras yo me descalcé como si estuviera en mi propia casa.

 

¿Qué tal el sueñecito?

 

Hombre doctor Aleksandar. Justamente había soñado con usted. Levitaba en una droguería tras abonar tres friegasuelos al contado. La señora contaba los billetes usando las yemas de sus dedos empapados en saliva anaranjada; y entonces desperté.

 

No tiene triada. Sólo un fuerte esguince. Y tras la que ha montado no querría saber cómo se iría a comportar con una triada como Dios manda.

 

La verdad es que ya ni me duele.

 

Ya, pero tiene la rodilla hinchada. Procure descansar.

 

–Me ha vuelto a salvar la vida.

 

Yo creo que usted nunca la pone en riesgo: sólo busca una excusa para auparse a lo cotidiano, a lo de siempre, pero de una manera diferente. Mire Aspersor, nadie ha venido tantas veces como usted a esta clínica en los últimos seis meses.

 

¿Qué me dio cuando volví al tac?

 

Una dosis muy fuerte de tranquilizante. Todo controlado.

 

¿Podría darme un par de esas pastillas, o al menos decirme cómo se llaman?

 

Serán 456 dólares. Puede pagar en ventanilla.

 

¿Debo utilizar muletas?

 

Salvo si quiere salir a pasear a diario. Dese, al menos, una semana de paz y tranquilidad. Ponga la pierna en alto. Beba agua. Lea.

 

De acuerdo. Pero deme esos tranquilizantes. Por si acaso. Sería capaz de alojarme en su tac con tal de poseer esa pócima del placer y la paz.

 

¿Es usted yonqui?

 

No, pero tras esa dosis me lo planteo.

 

Váyase tranquilo, que ya veo que lo está. Y abone a la salida. Nos vemos en unas semanas. Seguro.

 

 

 

Joaquín Campos, 08/05/14, Phnom Penh. 

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