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Mientras tantoExplicar el crimen, justificar el castigo

Explicar el crimen, justificar el castigo


 

Me confieso capaz de empatía y hasta de compasión por el peor de los etarras; y les digo más: incluso por el peor asesino en serie o violador. También es cierto que probablemente mataría si violaran a mi hija, pero esto no viene a cuento en mi frío análisis. ¿O sí?: quizás lo mismo que en mis inconfesables profundidades me permite compadecerme del tipo más execrable es precisamente lo que me lleva a creerme capaz de asesinar… La condición humana y sus patologías.

 

Quizá anida la mezquindad en mi interior y por eso pienso: “ése podría ser yo”. ¿Qué le voy a hacer? Pero no seguiré desnudándome aquí; que cada uno arree con lo suyo, si hay redaños. Mejor acudir a argumentos que me ahorren la introspección y, con suerte, la repulsa ajena: un crimen público podría explicarlo el determinismo social, y los peores crímenes privados, una suma de determinismo social, genético y psicológico.

 

Sólo un perturbado mental viola reiteradamente (y después pide la castración química) o asesina en serie (y se suicida luego). ¿Qué hay en esas cabezas para hacer tal cosa? ¿Qué fue de sus vínculos paternofiliales durante aquellos primeros meses de vida en que uno se forja autoconciencia y autoestima? ¿Con su genoma, sus padres, sus más tiernas experiencias… habría sido yo diferente? Pura ficción, sí: pero esta pregunta me estremece desde chico y no tengo respuesta.

 

Sólo un fanático justificaría asesinar por un proyecto totalitario. Pero la conciencia social vasca (gracias a Iglesia, ikastolas, ETB, y demás cómplices) no ha favorecido precisamente su reflexión. Cierto que hubo gente jugándose la vida a fin de abrir un resquicio por donde oír voces libres disonantes para, entre tanta excrecencia cerebral, despertar nuestra capacidad crítica. Pero no estoy seguro de que en el seno de otra familia, o escuela o rodeado de otros pares, yo no hubiera acabado portando un arma. Cuestión de probabilidades: ni el RH vasco es tan negativo. ¿Qué hubiera sido de mí,  me digo?

 

Claro que a fuerza de explicar toda acción se me reprochará, con razón, que abro una pendiente resbaladiza: “comprender todo es perdonarlo todo”; quien está determinado no es responsable de sus actos. Lejos de mi intención concluir esto. Si comprender cómo devino alguien en criminal es fundamental, creer que bajo determinadas circunstancias uno acaba necesariamente delinquiendo es ignorar que no todos respondemos igual.

 

No enterremos la libertad y la responsabilidad, al menos las de quien no anda tocado del ala. Quien mata por motivos públicos o privados puede no hacerlo; y muchos en idénticas condiciones no lo hicieron. Quien lo permitió, fue un cobarde; quien lo apoyó, un cómplice necesario. Sobreponernos a nuestros múltiples condicionamientos es la muestra más fehaciente de libertad. Por eso sabemos que también fue libre quien no se sobrepuso.

 

Lo cierto es que ni el violador o asesino perturbado, ni el que roba o mata en su sano pero infundado juicio (a diferencia del loco, el etarra justifica sus crímenes) merecen, por distintos motivos, estar en libertad. No me estoy contradiciendo: se trata de distinguir de una vez entre explicar una conducta (tarea de un observador social) y justificarla (tarea que realizamos críticamente cada uno de nosotros).

                                                                               

A diferencia de las ciencias que objetivan nuestra conducta, la ética apunta que, como seres hablantes, nos une una relación moral básica: la comunicación media la socialización y estrecha unos lazos invisibles con el otro ante quien nos vemos comprometidos tanto a justificar nuestras acciones como a pedirle cuentas por las suyas propias. Una comunicación honesta es la base para acordar qué conductas consideramos reprobables. Y aquí está la clave de la libertad y la responsabilidad por nuestras ideas o acciones: tanto si no somos capaces de dar buenas razones a quien nos reprocha una acción u opinión como si sólo encontramos dichas razones a base de mentir, nunca podremos ocultarnos a nosotros mismos esa imposibilidad de justificar nuestra conducta y difícilmente huiremos del juicio de conciencia: el remordimiento y la vergüenza. Ante esto, mejor será que cambiemos de opinión y de conducta. Podemos, somos libres.

 

La ética, juez primera, nos mueve a enjuiciar por convicción, y el derecho (que tendrá la palabra última), además, nos obliga también a enjuiciar con una codificación binaria: no está permitido lo que el código dice que está prohibido. Desde ambos puntos de vista (moral y jurídico) existen buenas razones para calificar de injustos y reprobables los crímenes mencionados y otros mucho menos atroces.

 

No obstante, aunque entender a cada delincuente no justificaría su crimen ni eliminaría su responsabilidad, sí nos aporta luz. Habrá quien tenga que ir a un centro psiquiátrico penitenciario y habrá quien deba ir a la prisión convencional. Pero en cualquier caso, el confinamiento no puede dejar a un lado los factores que explican la conducta. ¿Dónde quedan si no el universalismo del estado de derecho, la autonomía y la reinserción?

 

¿Aceptaremos que la marginación social ateste las prisiones? ¿Nadie atenderá la correlación entre desigualdad/miseria y delincuencia? ¿Asumiremos que un violador reduzca penas sin haber asistido a un taller que le enfrente a su delito? ¿Podemos quedar satisfechos cuando quien no ha abandonado la disciplina terrorista sale de prisión portando el estandarte del proyecto totalitario por cuyos crímenes dio con sus huesos en prisión?

 

Este último es un delito público y pública será la justificación del castigo. Responsabilicemos al reo de su conducta para velar por su autonomía y reinserción. Defendamos la democracia contra el totalitarismo; justifiquemos el mayor castigo porque abominamos aun más los disparos cuando los avala un proyecto totalitario. Culpemos por tanto a quienes hoy promueven más que nunca la lobotomía fanática. Promovamos el cambio de conciencia social hacia una cultura política democrática, que hoy queda muy lejos.

 

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