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Mientras tantoDick Fosbury

Dick Fosbury

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

A veces dejo en el perchero el traje de prostituto y me repeino la melena mal doblada con la idea de salir a ligar, algo que atañe al hombre como la sal al cocinero. Fue hace tres días. Llovía como si estuviéramos en Escocia –doce horas sin parar; y la temporada de lluvias aún no es la estación oficial– cuando en chanclas –aquí no baja de 30 grados centígrados nunca– me metí en el Nova, un antro donde el porcentaje de meretrices es inmensamente menor al de tipas que o creen que se van a dar de bruces con su príncipe azul o que simplemente van a ejercitarse sus pubis en esas madrugadas donde el aliento sabe a alcohol y el sudor contrario no molesta tanto.

 

Que yo saliera desprovisto de intereses económicos por Phnom Penh, aparte de ser un milagro, debería ser aceptado, al menos, como una posibilidad. Porque un prostituto, como un chef o una oficinista en su día libre, no busca lo habitual el día que descansa. Y yo, tras una semana con la rodilla inflamada, tuve tiempo para generar tantas ideas que una fue ésta. A sabiendas de que como en Eurovisión, al final, siempre hay alguien se lleva el pato al agua. Y en esas anduve.

 

El Nova es una discoteca sin pan ni sal: una copia exacta de lo peor de Occidente que hasta este continente –y especialmente tanto a China como a Camboya– no sólo llegan con retraso, sino minusvaloradas. Las mentes nativas, tan ninguneadas durante décadas, advenedizas e idiotizadas por la cumbre televisiva que llega de fuera, ayudan a que este despropósito se produzca y a veces, hasta se reproduzca. Y yo, ballena mayor de los mejores océanos, me muevo en ese tipo de desierto de ideas como pez en el agua, aunque ahora la metáfora sobre tanto como lo que resta hasta este punto y seguido. Porque a partir de aquí todo lo que vendrá será un nuevo escándalo con final olímpico.

 

Soriya, nativa, y Vizky, ídem, me debieron hacer caso en alguno de mis ataques nada selectivos. Fueron diecisiete minutos de transición que para un tipo que bebe se hicieron catorce segundos.

 

Entonces, ¿puedo ir a vuestra casa?

 

Sí, pero te advierto que es muy pequeña.

 

A mí siempre me ha puesto a tope lo de visitar hogares ajenos: desde meretrices pequinesas que residían en zulos inhumanos hasta estudiantes a las que me hice en la parte alta de una litera que crujía de lo lindo cuando las arrancaba de las discotecas con apariencia de seductor. Y sobre los hogares pequeños, una nueva muestra de aceptación del ser menor en cuantía económica y social, donde uno aprende a crecer como persona cuando, además, yo resido en una mierda de hotel donde el recepcionista me saca ocho dólares por noche y donde el ventilador expande el estiércol que abunda en el ambiente del edificio que se hace insoportable en los pasillos, donde no es que las ventanas no abunden: es que simplemente no existen. Luego se genera un incendio que se lleva por delante a doscientas vidas y los periodistas y las vecinas se empujan por salir bien repeinados en los telediarios. Su habitación, yendo ya al grano, la clásica que comparten dos compañeras de salón de belleza que se levantan cien dólares mensuales y comen en la trastienda un bol de arroz con tropezones de casi nada. Aquello me supo a milagro. A realidad. A soledad compartida. A estatuilla de los Oscar entregada lejos de los focos.

 

Oye, ¿qué hacemos con Vizky?

 

No podemos separarnos. No tiene donde ir. Le he dicho que se duerma. Y le he dejado unos tapones para que no escuche nada. Con lo borracha que va caerá rendida mientras nos duchamos.

 

La idea era que Soriya, que estaba más buena, fuera mi pareja de baile y que Vizky, menos agraciada además de que le daba vergüenza comunicarse –uno de los defectos de los ex adolescentes es comportarse aún como adolescentes; que cuando se den cuenta, si es que algún día lo hacen, tendrán 40 años y diferentes matices físicos que le harán complicado el éxito sexual o amoroso–, durmiera su pea a tres metros de nosotros. Aunque parezca complicado es así como se lo montan la mayoría de camboyanos: una vida perversa, repleta de estrecheces, donde ver teleseries californianas es una auténtica humillación y tailandesas una ridiculez. Aunque de camino a su zulo Soriya seguía sin comprender lo que yo en el fondo reconozco que es incomprensible.

 

¿Y por qué no vamos a tu casa cuando dejemos a Vizky?

 

Porque vivo en el apartamento de un amigo; estoy de paso. Y no quiero molestarle.

 

Pues vámonos a un hotel.

 

No quiero gastar.

 

Pues lo pago yo. Conozco uno aquí a la vuelta donde por 12 dólares nos darán un cama de matrimonio con aire acondicionado y baño.

 

Mira Soriya: eso está ya muy visto. Yo quiero investigar. Y me apetece tu casa.

 

–Ya, pero mi amiga como no se duerma…

 

Se durmió. O eso pensé. Porque mientras nos duchábamos juntos, en un baño carcomido de productos de belleza donde su único par de estanterías, por dobladas, parecieran que estaban a punto de ceder por el peso de los maquillajes, cremas y demás potingues, su amiga debió caer rendida ya que al salir, andando de puntillas mientras el agua chorreaba a través de nuestras melenas, descubrimos que se había ocultado bajo la sábana, temiendo ser testigo de aquella bacanal que estaba por llegar. Envueltos en las toallas, que olían a suavizante muy químico, abrí una botella de Próximo, que de camino, compré en uno de esos supermercados que abren las veinticuatro horas del día, donde afortunadamente aún no ha llegado la perversidad de las leyes primermundistas, que te dicen cuándo y cuánto debes beber, pero nunca cuánto y cuándo debes negarte a obedecer.

 

Aspersor, ¿nunca te cansas de beber?

 

Yo, nunca. Es que a mí eso de los chupitos me angustia.

 

Ya, pero lo normal en estos casos en hacer el amor, ¿no?

 

Mira, Vizky a lo mejor no está dormida. Y no quiero problemas de desconcentraciones. Por tu parte, me refiero, que a mí hacer el acto tanto en grupo como en público me parece una manera muy decente de echar una tarde; inmensamente mayor que beber chupitos de tequila cada fin de semana.

 

¿Has practicado sexo en grupo? ¡Cuéntame!

 

Mientras saciaba su curiosidad, colapsándola el cerebro de anécdotas, la iba llenando la copa de vino riojano. Que en un santiamén me la vi rodeándome el pubis con su excelsa boca, que debió ser cuando caí en la cuenta que los hígados de los demás suelen aguantar menos que el mío. Y que ya era hora de hacer el acto. Además de que gracias a mi charla de mentor endiosado, había conseguido captar la atención de una Saliya que, borracha como una cuba, decidió sentarse sobre mi erección como la señora que tras picar su bonobus apalanca su culo en un asiento recién liberado ante la mirada de la joven que, colgada de la barra, llevaba diez minutos esperando su opción. Y a partir de ahí, lo de siempre: descubrir carne pura, nuevos sonidos que aunque parecidos al resto sonaban a gloria, nuevas negociaciones por los orgasmos, y tras un final acorde a mi alcoholismo –o eyaculo a los 56 segundos o a los 56 minutos: no hay término medio– vi como Saliya entraba en coma terminal. Intenté cuchichearle algo al oído pero dormía como un bebé. Así que me serví lo que quedaba de vino tinto –como podrán observar mi manera de avituallarme no fue la más aguda tras una sesión sexual larguísima en un habitáculo humilde donde el aire acondicionado brillaba por su ausencia– observando la desnudez de una pre-mujer repleta de belleza: desde sus axilas a sus rodillas pasando por su cuello, de tez venenosa. Pero en esas se escuchó una leve tos. Cuando me di la vuelta Vizky se había destapado levemente, dejando asomar un pecho: el derecho. Sin lugar a dudas esa copa de vino superó en fuerza viciosa a mi recientísima eyaculación, por lo que sin pensármelo dos veces –para pensar o eres filósofo o déjate llevar por tus impulsos más primarios– salté de una cama hacia la otra en un movimiento a lo Dick Fosbury ejemplar: ni Saliya se despertó ni Vizky opuso resistencia. Porque tras acariciarle la pierna izquierda noté –o eso quise aceptar; porque me imaginaba que si yo hubiera sido ella me habría dejado horadar haciéndome el dormido– como temblaba y se movía con esos clásicos latigazos espasmódicos preludio de otra penetración para la historia. Porque en menos que cantó un gallo me posé sobre Vizky que no es que no opusiera resistencia, sino que comenzó a apretarme las nalgas, señal de que o estaba teniendo un suelo erótico, en plena casualidad interestelar, o que directamente sabía lo que estaba ocurriendo. Esta vez tardé 56 segundos. Tampoco era plan que Saliya se despertara y creyera que no yo soy una buena persona. Porque la amistad se resuelve en casos como éste: mientras la interesada dormía a pierna suelta la supuestamente dormida se dejó penetrar. Me imagino los silencios a la mañana siguiente. Las dudas de ambas. “Me habrá escuchado”, pensaría Vizky; “¿Habrá sido capaz?”, mascullaría una Saliya asombrada de que no me hubiera despedido de ella. Porque lo que hice tras llenar de ilusión a Vizky fue vestirme y salir corriendo. Antes de cerrar la puerta besé a las dos, por orden de penetración, como el papá que en una noche de insomnio verifica que sus niñas duermen plácidamente entrando a su habitación llena de muñecos a eso de las tres de la madrugada. Luego bajé unas escaleras costrosas regresando a la calle, a mi vida, donde a escasos metros un anglosajón de 70 años iba de la mano de una nativa que dudo hubiera cumplido los 20. Ya en mi hotel, casi al amanecer, me dio por leer ‘Todo lo que hay’, de James Salter, dejándome un mal sabor de boca tanto cambio de pareja, tanto divorcio y nueva boda, tanta repetición de los éxitos, que por estirarlos, acaban mutando en errores. A eso de las nueve, y cuando debía llevar sólo un par de horas de sueño, sonó la puerta. Que para un tipo como yo, casi sin amigos, y al que salvo alguna clienta nadie sabe dónde resido, sonó a amenaza. Conté hasta siete y abrí desnudo. Para intimidar. Porque los asesinos a sueldo nunca se esperan que su victima les reciba en pelotas. No sé, o no recuerdo telefilme alguna de sobremesa donde ocurriera semejante ocurrencia cinematográfica. Lo que ocurrió fue que la dueña del hotel, de 60 años, salió corriendo. Volví a dormirme. Y a eso de las tres una de sus hijas, que casi aparenta la misma edad que la madre, me recordó que debía pagar otra quincena de pernoctaciones. Por lo que paseando en medio de la jungla asfaltada, en donde buscaba un japonés abierto a deshoras donde honrar a mi estómago, caí en la cuenta de que en Camboya es más fácil hacer un trío secreto y en dos tiempos que superar las 12 horas de impagos en un hotelucho de a ocho dólares la noche.

 

No encontré japonés alguno aunque sí una casa de masajes adecuada para dejarme llevar por el tiempo, pensando en que mi vuelta a la prostitución le quedaban horas. Si acaso minutos. Porque ya soñaba con una nueva llamada.

 

 

Joaquín Campos, 16/05/14, Phnom Penh.

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