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Mientras tantoDe ópera, voz y unos cuantos michelines (II)

De ópera, voz y unos cuantos michelines (II)


 

Tras el episodio de polémica que comentábamos aquí mismo hace unos días (las críticas de Der Rosenkavalier en Glyndebourne que hacían hincapié en el aspecto físico de la mezzo Tara Erraught), la noticia en cuestión ha viajado a lomos de un burro de cottage en cottage desde la pequeña aldea inglesa hasta llegar a Londres y, una vez allí, se ha hecho con un barquito para arribar hasta nuestras costas.

 

A lo largo de su periplo, ha dado tiempo a que el crítico del Times Richard Morris se disculpase por lo que previamente había escrito; a que Rupert Christiansen, del Telegraph, explicase sus palabras pero se mantuviese firme en su postura; y, finalmente, a que se organizase la mundial entre sopranos de todos los rincones del globo, que se han lanzado en tromba contra los críticos y en apoyo de Erraught. Con semejante viaje, es normal que, al final, la noticia haya llegado traspuesta y mareada a nuestros dominios, convertida ya en titulares como este de el El País: «El mundo de la ópera apoya a una cantante criticada por su sobrepeso» o este otro de 20 minutos, que dice que «Las críticas a una cantante irlandesa por su sobrepeso enfadan al mundo de la ópera».

 

De todo este guirigay, en el segundo artículo de Christiansen está el quid de la cuestión. Aún habiendo tenido la oportunidad de hacerse un Cañete, el crítico de ópera prefiere ser franco y dejar claro que Erraught «es una chica muy guapa con una sonrisa preciosa y una presencia escénica adorable. Me encantaría escucharla cantar los roles rossinianos de Cenerentola o Rosina. Pero no hay manera de que, a la vista, pase por un Octavian.»

 

Por eso ya en mi artículo anterior yo albergaba la ingenua esperanza de que el debate se orientase en su sentido más interesante, el tomado aquí por Christiansen o por el comentarista Andrew Mellor en Gramophone y que versa sobre drama, música y ópera, voces y su encaje en el espectáculo. Pero no. Con su llegada a los medios generalistas (y a la Penínusla Ibérica), la historia de la pobre Erraught se ha transformado en el catalizador de frustraciones personales, profesionales y físicas de demasiada gente, y se ha desviado por completo de los escenarios: ¿Por qué cuando (presuntamente) se insulta a una (presunta) gorda se reacciona, a modo de defensa, diciéndole que es guapa y preciosa? ¡Pobre de ella si encima no lo fuese!

 

Quiero decir con esto que no me he parado a mirar las fotos de Erraught mucho más de lo imprescindible, y que su físico no es, en absoluto, de lo que estamos hablando aquí. Si es guapa, fea, alta, gorda, delgada, coja, bizca o transexual son hechos irrelevantes de todo punto en lo que nos ocupa (o en lo que ocupa a un crítico, más exactamente), que es definir si da el papel tanto vocal como escénicamente: no estamos hablando de su físico. Estamos hablando del de Octavian. Cuando Christiansen, Morris y compañía se refieren a la ya célebre mezzo en estos términos, en definitiva, no es para criticarla a ella, sino a quien la ha contratado para un papel determinado en una producción concreta, que según dicen no le va. Esto sería como acusar de racismo a quien fuese por disentir de haber puesto a un Calaf negro en Turandot o a un Otello chino.

 

El festival de Glyndebourne juega en una liga en la que se puede permitir componer repartos del más alto nivel, perfectos, y cuenta con los recursos necesarios para liberar al director de escena de ciertos obstáculos, como por ejemplo adaptarse al orgánico de personas que no encajan, a priori, en el papel. Esto no significa, en ningún caso, que se deba promover la discriminación sistemática, pero tampoco que los teatros deban convertirse en oficinas de empleo. Asunto peliagudo y difícil de tratar aquí y ahora, pero sobre el cual, quizás, si no estuviésemos hablando de los michelines (o no) de esta señorita, ya habríamos llegado a una conclusión. Mucho más jugosa, por otro lado, que mirarnos los ombligos. Literalmente.

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