Desconfío de las cosas que no se pudren porque van contra las leyes del universo. En una época en que los supermercados rebalsan de alimentos genéticamente modificados, nada más indiferente que usar envases hechos de un material inmune a la naturaleza. Porque esto es lo que sabemos del tecnopor (poliestireno expandido): que las bacterias no lo atacan, que los hongos no lo afectan, que ningún microorganismo devora sus partículas como a cualquier producto salido de la tierra.No hay que ser un evolucionista para suponer que si las especies limpiadoras de la cadena alimenticia evitan comer una sustancia es para protegerse de algo muy tóxico. Me parece detestable que el ser humano haya inventado un material que no se biodegrada. Esto quiere decir que, bajo ciertas condiciones, cualquier vaso, plato o caja de tecnopor tirada en los basureros del planeta permanecerá intacto los próximos mil años. Los pesimistas del mundo coincidimos en que para entonces ya no quedará ser humano capaz de comprobarlo, pero los arqueólogos del post apocalipsis tal vez encuentren evidencia suficiente para llamarnos la Civilización del Tecnopor: tan solo México arroja cerca de trescientas cincuenta y mil toneladas de este material a sus rellenos sanitarios cada año.
Detesto el tecnopor porque confirma la idea de que el ingenio del hombre guarda la mayor amenaza para la especie. Si vamos a crear un material que nos sobreviva, por lo menos que no sea el que nos aniquile. «La ciencia puede descubrir lo que es cierto, pero no lo que es bueno, justo y humano», dijo el recordado neurobiólogo Marcus Jacobson. De hecho, la invención del tecnopor fue un accidente. A inicios de los años cuarenta, el ingeniero químico estadounidense Ray McIntire trataba de desarrollar un aislante flexible parecido al caucho. En cierto momento mezcló dos sustancias, les aplicó presión y lo que obtuvo fue una espuma treinta veces más ligera y flexible. Con eso había creado un nuevo material para la industria de la construcción, pero también una materia prima del consumismo. Hasta el año 2007, las escuelas públicas de Nueva York utilizaban cuatro millones de bandejas de tecnopor a la semana. Cinco años después, el alcalde de esa ciudad se declaró en guerra contra el uso de tecnopor en la industria de la comida y prohibió su uso, entre otras cosas porque encarece el costo del reciclaje en veinte dólares por tonelada. «Algo que sabemos que es destructivo, que cuesta un montón de dinero a los contribuyentes y encima es fácil de reemplazar, es algo de lo que podemos prescindir», dijo Michael Bloomberg, conocido por sus anteriores batallas contra la comida chatarra, las gaseosas y el tabaco. Una funcionaria lo apoyó diciendo que el tecnopor es más resistente que las cucarachas.
La sola apariencia del tecnopor lo hace objeto de sospecha: se ve sólido, pero está compuesto de un 98% de aire; resiste los golpes, pero hasta un niño puede romperlo con las manos; luce limpio, pero está hecho con derivados del petróleo, cuya producción genera un alto impacto en el medio ambiente. Aunque no soy un activista verde, firmaría cualquier petición para limitar su uso al relleno de paredes, que nos garantiza edificios más estables. Por ahora parece una batalla perdida: todavía hay generaciones que asocian el tecnopor a los adornos de las fiestas infantiles o a las maquetas para los cursos escolares de ciencias. Y ya sabemos que la nostalgia es traicionera.
Odio el tecnopor por una serie de razones tan triviales como universales: detesto cómo suena al desempacar un electrodoméstico nuevo, un chirrido tan irritante para mí como raspar una pizarra; también detesto cuando el tenedor se introduce en el fondo del plato de tecnopor y esto traba el suave movimiento de llevarse un bocado a la boca; pero si hay algo que me desagrada todavía más es la capacidad del tecnopor para arruinar las bebidas calientes: servido en uno de estos vasos hasta el mejor café queda convertido en enjuague de ropa vieja, o poco menos. No es extraño que en Perú exista la costumbre de servir café en vasitos de tecnopor durante los velorios. El cambio de sabor no es sólo una impresión personal. El poliestireno expandido, como le llaman los químicos, puede ser venenoso. Algunas páginas contra su uso cuentan que un estudiante británico murió con el estómago forrado por la cera que se escurría de los envases de las sopas instantáneas que se calentaba en el microondas a diario. La versión es de fuente apócrifa, pero el riesgo es cierto: cuando uno calienta comida en el microondas, el envase de tecnopor (y cualquier envase de plástico) libera un vapor de dioxinas que se mezcla con los alimentos. Las dioxinas son sustancias tóxicas que se acumulan en el organismo y pueden causar desde cataratas hasta varios tipos de cáncer. Si hay comidas que uno detesta por su sabor, ¿cómo no detestar la vajilla que puede enfermarte?
También detesto el tecnopor por las razones correctas: he leído que ciertas especies marinas —en especial las tortugas— lo confunden con alimento y luego no solo tienen una falsa sensación de saciedad que les impide comer de nuevo, sino que ni siquiera pueden bajar a sus dominios porque quedan convertidas en flotadores vivientes. El dato me causa remordimiento: los chicos de mi generación aprendíamos a nadar en el mar con tablas de tecnopor crudo, no recubiertas, y no era raro que algunas se rompieran en la orilla. En ese tiempo nadie hablaba de crisis ambiental y uno podía esperar que el oleaje se llevara los pedazos rotos sin que importara mucho adónde. Por causa del tecnopor soy un penitente tardío. A manera de autoinculpación debo decir que no soy el único. Millones de peruanos entramos cada día a la cadena autodestruciva a través del producto estrella del paladar nacional: el pollo a la brasa. En la patria del ceviche, cada mes se consumen seis millones de estos pollos. Buena parte, la que se entrega por delivery, va en cajas de tecnopor que luego echamos a la basura sin el menor escrúpulo ambiental. En 2011 nos limpiamos un poco la conciencia cuando los responsables de Mistura —la feria gastronómica más importante de América Latina— prohibió a sus expositores usar cajas o vajilla de ese material. Pero Mistura ocurre solo una vez al año y para cada nueva edición ya hemos consumido tantos pollos como para saciar siete veces a todos los habitantes de Lima. Somos lo que comemos, pero más lo que tiramos.