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Mientras tantoCon John Dos Passos en el edificio de la Telefónica

Con John Dos Passos en el edificio de la Telefónica

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

El jueves pasado tuve la oportunidad de subir a la terraza del edificio de la Telefónica con John Dos Passos y contemplar el paisaje desde allí. Sigue siendo para mí la mejor vista de Madrid; aunque hay torres más altas, desde ninguna se abarcan de esa manera los contornos de la ciudad, el tono de los tejados –entre rojizo y terroso– y el mismo cielo intenso y profundo que pintó Velázquez. Parece un poblachón amable de calles sinuosas que se hubiera extenido alrededor de esta posición dominante. El nuevo Madrid queda más atrás y es fácil recortarlo con la vista e imaginar la perspectiva de los corresponsales extranjeros que acudieron a cubrir la Guerra Civil cuando la ciudad era “la capital del mundo” y el edificio de la Telefónica, su corazón.

 

John Dos Passos, nieto del gran novelista, estaba en Madrid rodando un documental sobre el ‘caso Robles’ que emitirá TVE el próximo otoño. Envenenada con el tema, Sonia Tercero, directora y guionista, lleva meses intentando desentrañar las claves de una trama en el que quedan todavía, más de 75 años después, demasiados cabos sueltos. Tanto en Estados Unidos como en España y Gran Bretaña ha entrevistado a historiadores y testigos y ha rastreado hemerotecas y archivos, especialmente el de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, que conserva la correspondencia de los últimos días de Robles y en la que probablemente subyacen algunas de las claves de lo sucedido.

 

José Robles Pazos era un joven profesor de literatura española de la Universidad John Hopkins que cuando se produjo la sublevación de julio de 1936 estaba pasando sus vacaciones veraniegas en España con su familia y decidió quedarse para apoyar la causa republicana. No es fácil establecer su peripecia en el Madrid convulso de los primeros meses de la guerra, pero sabemos que terminó ejerciendo de intérprete y enlace del general ruso Vladimir Gorev, principal agente de los servicios de inteligencia militar soviéticos. Gorev hablaba inglés y mantenía contacto, por medio de Robles, con Stephen O. Fuqua, agregado militar de Estados Unidos, y con los mandos republicanos.

 

Hay razones para pensar que Robles no ostentaba un puesto tan estratégico por su conocimiento del ruso –que estudiaba por su cuenta para leer a los clásicos– sino por su dominio del inglés y por su relación profesional y vital con Estados Unidos (residía en Baltimore desde 1920). Aunque le otorgaron el grado de teniente coronel no era comunista (pertenecía a una familia monárquica y muy conservadora) y los soviéticos, siempre blindados en su embajada, trajeron sus propios intérpretes. Cuando a comienzos de noviembre el Gobierno, ante el inminente ataque de Franco, se trasladó a Valencia, Robles también fue evacuado y frecuentó las tertulias de la ciudad en las que coincidió, entre otros, con Francisco Ayala y con el corresponsal de The New York Times Herbert L. Matthews. Un día, a principios de diciembre de 1936, desapareció.

 

A comienzos de abril de abril de 1937 llegó a España John Dos Passos, novelista entonces aclamado en todo el mundo, con la intención de rodar un documental para apoyar la causa republicana. Su amistad con Robles se remontaba a 1916, cuando coincidieron en un tren con destino a Toledo y congeniaron enseguida. Desde entonces habían mantenido una estrecha relación y Robles había traducido al español Manhattan Transfer (Cenit, 1930). Márgara, la mujer de Robles, pidió desesperada a Dos Passos que intentase averiguar lo que había ocurrido, pues corrían rumores de que había sido ejecutado por los rusos, tal vez –como pensaba Ayala– por alguna indiscreción cometida en una charla de café. Dos Passos preguntó en Valencia y siguió preguntando al llegar a Madrid, donde el hotel Florida, con Ernest Hemingway a la cabeza, estaba en plena eclosión.

 

Hay tres autores que han abordado el tema desde perspectivas diferentes. En 2005 Ignacio Martínez de Pisón publicó Enterrar a los muertos (Seix Barral), un magnífico libro que sigue el desarrollo de los hechos sobre todo a partir de los testimonios de la familia Robles. Que una potencia extranjera (neutral, al menos sobre el papel) campara por sus respetos en España y pudiera impunemente detener y ejecutar a un ciudadano español sin que conozcamos todavía los cargos que pesaban sobre él, si es que los hubo, y desde luego sin nada que se pareciera a un juicio, muestra la crueldad del suceso. Pisón ha dado al ‘caso Robles’ toda su dimensión dramática y literaria.

 

También en 2005, Stephen Kock publicó en Nueva York The Breaking Point: Hemingway, Dos Passos and the Murder of José Robles (Counterpoint), donde plantea la ruptura de la Generación Perdida en clave ideológica y sostiene que el estalinismo más cruento se había apoderado del destino de la República. Dos Passos pregunta a Hemingway si se pueden destruir las libertades civiles en el proceso y Hemingway le responde que la vida de un hombre no tiene importancia al lado del triunfo de una causa justa. Kock utiliza con ligereza citas literarias y algunos testimonios para argumentar lo que denomina el breaking point que tuvo lugar en Madrid.

 

Paul Preston (en Idealistas bajo las balas, Debate, 2007; con nuevos datos y precisiones en El Holocausto español, Debate, 2011) indaga en las causas que pudieron provocar el desenlace de Robles y se fija especialmente en la trayectoria de su hermano Ramón, capitán del ejército sublevado, que fue detenido en Madrid en dos ocasiones, pero logró evadir los cargos y ponerse a salvo en la embajada de Chile hasta que pudo finalmente pasarse al bando de Franco. “Aunque las sospechas fueran falsas, al proteger a su hermano, José Robles ponía su propia vida en peligro”, escribe Preston. La teoría de que Robles estaba en contacto con la Quinta Columna no puede descartarse.

 

Con todo, sigue habiendo muchas preguntas sin respuesta: ¿Por qué la familia de Robles no se puso a salvo en Estados Unidos cuando tuvo constancia de su muerte y podía haberlo hecho con facilidad? ¿Cómo es posible que Coco, el hijo de Robles, siguiera trabajando en la Oficina de Prensa Extranjera republicana después de la ejecución de su padre? ¿Por qué no recibió la familia ayuda de Ramón Robles después de la guerra y Coco fue encarcelado y pasó muchos años en las cárceles franquistas? ¿Por qué no denunció Dos Passos los hechos al volver a Estados Unidos –tardó en hacerlo– y, según sus amigos, rehuía siempre el tema, a pesar de su evolución política marcadamente anticomunista? Estamos ante un caso en el que una sospecha injusta, un leve descuido o una gran traición son argumentos igualmente válidos para desencadenar el trágico final. “Probablemente”, escribe Pisón, “las razones últimas nunca llegarán a conocerse”.

 

Al llegar a Madrid, Dos Passos tuvo confirmación de una u otra forma de la muerte de su amigo Robles y su entusiasmo por la causa republicana decayó. Un periodista, que le encuentra en casa de José Quintanilla nada más llegar, constata que mientras sus compañeros Hemingway y su ayudante, el torero neoyorquino Sydney Franklin, realizan declaraciones entusiastas sobre el inminente triunfo de la República, Dos Passos apenas despega los labios. Se aloja en una habitación con baño del hotel Florida y la crónica que escribió y se publicó en enero de 1938 en la revista Esquire es una de las cumbres periodísticas de la guerra española.

 

Desde la azotea de la Telefónica muestro a su nieto –escritor, residente en Richmond, Virginia– la plaza Mayor, el Palacio de Santa Cruz, el Palacio Real, el lugar donde estuvo ubicado el hotel Florida, la Gran Vía que recorrió Dos Passos y que termina con las estatuas de don Quijote y Sancho que curiosamente, apuntó su abuelo, miran hacia las posiciones enemigas. Al fondo, el cerro de Garabitas, donde estaban emplazadas las baterías franquistas; con unos prismáticos se podían desde aquí distinguir los rasgos del soldado que cargaba el obús y apuntaba al edificio de la Telefónica.

 

“El hotel está en una colina. Desde la ventana puedo ver toda la parte antigua de Madrid por encima de los tejados que se apiñan cubiertos de tejas del color del hollín manchadas de amarillo claro y rojo, bajo el azul metálico que brilla antes del amanecer (…) De nuevo el chirrido, el estruendo, el crujido, las vibraciones del bombardeo sobre algún lugar. Después, otra vez el silencio, cortado sólo por los débiles quejidos de un perro herido y, muy suavemente, en uno de los tejados se forma un humo amarillo sucio, se eleva, se espesa y se expande por el aire quieto de un cielo bajo muy azul. Los débiles quejidos continúan sin cesar”.

 

Con John Dos Passos en la terraza del edificio de la Telefónica.

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