“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche (…)”
Comienzo de Chesil Beach, de Ian McEwan
Dos dormían en el salón-cocina y cuando el barco temblaba uno salía despedido del sofá hasta empotrarse contra el horno. El resto dormíamos repartidos entre los tres camarotes. Habíamos estado pelando patatas toda la mañana y en la sartén rebosante de aceite parecía que no fueran suficientes, por eso hicimos tres huevos fritos para cada uno y al servir los platos la yema se agitaba a punto de desbordarse. Yo esperaba fuera, en la cubierta, por la excusa del mareo, y no habíamos probado apenas dos bocados cuando el velero que habíamos alquilado golpeó contra una roca escondida bajo el agua. Entonces nos congelamos. El barco de 12 metros de eslora se levantó 30 grados durante varios segundos en los que el chico al timón, pálido y atragantado, aceleraba en busca de salir del bache. Y lo siguiente que vino fue la tensión por pensar que eso se hundía. Nos pusimos como locos a buscar fugas de agua, y al final todo quedó en que en el puerto, a la mañana siguiente, un mecánico se puso gafas y aletas y se lanzó a husmear el casco del barco; salió cruzando los brazos empapado, sonrisa profesional estampada, y nos dijo que económicamente el viaje se nos complicaba, que habría que pagar una reparación estética y cambiar la pala del timón astillada. Pero sin hundimientos al fin y al cabo, vaya.
Teníamos 19 años y nos habían alquilado un velero (aun no sé cómo; el amigo de un amigo, de un amigo, de un amigo…) a precio de ganga en el que viajar y dormir los nueve. Aun así, de todo el dinero que ahorré en Massimo Dutti cogiendo bajos, no me sobró ni un centavo. Echábamos ancla cerca de algunas playas, nos bañábamos, amarrábamos en puertos, salíamos de juerga, y así una semana. Y aunque el mar se estaba quieto, me mareaba. Joder si me mareaba. El primer día, al hacer la compra, obvié la farmacia. Mal hecho. Salimos de fiesta esa noche, me metí al amanecer entre las sábanas de uno de los camarotes y cuando desperté seis horas más tarde notaba el ruido del motor perforarme la cabeza y el ligero balanceo del velero me producía espasmos aun metido en la cama. Pensé que todo era resaca. Me incorporé como pude, convaleciente, y al subir las escaleras que llevaban a cubierta tuve la sensación de estar a punto de entrar en guerra. Sin embargo, el viento en la cara y el horizonte en cualquier lado bañado en agua salada me entretuvo unos minutos. Saqué de la nevera una cerveza y un sobao de marca blanca y desayuné en la proa salpicado por la espuma. Todo parecía ir bien, pero entonces llegó esa sensación que lo reduce a uno a cenizas. El mareo, un mareo que desubica a cualquiera, como un bofetón en la cara golpeando desde dentro revolviendo las entrañas. Y no se veía tierra por ningún lado. Era una situación tomada a broma por el resto, para mí una crisis de importancia incuestionable para la que solo veía una salida, y era decir adiós y lanzarme por la borda. Así que hice más o menos eso. Até la zodiac a las escaleras plegables de popa y sostuve entre mis brazos la cuerda recogida. Me lancé al interior y fui soltando cable hasta quedar a unos diez metros por detrás del barco, y así me desmayé flotando boca arriba luchando entre la vida y la muerte con la brisa marina silbando sobre mi cara. En cuanto vi una playa relativamente cerca, salté al agua y nadé buscando apoyar los pies en la arena, y todo me daba vueltas. No pensaba en tiburones, ni en peces globo, ni en sirenas; nadaba con todas mis fuerzas maldiciendo por una farmacia y un centenar de biodraminas.
Bendita sea esa pastilla. El resto del viaje despertaba como en casa, iba de un lado a otro sin titubear, recorriendo el velero como si fuese una pista de baile, y hasta me permitía el lujo de balancear las rodillas si por la radio sonaba una canción de Wanda Jackson. Funnel of love es lo que tiene. La felicidad tenía forma de pastilla, y ante un momento de duda, una ráfaga de viento o una ola despistada, abría el armario y lanzaba al interior de mi garganta otra biodramina. Y así vivía sereno, siendo capaz de todo menos de cocinar, porque hasta las sartenes bailaban y ahí dentro, en el corazón del barco donde el pollo y la cebolla se freían, no hubiese sobrevivido de pie mucho tiempo ni con dosis de morfina.
Al volver del viaje, pensé que no sería fácil desquitarme. Al fin y al cabo fue mi vicio favorito esa semana. Una pastilla me alejaba de las náuseas y devolvía sangre a la palidez de mi cara, que respiraba en el mareo la sensación de estar al borde del KO técnico. Y vaya si lo estaba, desde el primer asalto me revolvía por el suelo buscando el bienestar entre las cuerdas. Era un momento de mal rato, muy duro, comparable al vértigo que siento si la vista apunta al suelo y hay más de seis palmos de altura. Qué barbaridad. Se me dilatan las pupilas, el corazón se me encoge, me tiemblan las manos y la respiración no coordina la nariz con los pulmones. Mi cuerpo pierde la noción de todo y dispara su temperatura, la ley de la gravedad se convierte en un imán desgarrador que aprieta en el núcleo de mis tripas, y una vez esto ha empezado, ni el cerrar los ojos evita que sienta un terror descomunal. Entonces fuerzo una sonrisa que se me resiste y registro mis bolsillos desesperado en busca de biodramina, por si así también sirviese.
Pero volvamos de lleno a los sudores y el mareo. No solo ocurre en el barco. Ojo. Cuando despierten con resaca un jueves a media tarde, y les pille de sorpresa un nuevo hombre con corona y que la selección española se ha inmolado, les dará vueltas la cabeza por supuesto. Entonces túmbense boca arriba, miren al techo, 2 cl de agua y biodramina, media botella de ginebra y un paseo; solucionado.
También si tu primer polvo parece la noche de bodas de Florence y Edward en Chesil Beach; llegar sabiendo recitar las instrucciones de memoria y tres condones por bolsillo, echarte el pelo para atrás y pensar, qué complicado.
“Él sentía náuseas de indecisión y deseo. Para desvestirse habría tenido que alterar aquella prometedora postura de sus cuerpos y arriesgarse a romper el sortilegio. Un ligero cambio, una combinación de factores minúsculos, pequeños céfiros de duda y ella podría cambiar de idea. Pero él creía firmemente que hacer el amor –y la primerísima vez– sin nada más que desabrocharse la bragueta era poco sensual y burdo. Y descortés”.
Respiración agitada y dudas; biodramina al canto.
Por eso nos debimos dar el golpe con el barco; jóvenes, algo instruidos, y vírgenes no tanto, pero vaya, que yo miraba los huevos fritos con patatas con la luz del sol golpeándome en la cabeza y pensaba cómo sería posible que no tuviese mareo. El velero trastabilló de mala manera con la roca sumergida, entonces la primera reacción de todos fue salvar in extremis los platos con comida, para después calcular las posibilidades de meternos los nueve en esa zodiac para dos cargados con bultos prescindibles, y por último miré al resto, y al ver las caras blancas de mal cuerpo y otros síntomas, no me quedó más remedio que lanzarme escaleras abajo hacia el armario en busca de biodraminas.
A la mañana siguiente, el mecánico del puerto vio cómo me daban el parte informativo al despertarme. Desperfectos, bla bla bla, bla bla, bla bla, y dinero, más dinero. Al ir a marcharse, con las aletas y las gafas bajo el brazo, me vio tambaleándome en el ring, así que se acercó desenvuelto a darme una palmada en el hombro y me preguntó indiscreto:
—Eh muchacho, ¿qué tal va el mareo?