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Mientras tantoDrama vertical

Drama vertical

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

El drama comenzó sobre el nivel del mar y se elevó hasta el Reino de los Cielos cuando Kazimierz, el hijo de siete años de Sonia, una polaca de Lodz, con verrugas y sobrepeso, aporreó la puerta que le separaba del pasillo a una sesión de sexo en donde ni yo era el padre del muchacho ni ella parecía su madre. La sordidez, reconozco, dominó tanto la situación que en medio de su felación el niño exigió, a grito pelado, “¡un flan!”.

 

¿Le dejaste sin postre?

 

Siempre que me traigo a alguien a casa, y eso ocurre en contadísimas ocasiones, actúa de manera perversa.

 

A lo mejor lo que realmente querría no es un flan, sino observar.

 

¿Qué quieres decir?

 

Nada que ver con sexo. Sino con una realidad: Kazimierz no admite que un calvo con gafas y melenas le esté provocando gemidos a su madre cuando hace trece minutos que entré en esta casa que apesta a Nenuco.

 

¿Y qué quieres que haga?

 

No sé, envíalo a un reformatorio o mételo en la habitación y juguemos todos a la brisca: los menores suelen dormirse a los cinco minutos si se aburren y sobre todo si ya es media noche. Pero es que me has traído violentamente a tu casa pasando por el salón cuando él jugaba a la consola. No sé, deberías haber tenido un poco más de tacto.

 

Llevo ya una botella de vodka: Belvedere. ¿Qué esperabas que hiciera?

 

Lo que todo el mundo que bebe a diario hace: lo normal. Los que realizan locuras al beber son los novicios, que además acaban vomitando tras entrar en coma etílico, no llamando a putos mientras su hijo aún sigue despierto soñando con ser Cristiano Ronaldo.

 

El niño seguía aporreando la puerta, por lo que dejé de horadarla en una situación extrañamente compleja, ya que la madre quería continuar el acto que abonaba (¡ojo!) mientras su hijo muy menor golpeaba la puerta con tal violencia que la erección desapareció como la relación recién afianzada así como la luz, que por unos instantes el mundo entero a mi alrededor quedó sumido en la oscuridad por culpa de una Camboya que patina entre el tercer y el cuarto mundo.

 

¿Tienes velas?

 

Estoy borracha.

 

“¡Tengo miedo!” –gritaba el niño–; “¡No hay luz! ¡Y hay un fantasma en casa! ¡¡Mamá!!”. Y el fantasma debía ser yo. Por lo que como ni conocía el apartamento ni era la persona adecuada para calmar a un niño asustado doblemente –porque un señor calvo con melenas provocaba a su madre ruidos extraños y además no era ni su padre ni nada remotamente parecido– convencí a Sonia para que se vistiera en la oscuridad y fuera a buscar velas además de calmar a su hijo. Al rato volvió con siete periódicos que colocó junto a una ventana que afortunadamente no tenía visillo, momento en el que con un mechero, temblorosa, procedió a quemar todo aquel amasijo de noticias que muy probablemente ni habría leído. El pestazo a humo fue demoniaco aunque me llamó la atención que su hijo hubiera dejado de llorar.

 

Había una vela en el cajón de los cubiertos.

 

¿Está más tranquilo?

 

Sí… pero me ha preguntado si tú eras ‘papá’.

 

¿Y le contestaste con ese aliento a vodka?

 

Kazimierz sabe que bebo; lo que no sabe es quién es su padre.

 

¿Por?

 

Porque no lo sé ni yo.

 

Sonia, que expulsaba vodka por sus lagrimales, ya que seguía bebiendo a palo seco, y sin hielo, se abrió para contarme su vida como previamente se había abierto de piernas buscando una satisfacción terciaria que aplacara su mala vida. Aunque la verdad es que poseía un gran puesto en la embajada de Polonia. Los periódicos, cuando casi cesaron en su fuego que yo creí eterno, que habían dejado la habitación repleta de olor a incendio y de papelitos ennegrecidos que los llevaba el viento de un lado a otro, dejaron paso a la vuelta de la electricidad. Entonces, Sonia dejó de contarme su vida para dejar caer al suelo el camisón cuando su hijo, Kazimierz, volvió a elevar la voz.

 

¡Mamá! ¡Ven!

 

El camisón, como si de una repetición a marcha atrás se tratara, volvió a cubrir su cuerpo, y a los dos minutos de consejos volvió a su habitación con su hijo, momento en el que me tapé mis genitales con la almohada porque cuando uno sabe que no es el padre no espera más que una agresión de un niño medio huérfano.

 

¿Eres mi padre?

 

No… aunque nunca se sabe.

 

¿Quieres jugar a la consola?

 

Creo que ya va siendo hora de dormir. Vete a tu habitación que en un minuto estaré allí para contarte algo.

 

Mientras Sonia bebía vodka a morro me vestí, adecuadamente, primero con los calzoncillos, y luego con el resto de la ropa, para antes de pasarme por la habitación de aquel niño deprimido, olisquear en esa casa de los demonios llenando un par de vasos con leche que había guardada en el frigorífico. Luego todo fue coser y cantar. Porque hasta para los que no hemos sido padres dar lecciones a un menor es como desabrocharse la bragueta y miccionar. Kazimierz me esperaba, con un pijama con dibujos del perro Pluto, tapado hasta la garganta con una sábana con detalles de Cenicienta: demasiada filigrana de la madre cuando le apestaba el aliento a vodka y en siete años fue incapaz de explicarle a su hijo que en realidad no sabía ni quién era su padre.

 

Mira muchacho, quiero contarte una cosa. Un padre es algo muy importante. Pero para que aún sea más importante deberías contenerte cada vez que veas a un hombre, porque en el mundo hay más de 3.000 millones de ellos; y sólo uno es tu verdadero padre. Mi consejo, y bébete la leche, es que seas fuerte, porque la vida es muy muy larga. Especialmente para ti, que sólo tienes siete años.

 

¿Y cómo sabes que tengo siete años?

 

Lo puedo leer en tu frente.

 

¡¿En serio?!

 

Y no sólo eso: puedo hasta darme cuenta de que en cinco minutos te dormirás y que mañana será un día histórico para ti.

 

–¿Histórico?

 

Grandioso. Un día que recordarás siempre.

 

Tras besarle en las mejillas –yo apestaba a vino; confusión nasal; somnífero novedoso para un chiquillo acostumbrado al vodka– me volví a una cama de matrimonio donde Sonia, despatarrada, roncaba con tanta fuerza que tuve que cerrar la ventana por miedo a que a través de ella los vecinos nos lanzaran objetos contundentes. Luego, para rizar el rizo, la penetré sin mediar palabra. En el fondo me había pagado por ello. Y yo debía culminar el trato. Que para ganarse el pan hay que ser cuanto menos profesional. Cuando terminé –fueron sólo tres minutos de excelsa concentración en donde me vino a la cabeza una cajera del Mercadona que conocí hace ya once años– Sonia, entre sueños, me preguntó dónde estaba el vodka, cuando yo creía que al despertar tras una violación encubierta otras preguntas se le debían haber posado en su cabeza de chorlito: ¿Duerme ya mi hijo? ¿Por qué estoy mojada en esta zona? ¿Y, además, por qué tengo semen en mi rodilla? Pero no, Sonia, entregada al vodka Belvedere, demostración del caótico futuro que espera al mundo cuando hasta los supuestamente libres, educados y demócratas, esperan a la mínima ocasión, incluso en el tercer mundo jemer, para consumir productos patrios, como si el mundo sólo se compusiera de su infancia y tradiciones. Por ello, siempre he pensando que el país más poblado no será el ganador, sino el que perecerá antes, en esta guerra de los mundos en donde sólo un par de buenas bombas atómicas conseguirán aplacar tanta insidia y demografía.

 

Ya por la mañana, el muchacho entro en nuestra habitación como si tal cosa, empuñando una pistola de plástico, metáfora perfecta del matricidio que espera a esa extraña familia.

 

Señor calvo, ayer noche recuerdo que me dijo que hoy iba a ser un día histórico.

 

En los tres segundos antes de contestar, y echando una mirada a la habitación, aún con legañas en los ojos, observé restos de un incendio junto a una ventana llena de huellas dactilares que se reflejaban gracias al sol sin igual, así como a una mujer despatarrada que roncaba como si no hubiera mañana, además de un par de botellas de vodka tiradas por los suelos. En la mesita de noche de Sonia, tres paquetes de Marlboro light sin acabar, y un mechero azul transparente. El armario abierto y la cómoda adornada por unas bragas amarillas. No tuve más remedio que mentirle. Como un padre a su hijo la mañana del día de reyes.

 

Mira hijo, este día será increíble por tres razones. La primera, porque en cinco minutos marcharé; la segunda, porque tu madre me dijo ayer noche que hoy, justamente hoy, te iba a decir quién es en realidad tu padre; y la tercera razón para que recuerdes este día será porque a eso de las tres y media de la tarde caerá una tormenta eléctrica, con cataratas de agua, que te harán creer que la ciudad entera quedará inundada.

 

Y tal como le dije eso me fui a la cocina, metí un vaso de leche en el microondas, que obligué a Kazimierz a bebérselo, mientras volvía a la habitación de Sonia hurgando en su bolso –nunca fui ladrón; pero no me iba a ir sin mis 50 dólares– dejándole a continuación una nota sin igual: “Te he cogido 50 dólares de tu bolso. Tu hijo ya ha desayunado. Hoy lloverá de manera violenta a eso de las tres de la tarde. Y no me vuelvas a llamar hasta que informes a tu hijo de quién es su padre. Firmado: Aspersor”.

 

Cuando cerré la puerta y salí de edificio eché la vista atrás para descubrir que Kazimierz me despedía a través de aquella ventana llena de huellas dactilares con la mano abierta. Su madre seguiría roncando. Al ritmo que bebe Belvedere, la casa de vodka polaco, debería hacerla embajadora de la marca en el sudeste asiático. Mucho mejor que empleada de la embajada polaca. Que por cierto, aquella mañana era martes y al salir de aquella casa el reloj ya marcaba las nueve. Luego la gente comenta lo bordes que son los que expenden visados.

 

 

Joaquín Campos, 03/07/14, Phnom Penh.

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