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Mientras tantoCon Denise Despeyroux me interno en el bosque

Con Denise Despeyroux me interno en el bosque


 

Ya es hora, me dije, más que mediado el curso de la vida, y sin saber cuánto me queda por vivir, por beber (no mucho, que no me place tanto como a tantos), por andar y, sobre todo, por leer. Di hoy por fin en abrir la Divina comedia, que ya era hora, para mi vergüenza, y por empezar por do se debe, por el primer canto, que reza

 

Mediado el curso de nuestra existencia

me vi metido en una selva oscura,

desorientado de la recta vía.

 

No es que a partir de aquí sea todo coser y cantar, que he de volver atrás, que la edición de Cátedra, la décimoquinta, «reactualizada» (fea forma de decirlo hablando de la obra magna del Dante), arranca en la página 83, pero antes hay que leer la prolija y jugosa introducción debida, si no yerro, a Giorgio Petrocchi, y cuando acabe, tras el largo estío en el que habré de perderme también en otras veredas, el apéndice que a Dante en España dedica Joaquín Arce.

 

El tiempo escuece a veces. Mediado el curso del año, en este julio de un verano que se quiere y no, que amenaza herir con sables ardientes, pero que luego duda, se deja vencer como un buey manso y triste, y deja que la noche enfríe los pastos y los alcorques, y hay que cerrar la ventana, que viene el fresco y se nos mete en la cama y nos aprieta la garganta con una tanza que parece bramante, y luego, al amanecer, ni siquiera somos capaces de esgrimir ni un recuerdo vívido de lo como vivido soñado.

 

Carne viva

 

Luego abro el diario con cierto desistimiento de dar con alguna pequeña verdad, con una peripecia que redima el sinsentido general del mundo (esta mañana estuve leyendo lo que Eduardo Jordá escribe en Lo que tiene alas de Bartleby, el escribiente («Bartleby ha descubierto algo que no sabemos con exactitud qué es, aunque podemos suponer que se trata de la certeza devastadora de la esterilidad de la vida. Un día, no sabemos cómo ni cuándo, Bartleby vio el abismo inútil de la existencia (…) Y como sabía que estaba predestinado a la nada, se creó su propia nada y se habituó a residir en ella»), y por segunda vez en pocos días me encontré con la historia de la comisaría del distrito Centro, en Madrid, en una calle tan de la memoria íntima de Madrid (desde el Monopoly a Juan Manuel de Prada) como la de Leganitos, una comisaría que parece haberse inspirado en la obra que agota su periplo estos días justamente en La pensión de las pulgas, una de las más desopilantes y certeras que se han asomado esta temporada a la cartelera de la capital, que es una escena capaz de estremecer por las patas sensibles que ha acabado por adquirir buena parte del teatro que no se casa con nadie, o con casi nadie, un teatro que parece tener el cuerpo del escarabajo de Kafka. Y no lo digo por el absurdo, sino por su extraordinaria sensibilidad hacia los aspectos más ignorados de la personalidad y del deseo, de la realidad y de sus perplejidades, injusticias y sinsabores. Me refiero a Carne viva, de la dramaturga y directora uruguaya Denise Despeyroux, que desde que me hizo asomarme por primera vez a La realidad no ha dejado de asombrarme, de llevarme de la mano a lugares que yo no sabía que quería ver, que no sabía que me iban a estremecer con tan dichosa experiencia. Porque con Denise Despeyroux me vuelve a ocurrir algo que nunca he dejado de perseguir en el teatro, como un personaje inédito de Julio Cortázar: que se convierta en el lugar de la experiencia, que me sumerja en texturas y aventuras, palabras y meandros que de tan intensos acaben formando parte de las verdaderas experiencias en que la vida consiste o puede o debería consistir.

 

«Llegada la época de las vacas flacas, el Estado ya no puede sostener la comisaría de lujo situada en el número 48 de la calle Huertas. Cuatro policías sufren las penas de la escasez económica en su despacho de diseño. Se han visto obligados a subalquilar los otros dos espacios del inmueble: a una profesora de danza contemporánea y a una pareja de hipnólogos. La acción trepidante de Carne viva transcurre en los tres peculiares espacios de La pensión de las pulgas de manera simultánea, con público en el despacho de los policías, en la clase de baile y en la consulta de los hipnólogos. Los personajes interactúan unos con otros cambiando de espacios constantemente. El reto dramatúrgico y actoral es de alto voltaje. La recepción de la obra será distinta para cada grupo de espectadores en función de la sala donde comience y termine su periplo».

 

Es decir, se trata de una obra cuántica, que trata de aplicar al teatro con tanta ambición como modestia la teoría general de la relatividad. Si se modifica la posición del espectador se altera la percepción de unos hechos que sin embargo ocurren de manera simultánea en tres lugares del espacio-tiempo. En función de la estación en la que descendamos, de en qué lugar nos deposita la lotería de la vida, en el seno de qué familia, de qué país, nuestra vida correrá de una manera completamente distinta, y más si añadimos a la ecuación factores como la voluntad, la suerte, los hallazgos, los encuentros, el papel de un elenco de otros que todavía no sabemos cuáles van a ser nada más empezar a tomar decisiones. En este caso, la decisión, que ni siquiera tomamos nosotros mismos, de empezar en una u otra estancia de esta comisaría que es metáfora de la desquiciada, divertida y desmesurada España contemporánea, pero que también lo es de la vida en general ahora mismo, tendrá efectos radicalmente diferentes en nuestro conocimiento del mundo, es decir, de la obra, es decir, de la existencia. El corte es a la vez horizontal y estratigráfico, con su pluma convertida en cortaplumas o en alfanje afilado con lija de tinta china: la autora levanta el tejado de la comisaría y nos permite asomarnos al terrarium de un grupo de especímenes que se nos parecen como una monda de patata a una de naranja, como una gota de vino a una de agua, como un cristal traslúcido a uno esmerilado, mucho y nada, todo y poco, reunidos para dirimir ante nosotros, sus contemporáneos, de forma intensísima, es decir, estilizada, sus miserias, debilidades, ambiciones, miedos, ansias, sueños y desafectos. Un fragmento de vida que la autora complejiza con la mirada poliédrica de una mosca que no es tanto cojonera como oligóptica, múltiple. 

 

Los personajes están y tratan de ser ante nosotros, se expresan con frases escogidas del repertorio disponible para algo tan raro, casi siempre imposible, como la comunicación. Uno de los leitmotivs más descacharrantes de la función pertenece a uno de esos escritores que con más astucia han proporcionado latiguillos para repetir en cenas y cenadores de mística para andar por casa: «el universo conspira para que nuestros sueños se realicen». Nunca pensé que iba a acabar citando a Paulo Coelho, pero siempre hay una primera vez para caer en la tentación. Luego todo es más fácil, como reincidir. A Denise Despeyroux le debo también esta incursión en el lado oscuro de la literatura que se viste con ropaje luminoso. Ay. Pero precisamente para potenciar la expresividad de un tiempo determinado, el que vamos a pasar con ellos, literalmente a su lado, al alcance de nuestra mano, porque en eso consiste una de las peculiaridades del teatro-lupa, del teatro condensado como un agujero negro en La pensión de las pulgas, primer hijo legítimo de La casa de la portera, la dramaturga ha pegado la oreja a la feria de la vida y sus vanidades, se ha pateado el metro, los mercados, los despachos, las ventanillas, los bares, los arrecifes de coral del capitalismo que aquí le parte los nudillos al que insiste en llamar y en preguntar por lo suyo, por la parte que le toca del sueño americano, del pastel que ha contribuido a amasar, del edificio que ha ayudado a levantar. Los personajes, como en la rara vida, abandonan el campo visual, se van a sus asuntos, intervienen en otros aspectos de la realidad que no podemos contemplar porque nos sometemos a la convención espacio-temporal de estar en cada momento en un lugar concreto del espectro, de la hora, de la tarde o de la noche que hayamos elegido para que el teatro nos retuerza el brazo, nos haga ver visiones, nos haga sentir lo que no sabíamos que íbamos a sentir, nos haga reír con ese talento que tiene Denise Despeyroux para que riamos como descosidos en medio de la desesperación, del prisma con el que refracta lo que somos, prisma, más que espejo.

 

 

Ahora vuelve la noche a envolver la ciudad, las comisarías, los sinsabores del verdadero policía, como decía Roberto Bolaño, y de los que sin ser policías podemos comprenderlos. Ahora voy aflojando el nudo de la corbata que nunca uso. Ahora voy apagando las luces de esta habitación en la que escribo, ante esta ventana ante la que ahora no pasa nadie, solo la oscuridad y sus pájaros invisibles. El día que fuimos, que ya no recuerdo si fue la noche del estreno, vi a una mujer que lucía muy elegante, un traje escotado que le caía como a un personaje de una obra en la que se podía jugar la vida por amor y desesperación. Se sentó en una esquina del banco corrido de la que enseguida íbamos a descubrir que era el cuarto de los hipnólogos. Me miró, pero entonces no la reconocí. Parecía una actriz, uno de los personajes que iba a interpretar para nosotros la comedia que íbamos a ver, el drama que nos iba a dejar con el corazón latiendo a otra velocidad, a reír como hacía tiempo que no reíamos, a sentir como hacía tiempo que no sentíamos, a asombrarnos ante el talento de alguien capaz de mover la relojería del mundo, es decir, del teatro, en tres pistas de circo íntimas y simultáneas, haciendo más cierto que nunca esa pensión de pulgas amaestradas que es la vida, y en la que a veces, pocas, nos rebelamos contra nuestro domador, nuestro pequeño gran dios silente. 

 

A Denise Despeyroux estoy dispuesto a acompañarla en sus aventuras por la cuerda floja del teatro. Ella se arriesga como si le fuera la vida en ello. Puede que el teatro no sea lo más importante de la vida, pero sin embargo gracias al teatro nuestra percepción del tiempo y de lo que somos se agudiza de forma exponencial. Porque ocurre entre nosotros, justamente porque estamos ahí, compartiendo nuestro tiempo, el que disponemos para vivir, con esos actores que se han prestado a encarnar con toda la capacidad de fingir que es verdad un dolor que puede acabar doliendo aunque sea ficticio, para nosotros, en el tiempo. Niños en el tiempo, como en la prodigiosa novela de Ian McEwan. Solo por eso el teatro, que ha de ser más prisma que teatro, como la verdadera crítica, domo escribe mi querida Paloma Torres, ya merece tener un lugar en los corazones de quienes sentimos que la da un sentido extraordinario a la existencia. Arte mayor de un arte que parece menor, que a mí me emociona como a un niño que está dispuesto a internarse en el bosque porque alguien, una mujer llamada Denise Despeyroux, lo ha vuelto a hacer. Divina comedia. ¡Vamos! 

 

 

Fotos: Mista Studio 

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