Quienes me conocen —y entre éstos, los que me quieren— me perdonan seguir hablando, sin el menor respeto por las cuestiones de género ni de la igualdad entre las naciones, del Rey de los Deportes, el béisbol, el deporte al que me entrego durante largos meses como un fan extremo, un yihadista del Diamante. Sin embargo, como ocurre con millones de homo sapiens alrededor del planeta, llegada la hora del campeonato Mundial de futbol, esa cita que, a la manera de los fugaces cometas que surcan los cielos cuando la eternidad se encapricha, sólo ocurre cada cuatro años, yo también re-direcciono la antena de mi televisor y me vuelco durante un mes completo a seguir, sin piedad ni perdón, la gesta deportiva más popular y difundida lo mismo en ciudades, pueblos y caseríos remotos, mucho antes de que la aldea fuera la aldea global. Al igual que millones de espectadores, pongo en suspenso mis facultades críticas y revalorizo al rango de hazaña romana los movimientos, a veces torpes e incoherentes, de los veintidós héroes que se lanzan sobre el campo y me convierto en otro pseudo-experto más, capaz de opinar y, sobre todo, de indignarse ante cualesquiera snobs que se atrevan a cuestionar la inteligencia estratégica con la que se juega al fútbol. Entonces suelo citar airadamente, levantando el brazo y apuntando con el dedo índice hacia los cielos de la alta filosofía, unas frases del furibundo Daniel Cosío Villegas —el mítico fundador de la Casa de España en México, del Fondo de Cultura Económica y de mi alma mater, El Colegio de México—, publicadas en su artículo periodístico del 29 de mayo de 1970: “Un obstáculo que impide al mexicano gozarlo plenamente es su creencia de que la suerte del fútbol está librada a la pata, palabra que asocia al error, al fracaso, como en ‘meter la pata’ y sobre todo en ‘no dar pie con bola’, o sea desacertar eternamente. En realidad el fútbol, se juega con la cabeza, y la pata sólo ejecuta lo que la cabeza discurre”; a lo cual quienes se hallen a mi alrededor suelen responder con el mayor y justificado desdén, al tiempo que alguno entre ellos me extiende un cocktail preparado a base de cicuta.
Ahora que ha terminado la lucha de titanes y habrá que esperar otros cuatro largos años, he descubierto que llevo ya semanas padeciendo un extraño malestar, una sensación de resaca que se agudiza por las tardes, cuando mi organismo reclama la droga del yonki mundialista. Si bien tengo ante mí, como suscriptor del canal de las Grandes Ligas, un desmesurado abanico de opciones para ver el partido de béisbol que se me antoje, a cualquier hora de cualquier día de la semana, el verano de mi descontento muestra sus cicatrices en ese vacío que apareció cuando se silbó el final de la Gran Final, el partido entre Alemania y Argentina, un silbido semejante al del tren cargado de emociones que se aleja sin que nada pueda detenerlo, ni siquiera un zoquete que se arroje a las vías. Parece que fue hace un siglo cuando, horas antes de que los germanos se llevaran la Copa Mundial, recibí un correo electrónico del escritor y periodista Sergio González Rodríguez, conocido y notable experto en leer signos entre las sombras que arroja el futuro, en el cual preveía y resumía el significado del mes que estaba por concluir: “Cómo vas? Ojalá que muy bien, espero que ya Alemania termine con esta tortura colectiva del campeonato mundial de fútbol, el fanatismo mixto de la manipulación mediática, la esperanza y la estupidez, donde al único que vale la pena leer es a nuestro amigo Juan, abrazos, S.”
Sergio se refería, desde luego, a Juan Villoro, quien en efecto, ha vuelto la crónica futbolística en una forma de literatura personalísima que se disfruta igual o más que un partido mundialista. Desde que lo conozco y leo, Villoro siempre llega puntual a sus citas. El fútbol no es la excepción. El libro que reúne sus crónicas y entrevistas de los años noventa lleva por título una alusión que es ilusión pues se ha vuelto casi imposible de encontrar: Los once de la tribu. Después vinieron Dios es redondo, donde reúne crónicas y perfiles alrededor de los mundiales de Francia, Corea y Japón, y ese libro que escribió a dos manos, o si se prefiere, a cuatro patas, con Martín Caparrós, Ida y vuelta, en torno al Mundial de Sudáfrica.
Ahora, en ocasión de Brasil, Juan Villoro llevó al fútbol más allá de la literatura o a la literatura más allá del fútbol y disparó un cañonazo irrepetible, olímpico, que lleva por título Balón divido, un libro en el que prácticamente no hay ángulo del juego que este cronista impar —habrá quien lo discuta, yo lo tengo por el mejor en lengua española— no comente ni cubra con frases certeras y epigramáticas, como esas jugadas bien armadas o esos partidos de antología que marcan a un campeonato Mundial con su propio sello y le dejan la huella de su eterna impronta. Me refiero a crónicas y perfiles de jugadores, entrenadores y árbitros imposibles que una vez leídas quedarán en la mente del lector y del fan del fútbol, semejantes en este sentido a la carrera que pegó Diego Armando Maradona en el Mundial de México y que culminó con un gol auxiliado por la mano de dios, el jugador número 12 con el cual no contaba el equipo rival, o bien la imagen indeleble del ‘Kaiser’, Franz Beckenbauer, jugando como el último de los teutones con la clavícula dislocada y envuelta en un cabestrillo en un partido contra Italia en el Mundial de 1970. Villoro escribe sobre fútbol con la rara pericia de quien es capaz de mejorar jugadas excepcionales en las que se dribla desde la media cancha y se pasa un balón largo que no puede tener otro destino que someter la red del contrario. Quizá por eso escribe que “el fútbol mejora la infancia que tuvimos, del mismo modo en que los sueños permiten que seamos diferentes.” No creo exagerar si digo que, al escribir acerca de Messi, el niño genio y medio autista, de Robert Enke, el guardameta suicida, de Ronaldo y Ronaldinho, de la otra pareja, quizá menos dispareja, que forman Shakira y Piqué, de la desagradable persona mejor conocida como José Mourinho, de la conducta errática, casi esquizoide, del Vasco Aguirre y de la experiencia extrema, tipo Bagdad, de sobrevivir un partido en el estadio del Boca Juniors, la famosa Bombonera, Villoro no sólo recupera los juegos de nuestras infancias: también mejora y prolonga en la imaginación del lector los treinta días —para algunos una miseria, para otros una insoportable eternidad— que dura la gesta mundialista.
“Si el mundo se une en torno a un balón —escribió famosamente Carlos Monsivais en la única crónica deportiva que, al menos hasta ahora, se le conoce al insaciable prosista que ni dormido dejaba de escribir—, la realidad se futboliza.”
Ciertamente, durante los treinta días del Mundial no hay otra realidad que supere a cuanto ocurre dentro de la cancha. Los dramas geo-políticos, los mejores estrenos en la cartelera, los divorcios y las reconciliaciones amorosas entran en un estado de suspenso. Todos nos mutamos en disciplinados integrantes de la selección alemana que ganó el Mundial de 1954, atentos a los raros consejos que, recuerda Villoro en una memorable página de Balón dividido, profería su director técnico, Sepp Herberger: “Hay que confiar en los problemas.”
En el caso de los mexicanos, cada Mundial nos sirve para gozar sufriendo, para psiconalizarnos en masa y para repasar, una vez más, las terribles fallas de carácter que nos vuelven unos acomplejados con ínfulas de grandeza y para recordarnos que seguimos siendo los mismos de siempre cada cuatro años.
Tal vez en este Mundial se presentaron algunas variantes (in)dignas de mención. Ejemplos: la fanaticada azteca que asistió a los partidos de México no se privó de regresar a la época de las cavernas cada vez que el guardameta de la selección contraria despejaba y recibía una dizque gozosa alusión a sus preferencias sexuales, misma que la FIFA —qué se le puede pedir a una mafia presidida por un decrépito rufián que ha gobernado su imperio rodeado de escándalos de corrupción— decidió no sancionar; el penoso y turbio arbitraje, que sólo pudo ser reivindicado en la figura de Cuneyt Cakir, un silbador turco, de profesión vendedor de seguros, aparecido en el partido de eliminación entre Argentina y Holanda, luego de que medraran en la cancha más de sesenta ajustadores en encuentros previos; la idiótica presencia virtual de los locutores sin cepa ni erudición que en lugar de ampliar lo que sucede en la cancha, como hacían desde la sapiente momia Fernando Marcos hasta el hegeliano César Menotti, provocan severas jaquecas entre la teleaudiencia; las injurias medievales entre la fanaticada de países varios expresándose en la ultra-modernidad de las redes sociales; el texto que publicó en The New York Times un escritor que, como decimos acá, se piró de repente y comenzó a ver conspiraciones políticas detrás del Mundial —ese opio del pueblo— y por lo tanto a escribir como el profesor Noam Chomski; la salvaje mordida que le propinó el uruguayo Suárez a un desvalido italiano, que le valió además ser fichado por el Barça y con lo cual quedó demostrado que “la mordida”, esa idiosincrática forma de extorsión entre los policías mexicanos, es ya una práctica universal para ganar dinero rápido y fácil…
Pero siendo justos, no todo fue infamia en el Mundial de Brasil. Otros ejemplos: la mediocridad fue premiada en una selección brasileña que no estuvo a la altura de su histórica reputación; supimos que, contra lo que dicta el estúpido cliché acerca de la marginalidad que guarda el fútbol en Estados Unidos, fueron nacionales de ese país quienes más entradas compraron para el campeonato, seguidos de los argentinos; nos enteramos de que el gran Messi, además de vivir para anotar goles, dormir siestas y no hablarle a nadie en la cancha, es capaz de amar y hacer reír a carcajadas a su novia de tiempos de la escuela secundaria; el poeta y excepcional ensayista Charles Simic nos reveló que Octavio Paz le arruinó el Mundial de Italia 94 con sus monólogos de sobremesa, interminables como la peor pesadilla; descubrimos que gracias a la velocidad con que se multiplica un tweet, la fealdad extrema puede convertirse en popular belleza —estoy hablando del director técnico mexicano, mejor conocido como el “Piojo” Herrera; el mismo personaje que, aguerrido defensa en sus tiempos como jugador, volvió socialmente aceptable arrancarse los pelos, revolcarse en el pasto para celebrar un gol y casi quebrarle el cuello a sus jugadores en señal de satisfacción, un gesto en apariencia natural tratándose de alguien que carece, precisamente, de cuello; para seguir con el “Piojo” —me amparo en el hecho de que las redes sociales lo volvieron una superestrella—, descubrimos que no se necesita la vestimenta de alta costura a la Pep Guardiola y que basta con un traje que no te queda o te queda pésimo para hacerte pasar por persona muy elegante.
No estoy seguro, pero quizá algo cambió en el ánimo con que la selección mexicana perdió: en la derrota en octavos de final apareció la promesa de un futuro mejor. Apenas volvió a fajarse la camisa por enésima ocasión —la misma que no le ajustó a lo largo de todo el campeonato—, el director técnico de la selección mexicana hizo pública la estrategia de largo plazo que llevará con éxito al país tricolor hasta el Mundial de Rusia, refundando así la vieja tradición política de los “Planes Sexenales” iniciada por el general Lázaro Cárdenas, quien gobernó México entre 1934 y 1940 y expropió el petróleo el 18 de marzo de 1938, contra lo que pensarían y dirían los muchos remedos del profesor Chomsky, con todo el apoyo de su contraparte, el presidente Yankee y malo, Franklin D. Roosevelt.
En la columna que escribe para el diario Reforma, recientemente Juan Villoro presentó un sucinto y sugerente balance del campeonato brasileño y se preguntó, nos preguntó, algo casi imposible de responder, una pregunta para la cual sospecho que ni siquiera el ocurrente Monsivais habría tenido respuesta —y vaya que de esas le sobraban: “Cuando termina el Mundial, los aficionados nos sumimos en la melancolía de enfrentar una realidad sin goles. Después del domingo de gloria, padecemos el síndrome de abstinencia de quienes dejan un vicio. ¿Qué metadona nos repone de la heroína del fútbol?”.
Mi personal respuesta es la de siempre: a una adicción le sigue otra adicción. Lo cual es otra forma de decir que estoy a punto de colocarme con los buenos nueve innings que, en casos como el mío, de esperanza triste, ofrece el béisbol.