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Mientras tantoDispare, soldado

Dispare, soldado

 

 

En una pared de la estación de Bruselas se leía “on n’est pas seuls à se sentir étrangers”. Quizás debería haber utilizado esa frase para explicarle a mi padre que me había ido sola por Europa porque, papá, llevo un año (o dos) siendo extranjera y Alberto me dijo un día, traduciendo a Hölderlin, que sobre mí y ante mí todo es desértico y vacío porque yo llevo el vacío y el desierto dentro de mí y cuando uno comprende esto, le dije, es un poco más libre, vive en la metáfora y siente que nadie más vive en ella, porque cada uno tiene las suyas, aunque también hay quien no las tiene, sintiéndose nunca ajeno, nunca extranjero del mundo, mas sí de sí mismo aunque lo ignore, aunque diga “yo le tengo miedo al abismo” y aunque sin saberlo se precipite.

 

Yo tengo metáforas, por eso viajé sola. Llegué sin haberlo planeado a Bruselas, y como esta será la época de “cuándo éramos muy pobres y muy felices” me propuse dormir en la estación de la que horas más tarde me echarían. Antes de eso yo estaba tomándome un café frente a la pared de la que os hablaba y se sentó a mi lado un chico africano que se pasó diez minutos en silencio hasta que yo le pregunté su nombre. Mamadou Diallou. Sus abuelos paternos procedían de Guinea, eran fulanis que en 1930 emigraron a Senegal donde nació el padre de Mamadou quien eligió el oficio de carpintero. Este conoció a una mujer que también procedía de Guinea, se casaron y tuvieron a Mamadou, pero cinco años después se separaron y este se fue a vivir con su abuela, estudió hasta que un día le dijeron que tenía que continuar con la profesión de su padre para vivir y para que viviese también su madre, la que ahora vendía telas que no le daba para mucho. “Je suis né pour travailler” me dice Mamadou con cara de resignación. Después de un año y medio en Bélgica, Mamadou pasó a ser ilegal y ahora trabaja en la cocina de un restaurante vegetariano. Le pagan lo que se les paga a esos que no tienen papeles y trabaja lo que trabajan esos que no tienen papeles. Me habló de una chica que conoció en unas clases gratuitas de salsa. Se enamoró y estuvieron saliendo seis meses juntos, pero en cuanto su padre se enteró de que su hija salía con un negro dijo que “lo mato” y, en efecto, en su casa sacó una pistola que nunca llegó a disparar porque la novia de Mamadou dijo basta y este se fue, aunque soltero.

 

En 1848, cuando estalló la revolución, Schopenhauer vivía en Frankfurt y fielmente abrazado a su metafísica de la voluntad decide oponerse al utopismo de esos revolucionarios dejando que los soldados suban a su balcón para así poder disparar mejor a la “canalla soberana”. Hay quienes piensan que el filósofo les estaba haciendo un favor a aquellos que pensaban que la vida estaba para gozarla y no para soportarla. Yo creo que mi amigo no recibió la bala de ese imbécil porque Schopenhauer desde ese más allá en el que no creo pensó que era un tío sensato que se había dado cuenta de que la vida se padece, pero tú, Ana, tú ten mucho cuidado.

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