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Átame

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Esther, británica, cargaba con más problemas internos que pagar por recibir sexo o haberme despreciado con el asunto gibraltareño, que lo consideraba más inglés que su propia madre. Luego me enteré que su madre la abandonó en un orfanato porque prefirió hacerse cargo de su alcoholismo antes que de su hija. Cosas que pasan cuando lees el futuro casi sin darte cuenta. Con esos mensajes ocultos en botellas de tres cuartos de litro que casi todos nos las bebemos pensando en que sólo serán como las anteriores y nadie sospecha de todo lo que vendrá después. E intentando comprender el mensaje, errados, buscamos entre la graduación alcohólica o su procedencia, insignificante, una salida.

 

Tras el debate sensacionalista –“Tú no tienes ni puta idea”, me decía, mientras me extendía el billete de cien dólares, que a posteriori debería abonarme, cerca de mi nariz; precio doble, ya que contrató extras–, sacó un par de cuerdas del armario, como si las bragas las guardara en el trastero o directamente no las usara, y comenzó a realizar gestos extraños, casi obscenos, demostrándose una vez más que el sexo comienza, y muchas veces alcanza su punto álgido, antes de quitarnos los calcetines, cuando la penetración es el final de todo: la coda de la ilusión.

 

¿Y eso era lo que te hizo decidirte a pagarme el doble?

 

¿Te parece poco? También tengo cadenas.

 

¿De qué tipo? ¿De las que se ponen en las ruedas para luchar contra la nieve o de las presidiarias?

 

Eres un poco chulito, ¿no?

 

Esther era insoportable. Golpeable. Ya que iba de hombre y utilizaba lo más cercano a la violencia para salir adelante como mujer. Aunque ya sé que lo de ‘golpeable’ es una afrenta a todo eso de la igualdad, el respeto a las señoras y todas esas monsergas que se vinieron abajo cuando Esther me redujo, cual conejo deslumbrado por los focos de tres camiones cisterna en medio de un carretera y en plena noche cerrada, machacándome el antebrazo izquierdo con una de las cuerdas. A latigazo limpio. Conté hasta seis.

 

¡¡¿¿Pero qué haces??!! ¡¡Duele!!

 

Por eso lo hago.

 

¿Pero el acuerdo no era que sólo me ibas a atar a la cabecera de la cama?

 

Yo los acuerdos me los paso por el coño. Además, el cliente siempre lleva la razón. Y la mujer, encabezada por mí, se merece una cruda venganza contra la epidemia de los hombres.

 

Cojones, pues haber elegido a uno diferente: yo, en el fondo, homenajeo a las meretrices: cobrando por hacer el acto; y eso ya debería ser suficiente para que me concedieras la carta de libertad.

 

Esther me golpeaba, vestida con un extraño albornoz rosa abierto de par en par, con aquella cuerda que me iba despellejando la piel de mi antebrazo izquierdo mientras el derecho seguía atado a la cabecera de una cama que por primera vez en mucho tiempo o no era ni cutre-china ni del Ikea. Luego me besó, en una extraña pose que me hizo pensar muy seriamente en que estaba siendo grabado por alguna cámara oculta. Cosas más raras se han visto.

 

¿Por qué no terminas de atarme? ¿O de desatarme?

 

Me encanta verte agonizar.

 

Si así fuera el caso cuando me has besado podrías haberme destrozado la lengua, mordiéndomela hasta mi desangramiento. No creo que hubiera durado vivo más de doce minutos.

 

¿Doce minutos? Qué exactitud. ¿Acaso eres forense?

 

Lo era. Pero en mi pueblo la cosa iba al contrario: los viejos se iban a las capitales por miedo a vivir lejos de un hospital mientras que los jóvenes se quedaban arando y trabajando el campo.

 

Qué rara es España.

 

Mírame aquí atado: ni que lo digas.

 

Luego Esther, que dijo que había detenido los latigazos porque le dolía la muñeca, abrió una botella de ginebra la cual comenzó a rociar sobre mis heridas, que sangraban y escocían de manera imparable. Por un momento pensé en que podía llegar a morir, en un extraño caso de la primera banda terrorista femenina que aplicaba el ajusticiamiento hasta la muerte del sexo contrario, siendo yo el primer damnificado. Y la verdad, ahora que lo pienso, hubiera sido una manera dignísima de fallecer. Con una lápida para la historia: ‘La Humanidad siempre te recordará: Aspersor, el primer mártir de esta guerra sin sentido”.

 

¿Podrías echarme un poco de ginebra en la boca?

 

Pides mucho. Bastante hago intentando cauterizarte las heridas.

 

Para cauterizarla habría que quemarlas; en todo caso me las intentas desinfectar. Con Larios: un nuevo caso de violencia domestica y arrepentimiento instantáneo.

 

Primero: no me corrijas cuando hable; y segundo: no me des ideas que saco el lanzallamas y te dejo el brazo como un pollo asado.

 

A todo esto seguíamos sin hacer el acto. Un beso sórdido perdido en el recuerdo de un tipo al que le dolía no ya el brazo izquierdo sino la totalidad de su cuerpo, fue lo único que pude palpar de aquella siniestra británica que en realidad debería haber atado y golpeado hasta la muerte a su madre, no a un pobre desgraciado, expatriado en el tercer mundo de Asia, que además seguía sin probar gota de alcohol, otro acto de funesta provocación contra mí, que veía la ginebra chorreando por mis heridas y directamente me llevaba el brazo a la boca descubriendo que con tónica sabe mejor que con sangre. Aunque sea la propia.

 

Luego Esther detuvo sus impulsos asesinos para, desvistiéndose del todo, colocar su amplio pubis que iba hermanado con un trasero en forma de hogaza –olvidé comentar que la contratante superaba los setenta kilos de peso sin una altura suficiente para ser base en un equipo de baloncesto femenino, incluso amateur– sobre el mío, en un hermoso sándwich de vello púbico, ya que ni yo me depilo ni ella lo hacía, porque en el fondo creo que Esther aceptaba su feminidad como algo de interés menudo. O al menos con posibilidades de ser estrujado hasta la siguiente dimensión: una imaginaria ‘Supermujer’ a lo Nietzsche o directamente un hombre. Por cierto, el acto se hizo a pelo, en excelsa metáfora de aquella horrible visión.

 

¿Te duelen las heridas?

 

Me duele no poder follar como Dios manda y no haber probado gota de alcohol. Creo que estoy en un principio de ataque de ansiedad. Por lo que suéltame el brazo derecho o me lo amputo a bocados.

 

Soy una floja: cada vez que me bebo una botella de ginebra sueño con vengar a la mujer que durante siglos ha sido y es humillada por el hombre; pero al rato me subo sobre ellos para gozar como mandan los cánones.

 

Eres débil… al menos para las hostias que metes.

 

¿Quieres que te lleve al ambulatorio más cercano?

 

No, quiero un gin tonic de Larios con tres rodajas de lima.

 

A la orden.

 

Si en el fondo te gusta.

 

¿El qué?

 

El Larios… por cierto, ¿cómo los conseguiste?

 

Lo venden en la tienda de aquí abajo.

 

La ginebra Larios, fundada en Málaga en 1918, hoy ha conseguido cruzar fronteras gracias a que la multinacional Beam-Suntory la adquirió. Porque España, en el fondo y en la superficie, sigue en pañales: exportamos poco y a veces hasta prostitutos. Y Larios, que en España se bebió hasta la cirrosis, hoy se encuentra en Asia gracias al empuje comercial y el conocimiento del mercado de unos americanos (y otros japoneses) que son capaces de apostar por lo que nosotros no nos atrevemos. Luego se nos plantan en España, mezclándose en nuestro bares, y los despreciamos con esa palabra sin igual: guiri.

 

Mientras me calzaba el gin tonic Esther me dio los 100 dólares, un ingreso que podría haber considerado alto si no hubiera sido porque tuve que invertirlos, casi en su totalidad, en una visita fugaz a mi Clínica SOS, donde el doctor Aleksandar estaba, curiosamente, de guardia.

 

Aspersor, ¿qué le ha ocurrido esta vez?

 

Es muy largo de contar. ¿Podría curarme?

 

Sí, claro. Pero algunas heridas no tienen buena pinta. ¿Latigazos?

 

No pregunte, por favor.

 

Y así volví a mi zulo: cabizbajo; pensando en las personas que fallecen por este tipo de castigo, sumando a mi depresión las lapidaciones. Que podría ser que la próxima clienta decidiera tirarme piedras hasta mi muerte.

 

 

A la mañana siguiente desperté, con mi brazo izquierdo vendado, cuando procedí a masturbarme. Momento en el que aquel espejo de los demonios mostró a un extraño calvo despeinado y sudado con complejas poses para llegar a un orgasmo manual con un brazo izquierdo al que sólo le faltaba el cabestrillo. Juro que por una vez en mi vida eché de menos un móvil de esos que graban imágenes válidas para colgarlas en internet. Me habría forrado.

 

 

 

Joaquín Campos, 29/07/14, Phnom Penh. 

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