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Pudor

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Aliena me citó en el Sofitel, el más moderno y posiblemente lujosamente efectivo hotel de Phnom Penh, donde por muy nuevo que sea se percibe con extrema claridad la decadencia francesa donde la dirección del hotel, francesa –la compañía hotelera también lo es– obliga a todo su personal a dirigirse de primeras al cliente en un idioma venido a menos, por mucho que su población no quiera aceptarlo.

 

¿Por qué se dirige a mí en francés? ¿Acaso es la lengua vernácula de Camboya? Si no me habla en jemer hábleme en inglés: no sea cateto.

 

El jefe de recepción, alto y torcido, con una placa junto a su corazón colgada de una hebilla a la chaqueta arrugada, decía llamarse Antoine, un nombre demasiado vulgar como para tomarse tan a pecho lo de defender la cultura de su país a miles de kilómetros de distancia.

 

Disculpe señor. El ascensor que le llevará a las habitaciones está al fondo a la izquierda.

 

Gracias –le contesté en perfecto español, como recordándole que nuestra decadencia política y social es directamente proporcional al aumento de castellanoparlantes por el mundo.

 

Otro asunto que siempre me ha llamado la atención es que casi todo está al fondo a la izquierda. Bueno, esto debe ser un tópico contra el que me he caído de bruces. Lo que sí que recuerdo es que tras salir del ascensor (sexta planta) busqué como un jabato busca a su madre-jabalí la habitación 626, que volvía a estar al fondo a la izquierda saliendo desde aquel ascensor. Curiosamente era la última habitación antes de que la siguiente puerta mostrara un cartel que decía ‘escalera de emergencias’. Toqué con los nudillos y casi a la vez el timbre. Antes de que aquella puerta se abriera me acordé del Cialis, tomándome media dosis a capón: por si las moscas.

 

Cuando la puerta se abrió sólo vi a una señora alta, de melena rubia opaca, rancia, que usaba un camisón demasiado ancho, aunque abotonado hasta el mismísimo cuello. Como estábamos en los momentos iniciales de cortesía obvié levantarle aquella prenda para calibrar de qué tipo de especie se trataba Aliena, una rusa que dijo ser de San Petersburgo, y esposa de diplomático, según me aclararía luego.

 

Vete duchando.

 

¿No nos podemos duchar juntos?

 

Yo ya me he duchado.

 

Tres asuntos me llamaron la atención en aquella clienta rusa: que no estuviera bebiendo, que no apestara a alcohol, y que no quisiera ducharse con su cliente, cuando en teoría, al contratar sexo, uno procura utilizar cualquier clausula legal o ilegal para saciarse de todas sus necesidades. Duchándome corroboré que Sofitel invierte más en malgastar el tiempo entre su personal, obligándoles, de entrada, a hablar en francés con sus clientes, que en champús y geles, inapropiados para un hotel de cinco estrellas. Tampoco es que fuera a echar la culpa de mi calvicie a Sofitel, pero…

 

Cuando salí del baño, con al albornoz puesto, como hacemos todos los catetos que no solemos utilizar asiduamente hoteles de cinco estrellas, donde dejamos vacíos cualquier cajón de la habitación por el mero hecho de utilizarlo todo, descubrí a Aliena en la cama, cuando en el mismo horizonte que alcanzaba mi vista comprobé que su horrendo camisón, amplio como la lona de un circo, yacía sobre la pantalla del televisor.

 

Métete en la cama.

 

Y así hice. La erección ya era descomunal: eran las doce del medio día y no recordaba haber desayunado, excepto esa media dosis de Cialis, que tras una noche sorprendente donde dormí siete horas seguidas ayudaron a que aquello pareciera el pene de un adolescente tras el primer beso furtivo recibido en los pómulos por la compañera de pupitre.

 

¿Te puedes poner encima?

 

¿No quieres preliminares?

 

Al grano.

 

Pero si tenemos todo el día: de las habitaciones de este tipo de hoteles no te echan hasta dentro de 24 horas exactas.

 

Pero mira cómo estás.

 

Ya, es que yo soy muy eficiente.

 

Bueno, pues fue subirme sobre Aliena y descubrir algo extraño. Como si en vez de dos personas fuéramos tres. O al menos dos y media. Por lo que mientras le besaba sus mamas, excelsas y gigantescas, retiré la sábana a modo de telón, saliendo a relucir un embarazo de, al menos, siete meses. Di un salto hacia atrás que casi me hizo partirme la nuca contra una de esas estúpidas sillas que colocan los hoteles de cinco estrellas y que luego nadie utiliza. En ese instante creí recordar haber tenido algún sueño erótico, hace años, en donde la protagonista del mismo estaba encinta. Pero una cosa es soñar que vuelas y otra saltar de un sexto. Al menos para mí.

 

¿Qué pasa? ¿No te gusto?

 

Claro que me gustas. Pero estás muy embarazada, ¿no?

 

Eso da igual. A ti no te pertenece. Y si yo te contrato tú tienes que hacer lo que yo te diga.

 

Espera un momento. Que primero me tengo que concentrar.

 

¿Es que acaso nunca lo has hecho con una embarazada?

 

Hombre, pues ahora que lo dices…

 

¿En serio?

 

Nunca he embarazado a nadie. O por lo menos a nadie que haya sido mi pareja.

 

Deberías probarlo. Y cuanto antes mejor.

 

Los nervios me hicieron solicitar un tiempo muerto, yéndome de cabeza al mini-bar, de donde extraje dos cervezas Kronenbourg –qué coñazo de franceses– que me las bebí a cambio del desayuno inexistente. De nuevo, las extrañas mezclas y los momentos de tensión, reactivaron el Cialis que usó a su antojo a mi pene, cuando por una maldita vez quería que aquello se relajara.

 

Por favor, sube y móntame. ¿O es que querrías que me llevara un disgusto con este embarazo que tengo?

 

¿Y si rompes aguas?

 

¡Pero si estoy embarazada de siete meses!

 

¿Es que no has oído hablar de los sietemesinos?

 

¿Stevie Wonder? Un genio.

 

¡Pero si era ciego!

 

Ya enloquecido, abrí las dos botellitas de ginebra, esta vez británica, las cuales volqué en la misma cubitera de hielos donde vacié la lata de tónica, la correcta: Schweppes. Bebía como si se tratara de una sopera familiar. La rusa comenzó a cansarse. De hecho se encendió un cigarrillo, momento en el que intenté hacerla revocar esa estúpida decisión.

 

¿Quién te crees que eres? ¿Mi marido?

 

Ah, ¿pero estás casada?

 

¿De qué te sorprendes? ¿Es que acaso los hombres casados no os soléis ir de putas?

 

Ya, pero tu cargas con un embarazo de siete meses.

 

Claro, y él sí puede irse de putas y yo no. ¿Te parece eso justo?

 

En ese mismo instante descubrí el pastel: el marido de Aliena, harto del embarazo o a lo mejor asustado, como yo, se había buscado una amante o simplemente se iba de putas cada dos por tres, cuando su mujer, en ese sprint final antes del parto, no sólo necesitaba ánimos, sino penetraciones. Ya me lo contó hace años Carla, una amiga de Barcelona: “No sé qué me pasa que me pongo más cachonda cada vez que estoy más embarazada. Y éste –señalando a su marido– se asusta”. De todas formas una cosa era entender el problema, apoyarla, y otra muy distinta taladrar a una señora embarazadísima, con el miedo que a mí siempre me han dado ese tipo de hinchazones.

 

Oye, ¿te parece bien que nos echemos un rato? Luego podrás inventarte que te he penetrado. Y ya está: venganza consumada.

 

Aspersor: no comprendes nada. Esto no es sólo una venganza, que en parte lo es. Esto, además, es una necesidad física: mi marido hace cuatro meses que no me toca y yo ya es que no puedo más.

 

Ya Aliena, pero yo no me concentro. Me da miedo. Lo acepto. Asumo mi fracaso.

 

Te pago el doble.

 

Ni el triple.

 

¡Pero si estás erecto!

 

Es que sufro de priapismo.

 

¿No querrás que salga a la calle y le tire los trastos al primer que se cruce?

 

No puedo, Aliena. No puedo.

 

¿Hagamos un trato?

 

Dime.

 

Nos acostamos juntos, desnudos. Y vemos qué pasa. Pondré la alarma del reloj: tres horas. Podrás hacer lo que desees: ver la tele, leer, dormir… No te obligaré a nada. Espero que al menos aceptes este reto porque no te olvides de que te voy a pagar. Es la una. Tenemos hasta las cuatro. Cógete la cubitera, ponla sobre tu mesita de noche y métete en la cama. Por favor.

 

Aquello fue el tiro de gracia. Conté los minutos que se me hacían interminables, hojeé el New York Times –los muy idiotas también reparten Le Monde por todo el hotel–, fui a mear tres veces, me abrí otra botellita del mini-bar, esta vez de whisky, y cuando quise mirar la hora no eran ni las dos. Aliena, en imagen provocativa, me daba la espalda con la esperanza de que la rodeara con mis brazos haciendo la cuchara, esa posición que siempre acaba en horadación. Pero continué conteniéndome. Serían las tres cuando todo dio un giro brusco. Debí quedarme dormido tumbado en aquella cama borracho como una cuba, con el estómago vacío y el edredón calmando el flagrante frío que despedía el aire acondicionado, cuando abrí los ojos y vi a Aliena sobre de mí. Y con el pene dentro. Es lo que tiene acostarse beodo y erecto. Que ya me está empezando a cansar el efecto del Cialis, que te deja vendido en manos de una pre-mamá algo disoluta.

 

¿Pero qué haces?

 

Calla. Puedes seguir durmiendo.

 

La verdad es que no hice mucho ni por sacarla ni por moverme. Su panza, increíblemente inflamada, me tapaba hasta mis pectorales. Fue tremendo. Soñé con que aquello se acabara rápido, pero Aliena tomó una decisión drástica: “Cuando llegues habremos terminado”. Y yo para alcanzar el orgasmo necesito esfuerzo físico, tracción; además de concentrarme de manera profunda. No había solución. Por lo que tras quince minutos de sexo se produjo un milagro: perdí la erección. Creo que por una vez mis traumas, unidos al cansancio físico, la inestabilidad psíquica y la pea, me llevaron a la primera salida airosa, a mi gran victoria, gracias a un gatillazo.

–Puedes marcharte.

 

No te enfades.

 

El problema es que no tienes ni idea de lo importante que es para una mujer el que termines.

 

Lo siento. No he sido capaz. Sólo espero que el resto lo hayas disfrutado.

 

Y que no abortes en tres días, debí haber añadido; porque salí de aquel hotel disparado, como si en vez de haberle hecho el acto a una señora rusa embarazadísima hubiera forzado su caja fuerte, llevándome joyas, tarjetas de crédito y pasaportes.

 

Ya en mi zulo, zulo dulce zulo, me miré al espejo y me felicité: por saber que el mundo está repleto de seres más enfermos y retorcidos que yo; y por haberme dado cuenta de que si el infierno está muy repleto podrían, aún, darme billete para el cielo. Aunque fuera en una nube baja. Casi a solas. Vestido de naranja, en vez que de blanco; como advirtiendo que estoy en el ascensor, esperando el más mínimo error para volver con los que visten de rojo y llevan cola. Con los que se acuestan con embarazadas a cambio de cincuenta dólares.

 

 

Joaquín Campos, 01/08/14, Phnom Penh.

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