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Mientras tantoEl asesino dentro de mí

El asesino dentro de mí


 

 

 

—T-te voy a decir una cosa –prosiguió–. T-te voy

 a decir una co… cosa que tú nunca has i-imaginado.

—¿Qué cosa?

—Antes… antes de anochecer es cuando hay más luz.

 

A pesar de lo cansado que estaba, me reí.

 

—Te equivocas, Bob. Es justo lo con…

—No, no –negó–. El que se equivoca eres tú.

 

Jim Thompson, El asesino dentro de mí

 

 

En el lapso de dos horas todo ha cambiado de forma radical. Lo que había escrito se esfumó como por ensalmo. Y no conseguiré reconstruirlo por mucho que me lo proponga. De hecho, si antes fue la gratitud, o algo parecido a ese sentimiento, lo que me había movido a ponerme manos a la obra, ahora es la rabia. De hecho, la cita que encabeza este artículo tampoco tiene nada que ver con la que había elegido antes. ¡Maldita sea! Mientras tanto, en medio de la rabia y la frustración, seguí leyendo a Jim Thompson y encontré una conversación que me venía como anillo al dedo… ¿Para qué? ¿Para escribir acerca de mi padre? ¡Maldita sea!

 

Ahora son las dos y cuarto de la madrugada del miércoles, y ya no estoy en la habitación, sino en el comedor. Antes eran poco más de las once y cuarto de la noche del martes y estaba en la habitación que mi madre nos cede cada vez que venimos a Vigo. Es su propia habitación. La misma que compartió con mi padre hasta que se fue de casa para empezar a morir en el hospital y terminar de hacerlo en la residencia. Antes (más pequeña) había sido la de mis hermanos Ángel y Eduardo. La más luminosa de toda la casa.

 

¿Para qué escribimos? Antes, en la primera versión, no había ninguna pregunta retórica, o desde luego ninguna tan retórica como esta. Estaba casi lista la pieza. Y tenía la sospecha, casi la certidumbre (¡cómo nos gusta ser condescendientes con nosotros mismos!), de que había conseguido algo que venía buscando desde hacía tiempo. Todo se volatilizó antes de que lo hubiera guardado. Se hizo trizas. Todo. No quedó ni rastro. El artículo empezaba con unos versos:

 

A radio de galena

dúas agullas vermellas

e un campo magnético verde Armada

 

(La radio de galena

dos agujas rojas

y un campo magnético verde Armada)

 

De Pita velenosa, porta dos azares

 

Esta era una casa enferma. Por eso me escapé dos veces. Por cobardía. No me atreví a enfrentarme a él de otra manera. Fue mi manera de meterle el dedo en el ojo. También mi manera de decidir estar en el mundo. Aunque me la envainara después. O negociara con él. Y por supuesto los dos hiciéramos concesiones.

 

Esa parte nunca la he tenido tan clara. Nunca he querido tenerla tan clara.

 

Escribo mientras pienso y trato de no mentirme, y no mentirle a nadie más por tanto.

 

Sigo. Lo juzgué desde una gran consideración de la inocencia, implacable. Como si yo no tuviera nada que reprocharme. Desde una gran superioridad moral. A fin de cuentas mi juicio era puro. Yo quería un mundo mejor. Y despreciaba a quienes –como él– lo saboteaban. Porque él, además de mi padre (y de sus pecados íntimos), era un representante de todo lo que impedía que la justicia fuera universal. Él era uno de los otros. Un conservador. Un tipo de derechas. Un capitalista.

 

Y yo, no. Yo iba a ser justamente todo lo contrario. Yo estudiaba, y adquiría conciencia, ya lo creo, gracias a la plusvalía que generaba el astillero familiar, y otros negocios que él tenía. ¿Por eso, también por eso, te escapaste de casa, para ganarte la vida por ti mismo, para no tener que deberla nada nunca? Pues tu coherencia no resistió muchos embates.

 

No.

 

Pero él también era todo un carácter, como se suele decir cuando no se quiere elaborar mucho el pensamiento, lo que se quiere decir, la realidad. Recuerdo en concreto una conversación en su despacho del astillero:

 

—¿Tú eres progre?

—¡Hombre!, la palabra está muy desprestigiada…, pero imagino que sí.

—Entonces no tenemos nada que hablar.

 

Fue en Alburquerque donde de forma más clara empecé a darme cuenta de mi error, de la cuantía de mis errores. Me había conmovido tanto Llámalo sueño que me hice con el teléfono de Henry Roth y le llamé. Me invitó a visitarle en su casa de Alburquerque. Fue una de las razones de aquel viaje de 1992 a Estados Unidos. Otra fue conocer a Richard Ford.

 

En una larga conversación, que se plasmó en una entrevista, Roth me dijo dos cosas que todavía siguen retumbando en mi cabeza: que se había quedado en la infancia demasiado tiempo, y que se había servido de James Joyce y del Ulises como un deflector para no tener que enfrentarse a la realidad.

 

Me di cuenta de que yo había hecho lo mismo. En ambos casos.

 

Era algo que él jamás entendería. Recuerdo, de hecho, otra conversación:

 

—¿Y todos esos libros que has leído no te han enseñado modales?

—No los leo para eso.

 

Las conversaciones con él siempre eran muy tensas. Bastaba que irrumpiese en el comedor, en este mismo comedor, para que descendiera sobe la mesa (esta misma mesa a la que ahora estoy sentado, mientras todos duermen) un silencio que se podía cortar. De hielo. Áspero.

 

Me refugié en los libros para alejarme de él, de todo lo que representaba. Y para tener algo a lo que aferrarme, un tesoro de palabras con las que explicarme el mundo y poder encontrar una forma no demasiado indigna (como por ejemplo la suya) de ganarme la vida. Y desafiar todo lo que él era. Y de ensamblar todo lo que yo quería ser. Lejos.

 

Por eso, al odiar todo lo que él representaba, o al menos a despreciarlo, me alejé del mar, que tanto me atraía. Y me alejé de la ciudad de Vigo, porque encarnaba (trasunto suyo) todo lo que durante años aborrecí. Y tomé la decisión de no volver jamás a vivir, ni a trabajar, aquí. Ni aquí ni en Galicia.

 

Todo se empezó a resquebrajar antes de que él, que, como gran deportista que era, se topara con lo que en ningún caso había previsto, o al menos no tan temprano: una mezcla de alzheimer y parkinson que acabaron con él con una rapidez inusitada.

 

Habíamos empezado a acercarnos, pero nunca llegamos a tener la conversación (las conversaciones) que había quedado pendiente, las preguntas que yo tenía amartilladas en mi lengua desde la infancia.

 

Ahora regreso a Vigo y descubro una ciudad que me había negado a ver. Desde mi casa a Alcabre, a Mourisca, Santa Baia, o la playa de Los Olmos, es apenas un paseo entre una vegetación amable que ha estado ahí todo el tiempo que yo me encerraba a leer, renegando del sol, de las playas, de los cuerpos, del fútbol (que a él, antiguo portero del Rápido de Bouzas, forofo del Celta, tanto le gustaba), de no sé qué clase de porvenir, qué clase de esperanza. Otra palabra que también me parecía despreciable.

 

No, no se parece nada este artículo al que escribí antes de que dieran las doce de la noche. No se trata de una reconstrucción. Es otra cosa.  

 

Hubo una época, anterior, a la conciencia, al mal, al deterioro, que nada era así. Mucho antes de que supiéramos que la vida iba en serio:

 

O meu pai tumbábase na cama

E nós arredor de Gulliver

Ninguén contou endexamáis

Mellores contos

 

(Mi padre se tumbaba en la cama

Y nosotros alrededor de Gulliver

Nadie contó jamás

Mejores cuentos)

 

De Pita velenosa, porta dos azares

 

 

 

 

Foto: Marta Armada

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