Al final del verano la amargura inundaba las calles desde las primeras horas del día. Eran tiempos de desesperanza. Los pocos que quedaban se conformaban con agarrarse a un clavo ardiendo. Por más que mirasen en su interior y buscaran la raíz de su aflicción, del maldito estado general de las cosas, no alcanzaban a comprender la deriva. Habían trabajado duro durante toda su vida para vestir a sus hijos y pagar la hipoteca, pero todos sus buenos augurios se habían esfumado.
Quizás hoy no se entere nadie, pero las tiendas de chucherías también están cerrando. Porque los niños, cansados de esperar a que las nubes se abran, han dejado la ciudad. Con ellos se han llevado las mochilas, los uniformes del colegio y las peonzas; las raquetas de tenis y los balones de hexágonos blancos y pentágonos negros; los globos de agua y las velas de cumpleaños. También se han llevado las cintas de cassette que encontraron en el coche de sus padres; sospecharon que allá donde estuvieran siempre habría un rincón para regresar a las canciones de su infancia, tan trascendentales en su educación sentimental como en sus tendencias escapistas.
El tránsito de la normalidad a la decadencia sucedió expeditivamente. Donde otrora florecían cada madrugada los rotativos matutinos, ahora descansan los muertos; de imprenta ha pasado a llamarse funeraria. Las casas de apuestas han suplantado a las heladerías, que perdieron tres cuartas partes de su clientela como consecuencia de la diáspora infantil. Las luces de neón que acostumbraban a iluminar las siglas de los partidos políticos en sus céntricas sedes señalizan ahora la presencia de prostíbulos.
La mesa de ping pong de los Westcotts se había quedado afuera todo el verano. Cuando el matrimonio volvió de sus vacaciones en la Costa Azul la mesa también había desaparecido.
Suena: The Ocean, de Richard Hawley, Era tan vello veros caer, de Ricardo Vicente, Viigilante de las horas muertas, de Deluxe y Desert Island Questionnaire de Conor Oberst