Confieso que, en un viaje reciente a Nueva York, hice la obligada parada en Strand, la librería ubicada en la avenida Broadway, no lejos de la NYU y célebre por alojar, eso juran y perjuran sus dueños, dieciocho millas de volúmenes, entre títulos de reciente aparición, libros usados y de ocasión, hasta ediciones descontinuadas por las que nadie, yo incluido, daría medio centavo de dólar.
Esta confesión, como tal, no tiene mucho de atrevida. Cada año en ese garito se paran, además de ex-alcaldes de la ciudad y freaks con demasiadas dioptrías en los anteojos y abrigos de puños desgarrados, miles de turistas y neoyorkinos en busca de tesoros a precios razonables, baratijas a punto de desintegrarse y, cómo no, suvenires que pueden ser desde un libro, una t-shirt con la famosa leyenda de las dieciocho millas, una tasa y no lo sé, no he puesto suficiente atención, quizás hasta unos pantalones o una funda para el móvil con el logo de la librería.
Así que lo más que puedo confesar aquí es que, por primera vez en mis múltiples visitas a Strand —la primera data de los tiempos, ahora precámbricos, cuando no había ni internet ni páginas web, ustedes dirán— compré una de esas antologías, un poco ridículas e indecorosas, más o menos útiles, de poemas con tema de Nueva York que suelen llevar en la portada al Empire State Building o algún otro “landmark” de la ciudad que no duerme nunca.
Puedo reportar a ustedes que, hasta ahora, me he llevado la predecible y merecida decepción. Y esto no tienen que ver con la calidad de los poemas, al menos no con la mayoría de los poemas de la antología que compré —creo que por cinco o seis dolaritos—, pues incluye a poetas de primera, sino con la naturaleza misma, por así llamarla, de la poesía.
En esencia, la poesía evoca; tiene, por poner un ejemplo, múltiples maneras de hablar del amor sin decir en realidad demasiado acerca del amor, o de la forma en que se estampan las marcas de la sombra en la intensa luz de la mañana sin hablar mucho de luz ni de sombra, de los fantasmas que agotan las aceras de una ciudad que solamente entonces, gracias a esos espectros, se torna más literaria, más poética y, para mí en lo personal, definitivamente más real.
Por mejor que esté escrito, si un poema me habla, sin evocación y con premeditación, de tal o cual lugar, de tal o cual calle de una de mis ciudades preferidas en este ancho y penoso mundo, ocurre entonces que el poema de marras termina por distanciarme en cuestión de micro-segundos y colocarme a años luz de tal o cual lugar, de tal o cual calle de cualesquiera de mis ciudades, incluidas las que sólo he conocido por medio de la poesía y las novelas.
Pongamos por ejemplo: si un poeta me va a hablar de una de las fuentes de la famosa Alameda de la ciudad de México, prefiero mil veces que lo haga como don Octavio Paz en su celebérrimo poema Piedra de sol:
un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea
Así que salí de la librería con estanterías equivalentes a dieciocho millas de longitud con mi pequeña antología de poemas neoyorkinos. Es decorosa, pero creo que su atractivo reside en que tiene la misma utilidad que suelen poseer los suvenires: poca, o ninguna. Y miren ustedes que contiene a poetas mayores, eso sí, estrictamente de la lengua inglesa.
Es fama que poetas del orbe hispanoamericano le han dedicado versos espléndidos a la Gran Manzana. Apenas hace falta mencionar a tres: García Lorca, Octavio Paz, Juan Luis Panero.
Ahora bien: conozco pocos trabajos, es decir libros o poemarios, dedicados por entero a Nueva York. El monstruo escama hasta las plumas mejor curtidas. Pero me viene a la mente ahora mismo Ciudad del hombre: New York, del rabioso y magnífico J. M. Fonollosa, poeta que escribe como quien recorre una ciudad (cada poema lleva por título el nombre de una calle o avenida de Manhattan: Avenue of the Americas, Bleecker Street) donde están contenidos todos los rencores, todas las promesas que jamás se cumplirán, todas las invocaciones del poeta que caerán en oídos sordos, en fin, todo el extravío que presagia y augura el mero acto de internarse en semejante engendro urbano, invención humana atrozmente bella y demoledora.
Tengo un amigo, AA, valiente como pocos, que le dedicó un libro entero a la bestia de asfalto, a la Gran Manzana Podrida en pleno siglo XXI y sobrevivió para contarlo. En el libro que escribió acerca de Nueva York, mi amigo supo encontrar las claves que sirven no sólo para poner por escrito algo sobre la ciudad que es todas las ciudades, sino también algo, no poco, sobre cómo demonios se sobrevive al monstruo de los cinco boroughs. Lo cito sin permiso de ustedes, ni de él: “He ahí el don —la condena más bien— de la otredad, el no poder ser de parte alguna, siempre fuera de sitio, de no poder ser pese a querer ser y echar raíces que nadie arranque para airear y poner en entredicho nuestro derecho a vivir aquí o allí, cuando en realidad ya no sabemos volver ni quedarnos, todos extraños árboles con las raíces al aire. No todos”.
Tiene razón mi amigo, es cierto: no todos.
Algunos árboles no sólo exponen sus raíces a los cuatro vientos, como descarándose y señalándonos que no hay lugar fijo para nadie y que todo es cambio y que nuestras errancias se corresponden con el paso de las estaciones.
Decir esto en Comala City, donde a Cuernavaca se le llama “la ciudad de la eterna primavera”, puede sonar a mera guasa o abstracción wittgensteniana.
No así en Nueva York.
No así en Brooklyn, ciudad incorporada a la gran área metropolitana de Nueva York en el año de la guerra con España.
No así en Brooklyn, actualmente habitada por más de dos millones y medio de almas, muchas de ellas hispanoparlantes.
No así en “Otoño de Brooklyn” y “La otra caída del otoño”, un conjunto de cuarenta poemas, las cuarenta hojas de un árbol que también enseña sus raíces, segunda y tercera partes respectivas del libro de la escritora mexicana residente de Brooklyn y de sus estaciones y días de sombra y de sus noches de luz: Corro a mirarme en ti (Colección Práctica Mortal, Conaculta, 2012).
Tengo para mí que Carmen Boullosa es la escritora más versátil de las letras mexicanas (ha escrito novelas de aventuras, libros de poesía y ensayo, novelas de auténtico western fronterizo y una obra impar y originalísima, de esas que dan envidia y con la cual obtuvo el Premio Novela de Café Gijón 2008: El complot de los Románticos). Como no ejerzo de crítico literario, no intento imponer mi gusto: acaso la función de estas líneas sea invitar al lector a vivir su propio otoño, a observar detenidamente la caída de las hojas nada más termine el verano de Comala City y comience el otoño, otoño imaginario, quizás por ello verano más real para los sentidos. Carmen también es, su amigo Roberto Bolaño lo sabía, una escritora valiente.
En la lectura de los poemas de “Otoño de Brooklyn” y “La otra caída del otoño”, son precisamente los sentidos, incluidos aquellos que se desdoblan en sentidos-sentimientos y que mayormente desconocemos o no pelamos, como decimos aquí en Comala City, la compasión, el cariño, la rabia, el asombro, la fatiga, la pertenencia, las ganas de no pertenecer, las ansias de pasar a otra estación ¡por amor de dios!, los que Carmen Boullosa nos arroja al rostro en una especie de invitación a jugar con cuanta hoja caiga de los árboles en la consabida estación del año —que para el caso puede ser cualquiera, pregúnte por el invierno de los argentinos y verán.
Se trata, empero, de un juego con reglas, no muy estrictas, no muy laxas, al que nos convoca Carmen en sus otoños brooklynianos. Si un orden estricto, enumero algunas de ellas: observación atenta, muy atenta, del tipo convierte tus ojos en microscopios para que logres tocar lo que ves; disposición al paseo en aceras que poco a poco se cubren de las hojas con que los árboles anuncian: es tiempo de sacar un abrigo ligero, un paraguas; ganas de levantar las hojas que caen y también de abandonarlas, que al fin y al cabo se trata solamente de hojas: importan más las que caen dentro del lector de los poemas de Carmen Boullosa; práctica en el manejo de las hojas verdisecas de temporada en la ciudad de los rascacielos, o mejor dicho, ganas de partir teniendo en mente volver—si no cómo damos cuenta del cambio de estaciones, de las idas y vueltas que éstas son cuando pensamos en el transcurso del tiempo, como ocurre en su «Otoño 30»:
La hojarasca (hoguera parpadeante),
las casas brooklinetas (llamas petrificadas),
y los rascacielos del otro lado del río
(espejos del ardiente crepúsculo en Manhattan)
suman un incendio mayor,
una sola palabra ardiendo,
una lengua iluminada,
gramática del magma,
voz del dios
que vive voraz en mi volcán Popocatépetl.
El otoño me ha traído de vuelta a casa.
¿Cuál será esa casa, Carmen? ¿Brooklyn Heights donde vives con Mike? ¿Las cercanías del arcano y emblemático volcán que, en un día claro, es posible divisar desde varios puntos de Comala City, a lo mejor desde ese Brooklyn que tú, Carmen, has construido para tí? ¿O el otoño como tal y sus hojas pelirrojas y crujientes esparcidas en calles y aceras? ¿Es esa tu casa, Carmen? ¿La casa misma que, en ocasiones, no reconoces, como le pasa más o menos a cualquiera que sepa de qué van las mudanzas entre países?
Me viene a la cabeza semejante pregunta porque el otro día leí algo que escribió Gabriel García Márquez, una página de periódico datada año 1950 a propósito de un poeta colombiano de aquellos tiempos. Así escribía el titán, a sus veintitrés primaveras (que en el caso de GGM creo que fueron una sola primavera para toda su vida: por ahí dicen que siempre fue un hombre feliz) acerca del poeta hoy, quién sabe, quizás olvidado, pero que aplica, incluso creo que mejor, para los poemas-otoños de Carmen: “Su fuerza, su vitalidad, no está simplemente en las palabras, sino en la destreza con que ajusta esas mismas palabras a su punto de vista humano, a su rebelde posición de hombre golpeado [para el caso mujer, y ni tan golpeada: ya dije que es valiente] por las corrientes naturales”. ¿Cómo no encontrar en lo escrito por García Márquez una hoja reseca, yaciendo en una acera, al leer “Otoño 26” de Carmen Boullosa?:
¿Hojas?:
Cadáveres vegetales colorados que el viento criminal bota en mi
jardín?
Poema en forma de pregunta para la cual sólo hay una respuesta que es la respuesta a todas las respuestas, escrita en un poema de Tomas Tranströmer, oriundo de un país que registra dos únicas estaciones:
El edificio está cerrado. El sol entra por las ventanas
y calienta la parte superior de los escritorios
que son tan fuertes como para cargar el peso del destino del hombre.
O bien la muy justificada respuesta en forma de “Loa a media pataleta” de Carmen Boullosa, poema correspondiente a la parte segunda de sus otoños:
[…]
¡Fuera esas hojas,
Que se vayan,
crujen su herrumbre,
quejicas, acobardadas,
mondadas ya, lirondas sin liras!
¡Que las callen!
Antes dije que encuentro en la escritura de Carmen Boullosa mucha valentía, la mayoría de las veces manifestada en forma sutil, si bien contundente.
Pues bien, Boullosa es igualmente una poeta y escritora que le reclama a la realidad sus chingaderas sin ningún empacho. Ello queda claro en el estupendo trabajo de colaboración que hizo con el pintor neoyorkino Robert Neffson, perteneciente a la venerable y, contra lo que digan los de mente simplona, verdaderamente alucinante escuela de la pintura fotorrealista estadounidense. En Despechadas, me dejaste con hormigas en el alma, actualmente en exhibición en el Museo Carrillo Gil de Comala City, escritora y pintor montan un interesante intercambio: Neffson ofrece a Boullosa algunas pinturas en estado más o menos avanzadas, otras todavía en proceso de ser trabajadas, presumiblemente incompletas y abandonadas pero con los suficientes trazos para reconocer la estación del año, la emoción del pintor su estado de ánimo. Carmen recoge esos lienzos, de formato en general pequeño, y los interviene con una letra aún más menuda. El resultado no sólo es bastante acertado, no se diga la originalidad de la idea, sino también provocativo.
Carmen logra apropiarse sin imponer su escritura a los espacios que el pintor Neffson —representado por cierto por, Louis K. Meisel, nada menos que el inventor del término fotorrealismo— va dejando en blanco y que la escritora, vayan ustedes a saber cómo o a preguntarle a su crítico de arte de preferencia, literal y literariamente termina por completar el cuadro. A mí me magnetiza como lector-observador la Carmen que supongo harta, quizás de malas y con ganas de callar por un rato no sólo a las hojas de Brooklyn sino también a los Maestros del Universo de Wall Street, a los Mad Men de Manhattan y los reyes del chit-chat de Soho, esos picos pardos a los que jamás se les acaba la cuerda. Así por ejemplo en el cuadro-escritural “Me rindo”.
No voy a entrar en detalle acerca de los textos en sí con los que Carmen interviene o interacciona con los cuadros a medias, es un decir, porque inacabados como lucen a primera vista, logran disparar la imaginación de quien los observa. Así por ejemplo en el cuadro-lectura Y yo que te traía flores (Frente a Tiffany), donde observamos a una mujer que nos da la espalda pero nos ofrece de frente la cadena de texto que la empuja sobre la avenida y que parece, el texto, mantener juntas las piezas de la mujer que camina con las flores que, quizás, no le llevaba a nadie sino a sí misma, ornamentación para un pequeño piso de gente solitaria —típico de Nueva York, dicho sea de paso.
Algo semejante ocurre en “Con que otra vez no contestas”.
Pero quiero terminar regresando al principio, a los poemas de “Otoño en Brooklyn”, porque a mí también me pasa en ocasiones, como a mi amigo AA, saberme que no soy de parte alguna, siempre fuera de sitio. Con todo y el fardo de la extrañeza, podemos acudir, para el caso, a esta “Loa” brooklineta:
Benditas sean las hojas del otoño,
Sonoras campanitas.
Bendita si fragilidad,
Bendito su color inútil.
Bendito, pues, el otoño de Brooklyn y de mi mente, con sus hojas que cambian de colores mientras caen, quintaesencia lo mismo de cuánto hay de endeble que de dichosamente inútil en este mundo en el cual la poesía y la pintura son dos formidables estaciones del año, de esas que duran más de la cuenta.