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Mientras tantoLos hombres tranquilos

Los hombres tranquilos


 

Ahora que Jordi Jr. llega a Madrid, uno imagina que debe de sentirse como el pobre Dustin Hoffman en ‘Perros de paja’. A él, ese delfín, el hombre de negocios que vivía libre y ensimismado en sus gestiones, vienen a acosarle los de la caverna de Madrid para meterle en ella: la Audiencia que es como una fría corte internacional lejos de la patria donde todo era hermoso. El asunto, como tantos otros, tiene al menos dos maneras de verse, la de allí, ese país verde y puro como la Irlanda de John Ford, lleno de buenas personas, sencillas y apacibles, buenos hombres y buenos hijos sanos y fuertes y campiñas bucólicas por las que corretean cientos de bellas Maureenes O’Hara nobles y con carácter; y la otra, la simplista del español que no usa gafas de tres dimensiones y sólo ve una película de Almodóvar (si acaso en un entorno de payeses) con sórdidos pelotazos, indecentes mordidas y pornográficos treses o cincos o sietes por ciento. Se hablaba ayer aquí del misterioso (y también casi rural) silencio de Rajoy, pero el silencio de los Pujol Ferrusola resulta tan inquietante, tan bárbaro y grosero como el de los habitantes del pueblo inglés que filmaba Peckinpah, del que rezuma toda la maldad y la envidia, la violencia e incluso el salvajismo que termina en la locura. Moragas pensaba que la denuncia de la ex novia iba a salvar a España, literalmente, lo que muestra esas vergüenzas que resultan también muy de ¡Pedrooo! por esa carga cinematográfica, como si el consejero del presidente (mejor no pensar en cuántos de estos habrá) creyese estar en el ala oeste de la Casa Blanca. Aquí todos los políticos creen que viven en el guión de sus sueños de infancia hasta que les despiertan. Pero muchos son de dormir profundo y llegan a alcanzar el fin de sus días sin que nada ni nadie les haya perturbado el descanso, lo cual es una cosa antigua como de reyes de épocas prósperas y calmas y no de democracia. Pujol Sr. casi lo consigue pero el ideal no se ha sostenido. Hay en don Jordi una melancolía de ‘Qué verde era mi valle’ cuando en realidad sólo había patanes codiciosos, como en todos los lugares de España, disfrazados de hombres tranquilos.

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