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Mientras tantoBorges: el gitano de las Ficciones

Borges: el gitano de las Ficciones


 

 

Hace muchos años, en un sitio que tal vez ya no existe, llamado Molicentro, recuerdo haber tomado de un estante de rincón, entre ropas de saldo, un libro forrado en cuerina verde, a precio de descuento, que llevaba el nombre de Ficciones. El nombre no aparecía en la tapa sino en la primera página y el autor era un argentino del cual había oído hablar con insistencia. Es posible que ese día, en algún lugar del mundo, Jorge Luis Borges aún respirara.

 

El tomo era una colección de cuentos breves. Para mí, era un conjunto de citas y nombres de textos en otros idiomas, de escuelas literarias, que no se parecía en nada a otro libro que había descubierto por la misma época, que había disfrutado tanto: uno que reescribía la Biblia imaginando el Génesis en una ciénaga del Caribe y el Apocalipsis en un incestuoso laberinto de soledades llamado Macondo. Quisiera poder recordar lo que pensó aquel muchacho, tal vez de 13 años, al leer: «Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth«.

 

Durante muchos años recordé con imprecisión el contenido de La lotería de Babilonia: la posibilidad de un lugar en el cual solo el nacer te otorgaba el derecho y la obligación de participar en el juego de azar colectivo, donde las suertes se mezclaban con las penas. No puedo haber imaginado entonces, en algún sábado desinteresado en que pasé por ese libro comprado en Molicentro, que años después vería los garabatos originales del cuento, en la minúscula letra de Borges, en una exposición de los tesoros de la Biblioteca Pública de Nueva York. 

 

Borges, para mí, significó una colección de maravillas entre las cuales me perdía. Los cuentos, los leía con la misma sensación con la que alguna vez me perdí sin paciencia en mis primeros juegos de video, esos de varios niveles, a los cuales solo accedías si encontrabas las puertas selladas: siempre sentía que me faltaba una llave, una clave para descifrar un párrafo, un dato para entender un acertijo cuya promesa era la felicidad. 

 

En 2004, ya viviendo en Nueva York, Camilo Torres, el borgiano de Tremont Avenue (la avenida donde quedaba ubicado el humilde edificio, centro de expendio de drogas y nido de ratas donde vivió por unos meses al llegar al Bronx), apareció en escena para decirme, con la paciencia de quien ya ha adoctrinado a otros muchos, que todo aquello que yo necesitaba saber sobre la literatura ya había sido escrito, mejor que nadie, por Borges.

 

Gracias a él llegaron a mis manos los tomos de las obras completas de Borges, a precio de ganga, merced a sus amigos libreros limeños. Aquél sería mi primer contacto con sus ensayos y con su poesía. También con el humor de Borges: solo con una sonrisa se puede disfrutar de esa broma de múltiples capas que es El Aleph o aquel ejercicio, burlón y maléfico, que es Pierre Menard, autor del Quijote.

 

Torres y yo, acá en Nueva York, podíamos darnos el lujo de hojear las páginas de Shakespeare o de Coleridge en el mismo idioma en que las leyó él. Aquello nos permitía adentrarnos un poquito más (creíamos nosotros) en los mecanismos de fantasía con los cuales el argentino construía sus ficciones. También encontré en esos tomos las notas que escribía Borges para la revista El Hogar, reseñas muy breves para señoras porteñas más preocupadas por las tareas de la casa que la literatura, donde escribe con igual soltura sobre autores ingleses del siglo 20 o del siglo 18, con la seguridad que le daba su erudición y también, quizá, alguna certeza de que aquellas notas, en ese entonces, no las leía nadie.

 

Para mí, estudiante de Literatura Inglesa en Nueva York, los comentarios de Borges eran una fuente de consulta valiosa, complementaria a mis lecturas de Pope, Dryden, Marlowe, Coleridge, Hawthorne, Boswell y George Eliot. Mientras subrayaba con pasión mi ejemplar Norton de Middlemarch, encontraba cierto placer al leer los comentarios de Borges, imaginando que él habría revisado aquellas mismas páginas, sonreído con las mismas líneas, o tal vez encontrado paralelos similares a los que yo veía entre el Infierno de Dante y ciertos pasajes de esa novela monumental. Entre aquello que mejor recuerdo de mis mañanas de aprendizaje borgiano fue el día en el cual encontré, entre las cajas de remate de una biblioteca pública del pueblo de Cooperstown, en las alturas del estado de Nueva York, forrada en cuero, mi copia de los ensayos de Robert Louis Stevenson. Al abrir las tapas y encontrar el pŕologo de William Lyon Phelps, se me ocurrió pensar que tal vez Borges había leído a Stevenson de una edición similar: la de 1918, la de la Modern Student’s Library, impresa por Charles Scribner’s and Sons.

 

Las clases sobre Borges también comprendían a esos alumnos en otros países que se habían beneficiado de su lectura. Allí estaba, tan cercano a nosotros, Luis Loayza, a quien su amigo Vargas Llosa le dedicaba Conversación en La Catedral : «a Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars». Loayza profesaba una admiración ilimitada por el bendito ciego. El estilo del argentino se filtra entre sus cuentos y sus ensayos. Sin embargo, así como Borges se prestó las cualidades dantescas (y Dante las de Virgilio) Loayza utilizó las técnicas borgianas para involucrar, con suma destreza, al mundo peruano en la literatura universal.

 

En uno de sus cuentos, en la colección El Avaro, un plebeyo peruano describe, en coloquial limeño, sus aventuras, como soldado integrante de las huestes aqueas, y recuerda también los tiempos antes de Troya y el penoso regreso a Ítaca: «Eso era vida, un bañito por la mañana y luego tumbarse a la hamaca a la rica sombra, mientras la muchacha preparaba la comida. Había muchachas para todos, cada una más guapa que la otra. Al caer la tarde venía del mar una brisa que te despertaba de la siesta y era el momento de encender un cigarrillo y conversar y hacer recuerdos de la guerra…yo también he gritado con Aquiles en las trincheras, por así decirlo. Aquiles: un gigantón rojo que avanzaba a grandes saltos, quitándose los enemigos de delante como uno espanta las moscas que le zumban por la cara«.

 

Las armas borgianas cierta manera de intercalar nombres y libros, y una cercanía que adivinamos como la del lector muy minucioso también le servirán a Loayza para pergeñar con sencillez e inteligencia (que son lo mismo, diría Dryden) algunos de los mejores retratos que se han escrito sobre El Inca Garcilaso, El Lunarejo, José Santos Chocano, Abraham Valdelomar, Ricardo Palma y la mejor reseña, tal vez, que se ha escrito en lengua castellana sobre la obra de James Joyce.

 

En el Perú, que siempre ha mirado con avidez hacia lo que llegaba empaquetado desde el Río de La Plata, se han producido otros homenajes a Borges. El más logrado, dejando a un lado la obra completa de Loayza, tal vez sea el cuento El Derby de los penúltimos para el cual Fernando Iwasaki espigó entre la mitología borgiana y la historia de la intelectualidad limeña de principios del siglo XX, rindiéndole un homenaje que cuenta con tertulias, episodios de putas y duelos. Es un cuento que se sumerge en la Lima de los salones y los fumaderos de opio. Allí aparece José Carlos Mariátegui, Rafael Cansinos Assens y un Borges joven: un argentino bibliotecario, medio cobarde y muy hablador, de apodo Cocolucho: «y ya cerca de la Plaza San Martín, Cocolucho empezó a deplorar su cobardía, sus quimeras heroicas, su aprensión al peligro… Hubiera querido consolarle revelándole que Valle en realidad no era un valiente, pero en sus delirios Cocolucho había convertido esa chusca trifulca en un desafío épico junto a los muros de Troya, en una batalla vikinga en las costas de Irlanda y en el duelo infinito de dos navajas embrujadas. ¿Quién era yo para abolir sus ensoñaciones?».

 

Hace unas semanas, en una caja de libros que algún profesor quiso regalar al pasillo de la universidad, encontré una versión mutilada de Ficciones. La página 2 dice que el libro fue impreso en la Argentina en 1956. Con ese texto regresé a Borges, en intermitentes lecturas de tren subterráneo, y así llegué otra vez a El Sur, al Jardín de los senderos que se bifurcan y a los pasajes más entretenidos de Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius y La biblioteca de Babel. Entendí entonces, pasando las páginas con tolerable orgullo, que en estos años de constantes relecturas, algo he aprendido.

 

Anoche, en una clase sobre la traducción en el Graduate Center, Borges circuló también por nuestra mesa, entre otros textos de Ortega y Gasset y Octavio Paz. Discutimos sus teorías sobre las influencias, los personajes, las épocas, y los mitos que construyeron los traductores de Las mil noches y una noche. Galland, Burton y Mardrus, eran convocados por Borges desde su biblioteca babilónica. Permeado por su lecturas de Bourdieu y de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, un compañero de clase apuntó el carácter elitista de Borges, los juegos literarios diseñados para ciertos lectores, para un círculo privilegiado. Otro compañero apuntó que al leer a Borges no podía contener la risa.

 

La verdad es que la lectura de sus ensayos y de sus cuentos reserva sus mejores tesoros para quien se ha tomado el trabajo de leer una y otra vez su obra y la de aquellos escritores de los que siempre habla con fervor. Por otro lado, Borges siempre nos recuerda que lo que hace nunca se aleja de la chacota, de la broma, del deseo de diversión y que, vale la pena no olvidarlo, de eso se trata también la literatura. 

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