Tras una extensa resaca post-mundialística volvemos a la faena del fútbol con prudencia y justo a tiempo para disfrutar de la última pausa internacional del año. Aprovechamos entonces, con más intención de la que permite la casualidad, para abrir un nuevo ciclo con un tributo y despedida a Alfredo di Stéfano, la Saeta Rubia, a los tres meses exactos de su partida.
Intuitivo y sencillamente excepcional, Di Stéfano jugó en los tres equipos más importantes de su época y forjó, en cada uno de ellos, un pedazo cada vez más fundamental de sus leyendas. Comenzó en el River Plate argentino en la época de Renato Cesarini y la afamada “Máquina” en la delantera. Di Stéfano no logró afianzarse en el equipo hasta 1947, cuando vino a reemplazar a El Maestro Pedernera en la línea ofensiva del combinado rioplatense. Marcó 27 goles en 29 partidos aquel año, y el River conquistó el campeonato por cuarta vez en siete años.
Pero la crisis contractual del fútbol argentino puso punto final a aquella dinastía y propició el exilio de las grandes figuras de la época a la liga colombiana, la Dimayor, la cual ofreció refugio a los jugadores que se pronunciaron en rebelión. Aquella Máquina del River migró y el gran beneficiado fue el Millonarios de Bogotá: Pedernera, uno de los artífices de la huelga, firmó con el club bogotano en 1949 e hizo las gestiones necesarias para convencer a algunos de sus antiguos compañeros de equipo para que lo siguieran. Lo hizo Pipo Rossi, mediocampista imponente; lo haría también, aunque un poco más tarde, Julio Cozzi, el portero del River. Y por supuesto, lo hizo la Saeta Rubia, quien se coronaría como líder goleador del torneo colombiano en 1950 y 51 y se convertiría en la figura central en aquel equipo de Millonarios que llegó a ganar cuatro títulos en cinco años.
Tan célebre llegó a ser aquel Millonarios que Santiago Bernabéu habría de invitarlo al torneo de las bodas de oro del Madrid en la primavera de 1952. La lección de fútbol que el club sudamericano propinara esa tarde a los merengues dejó como saldo un afán por parte del propio Bernabéu por fichar a la estrella del ataque azul, un tal Alfredo Di Stéfano, quien marcó los cuatro goles de los visitantes y sencillamente dictó cátedra.
Lo que se desató a partir de ese momento fue uno de los culebrones más célebres y documentados de la historia de los fichajes en el fútbol y una de las piedras angulares de la discordia visceral que el Barcelona y el Real Madrid sienten el uno por el otro. Y es que al mismo tiempo que Bernabéu se empecinó con Di Stéfano también lo hizo Samitier, representando al Barça. La situación del jugador aún era irregular, a pesar de que la federación colombiana había llegado a un acuerdo para regresar a la normativa legal a partir de 1954. Bernabéu decidió negociar con Millonarios, equipo con el que el Real Madrid jugaría cuatro partidos más ese año (sin llegar a ganar uno solo), mientras que el Barcelona hizo lo propio (negociar) con el River. El traspaso de Di Stéfano al Barcelona se cerró en 1953, pero según los términos de la tregua entre Dimayor y FIFA el jugador se veía obligado a jugar para Millonarios por una temporada más. Es decir, que ahora eran cuatro los equipos que pretendían a la figura, mientras la realidad del asunto era que no tenía derecho a jugar con ninguno.
El caso llegó a manos de la Federación Española de Fútbol que tomó una decisión salomónica—una decisión que lejos de complacer a todos lo que hizo fue no contentar a ninguno: Di Stéfano habría de jugar con el Madrid y con el Barça alternativamente por cuatro temporadas a partir de 1953, vistiendo en la primera (53-54) la camiseta blanca. Vaya disparate.
Como era de esperarse, el Barça se negó, el Real Madrid reembolsó a los catalanes la suma que habían pagado al River por la ficha del jugador (4 millones de pesetas) y el fútbol en España dio un vuelco que hasta hoy. A partir de ese momento el Real Madrid no volvió a mirar atrás.
No sería escandaloso afirmar que Di Stéfano fue el principal artífice dentro del terreno de juego de lo que vendría a convertirse en el mejor club del siglo XX (fuera del terreno de juego los artífices fueron, evidentemente, Saporta y Bernabéu, 2 individuos que, si hubieran nacido en EEUU o Inglaterra, serían considerados genios del deporte profesional).
Pero más allá del club, en realidad lo que Di Stéfano ayudó a modernizar fue el fútbol en general: en los videos de sus momentos más destacados hay poco o nada sensacional (no hay regates fantásticos, ni túneles, ni sombreritos al estilo de Pelé), pero su importancia es que «colectivizó» el juego, dándole velocidad y simplicidad. El Madrid era el equipo más veloz de su época, y además corría con el balón (a diferencia del estilo británico); Di Stéfano intercambiaba su posición permanentemente, cayendo por un lado y por el otro; eso desmontaba los marcajes individuales y al mismo tiempo abría espacios para los compañeros. En eso radicó el éxito de ese Madrid: fútbol simple y veloz, el cual no fue impuesto por un entrenador, sino por un jugador.
Como jugador fue un tipo difícil, sobre todo con los compañeros. Jugar en aquel Madrid de los 50 era bravo porque los jugadores se puteaban entre sí (aún no llegaba la época de saltar al campo con niñitos agarrados de la mano y pancartas abogando por el fair play). Los rivales tenían a Di Stéfano como un tipo duro, canchero y hosco. No andaba abrazándose ni cambiándose la camiseta con todos. Al mismo tiempo, era un hombre humilde, pero no en el sentido absurdo de la postmodernidad; era humilde porque jugaba para el equipo, no para su lucimiento personal. Mil veces habrá dicho, si es que lo hizo alguna vez, que él era un jugador de equipo, que al compañero siempre había que tenerle fe para pasarle la pelota. Esa es la humildad del futbolista. Por algo Rinus Michels habría de decir años más tarde que su «fútbol total» no era otra cosa que una reedición de lo que hacía el Madrid de Di Stéfano.
En realidad, Di Stéfano fue algo así como un técnico-jugador. De hecho, es posible que haya sido precisamente eso lo que marcara un poco su salida del Madrid: en la final de Viena frente al Inter en 1963, Di Stéfano reorganizó al equipo dentro del campo contraviniendo una orden táctica del entrenador, Miguel Muñoz. El partido se perdió (3-1), y la responsabilidad recayó sobre los hombros del jugador. Pero si esa final la hubiera ganado el Madrid, lo más seguro es que Bernabéu hubiera echado a Muñoz y Di Stefano hubiera seguido en el equipo. El fútbol, como la vida, tiene esas cosas.
Como entrenador Di Stéfano sigue siendo el único técnico en salir campeón con Boca y con River. También fue campeón en España con el Valencia a comienzos de los 70 y fue el descubridor de la Quinta del Buitre. No llegó más alto por su carácter, y esa incontrolable tendencia a no quedarse callado. En Argentina, un país que (acaso por su ubicación geográfica, quién sabe) siempre ha sido distante y ensimismado, fue acusado de “gallego” y llegó a ser casi impopular (en River se peleó con el Beto Alonso y se tuvo que marchar). En España fue idolatrado, pero con la nacional tampoco consiguió las alturas que vivió en el Madrid. Su único torneo internacional fue el Sudamericano de 1947 con Argentina, donde salió campeón: al mundial de Suecia no se clasificó España; durante las eliminatorias de la Eurocopa de 1960 Franco prohibió a la selección viajar a la Unión Soviética, por lo que fue eliminada; en el ’62 vio a España jugar contra Brasil desde las gradas, afectado por una lesión y en compañía de otro reconvaleciente: Pelé. En definitiva, que el fútbol lo que da por un lado lo quita por el otro. Di Stéfano dio más de lo que se podría esperar de cualquiera—Don Alfredo lo dio todo.