Todas las mujeres de mi familia son artistas. Pintan, dibujan, cosen, y diseñan vestidos imposibles. Yo soy la única que tiene peligro con unas tijeras en la mano. Aunque crecí rodeada de patrones, bustos, maniquíes y agujas por el suelo, siempre bajo la amenaza de Laura no vayas descalza, no hace falta ni decir que nunca he sabido coser ni un botón.
En casa, viendo coser a mi madre, a mi abuela, a mi tía, aprendí que hay gente que tiene el don para ver las cosas antes de tiempo. De dos retales, mi madre veía cortinas, de esos largos tubos de ropa que les acompañaba a comprar, ellas veían pantalones para mí, una cinta en el pelo, un vestido de boda. De casas vacías, casi ruinosas, ellas hacían composiciones para llenar los espacios. Pintaban paredes que aún no existían: “eso irá allí, lo otro allá, ¿te lo imaginas, lo ves?». Yo nunca lo vi. Por eso, me impacientaba cada vez que me probaban ropa: nunca veía qué era hasta que estaba acabado.
A muchos nos ocurre: no vemos las cosas hasta que son. No tenemos la seguridad de hacer las cosas hasta que las hemos hecho y echamos la vista atrás y suspiramos: Ah bueno, era esto. Nunca pensé, por ejemplo, que sería capaz de terminar una carrera de seis años. Así se lo dije a uno de mis profesores el día de mi graduación y me miró, serio, y me dijo que las cosas hay que hacerlas para ver que pueden hacerse. Todo da vértigo, la vida misma, eh. Recuerdo mucho esas palabras y cuando a veces, como suele ocurrir, no veo las cosas claras porque no sé dibujar el patrón de la falda o el pantalón que aun no existe, me veo con esa toga en la universidad y vuelvo al vértigo. Cuántas cosas dejaríamos de hacer si nos detuviéramos siempre en ese instante de indefinición.
En verano leí un libro del que últimamente se está hablando mucho. Se llama Canciones de amor a quemarropa, de Libros del Asteroide. A simple vista no es más que la historia de cuatro amigos que crecieron juntos en el mismo pueblo de Winsconsin, Little Wing. Bosques, granjas y ese Estados Unidos profundo en el que todos querríamos hacernos una foto pero en el que creo que pocos nos quedaríamos a vivir. La novela tiene música de fondo, parece que suene Nick Drake, Bon Iver, Leonard Cohen. Quién sabe. Pero a lo que íbamos: Little wing es un lugar pequeño y aislado que ha moldeado a cuatro amigos completamente distintos entre sí: el que se quedó en el pueblo con su novia de toda la vida, el que se convirtió en un vaquero de rodeo, un exitoso agente de bolsa y por último, Lee, una estrella de rock de fama mundial.
He leído varias reseñas sobre la novela; se dice que es una novela sobre la amistad, sobre la pertenencia a los lugares, sobre si llegamos a estar alguna vez en casa. Me pregunto si no será en realidad un libro que nos habla de las distintas maneras de soñar la vida, sobre el vértigo que nos da avanzar, salir de lo conocido para afrontar todo lo que aún no visualizamos porque simplemente no existe.
Coser, diseñar, pintar. Todo eso es lo contrario a la inercia, a ir haciendo sin saber dónde vamos. Siempre me han dado mucha envidia los que visualizan las cosas antes de que existan, los que saben que un patrón no es solo un papel encima de un trozo de ropa sino que ven perfectamente que es la parte delantera de un chaleco.