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Mientras tanto¿Tornan las grullas a tu lado y enfilan de nuevo rumbo a...

¿Tornan las grullas a tu lado y enfilan de nuevo rumbo a tus costas los barcos?


 

 

El barco zarpará de la isla con nosotros dentro. ¿Qué atesoramos? Altos cipreses contra un cielo que rivaliza con las aguas vinosas, de un azul denso, terciopelo mate, destilado de una piedra hecha de historia e imaginación. En la isla de Symi dejamos un rastro de caracoles en las playas, en el laberinto de la ciudad, en las higueras que se asoman a las ruinas contra las que luchan los vivos con su pintura al temple, su hedonismo sutil, su forma de estar en el mundo. Pero no quisiera palabras hoy, solo memoria, sinestesia.

 

«¿Tornan las grullas de nuevo a tu lado y enfilan de nuevo

rumbo a tus costas los barcos?»

 

Escribe Friedrich Hölderlin en El archipiélago, antes de caer enfermo, de oír voces, de abandonar toda esperanza de redimirse y de redimir el alma de los hombres, los germanos, cualquiera de nosotros.

 

No he visto grullas. ¿Qué he visto? Gatos, algún ave rapaz, muchas cabras, algunos corderos, una oveja negra. Pocos peces. Gorriones.

 

 

En uno de los libros que más me conmovieron el último verano, La hija del tiempo, de Josephine Tey, se lee:

 

«Escuchó los gorriones del siglo XX posados en el alféizar de la ventana y se maravilló de estar leyendo unas frases que se habían formado en la mente de un hombre hacía más de cuatrocientos años».

 

He visto a esos mismos gorriones en los alféizares, las enramadas y los vanos enjalbegados, blancos, azules de todas las gamas. He escuchado rebuznar a burros, pero no he dado con ellos en el laberinto de callejas, plazas y callejuelas del Symi que repta por las colinas que sirven de anfiteatro al puerto donde hace casi una semana nos entregó el Dodekanisos

 

He tratado de dejar atrás las lecturas recientes. He tratado de no buscar en los rostros de los griegos reminiscencias de los héroes clásicos, aunque era muy fácil caer en la tentación de pensar que alguno de los marineros de Symi podía haber sido compañero de viaje de Ulises. De hecho, de esta isla partieron tres naves para combatir en Troya.

 

 

En su edición de El archipiélago, un libro al que he llegado en vísperas del primer viaje a Grecia, escribe Helena Cortrés Gabaudan, su traductora, bajo el epígrafe Versos para un mar con destino histórico: “mientras Goethe es capaz de recrearse en la contemplación de las ruinas del pasado, porque es optimista y tiene fe en el progreso, Hölderlin sufre por una pérdida que piensa definitiva; no se trata, por supuesto, de que creyera realmente en los dioses clásicos (…), es, además, uno de los que integran en su programa de forma más consecuente la parte oscura, mortal, violenta, en definitiva, dionisíaca e irracional de la antigua Grecia, pero sí sufre de modo muy real por la ausencia de sentido religioso ante la naturaleza, por la falta de eso que él llama belleza, por la ausencia de democracia y libertad y la precariedad y falta de densidad de su tiempo: por eso que él llama ‘penuria’”.

 

¿De qué penurias venimos huyendo? ¿Qué hemos venido a buscar? ¿Algo que acaso estaba muerto dentro de nosotros? ¿Qué rastreamos en “todas tus hijas, islas amadas”? Desde la terraza de la casa de Maite vemos no solo la ensenada del puerto, el movimiento de los barcos, la quietud de las casas que se asoman al mar, sino también la costa turca. Nos acostamos sin luna, nos levantamos sin viento: 

 

«tus viejos amigos de juegos,

siguen morando a tu lado. Y en prueba, cayendo la tarde,

nace sagrada la luna detrás de los cerros de Asia»

 

Zarparemos hacia Rodas dentro de unas horas. Buscaré una grulla en el alto cielo. Hace tiempo que quiero callarme, como si supiera con Byung-Chul Han, a quien por fin he comenzado a leer aquí, que «el pensamiento tiene necesidad de silencio. Es una expedición al silencio». 

 

Como si necesitara apagarlo todo, volver a entrar en los primorosos monasterakis de Symi, con su adro enjalbegado, y los bancos corridos para la celebración, en torno al santo, pero al cuidado de los hombres, de la vida, de lo que somos tantos años después de la Atenas que se ha ido desvaneciendo, convirtiéndose en otra cosa. Dinos Hölderlin, dinos de nuevo en medio de la noche, te escuchamos:

 

«¿qué fue de Atenas? ¿Recubren tu polis amada

sobre las tumbas de sabios, en sacras riberas, cenizas,

¡oh, dios de luto!, y ya todo se ha hundido, perdióse con ellas?

¿Quedan por contra vestigios, un signo que ve el que navega?»

 

 

En su epílogo a la preciosa edición de Der Archipelagus que publicó La Oficina, escribe Arturo Leyte“Hölderlin es el único de sus contemporáneos que sabe por primera vez que Grecia –nombre del pasado no es una herencia que se pueda reconstruir según reglas clásicas, ni tampoco nuestro futuro destino romántico; ni la utopía ideal que sirva de guía; ni siquiera ya el material poético y documental que nutrió la cultura plástica y literaria, sino una señal irrevocablemente perdida cuyo parpadeo solo se puede registrar poéticamente, sin garantía alguna de éxito”.

 

Y sin embargo… Cuando (hace tanto tiempo que apenas dejó vestigios) leí por primera vez El coloso de Marusi, un Henry Miller que no encajaba en su canon, aunque quizás, lo supe más tarde, en realidad lo hacía como un guante con tanta carne como espíritu, pensé perderme en Grecia. No lo hice, y ahora la energía es otra, hay menos narcisismo, menos melancolía, menos ilusiones. Pero no he permitido que se instalara en mi corazón la lejía del cinismo que todo lo emponzoña. He vuelto a él, a sus páginas, antes de emprender este viaje que ahora se va cerrando como los días, y allí he encontrado acaso una de esas paradojas que nos reflejan como una sombra neta contra una pared blanca: No es que los griegos humanizaran a los dioses, es que los dioses humanizaron a los griegos. Sería un error que les exigiéramos a ellos lo que no somos capaces de exigirnos a nosotros. ¿Acaso no somos exactamente sus herederos, sus hermanos de sangre, de mar, de convicciones? Me cuesta emplear la palabra democracia, aunque es ella la que nos permite coger ese barco, zarpar, elegir nuestra propia ruta, o al menos creer que todavía podemos emprender un viaje y que en eso se convierta nuestra vida. En estos días de Symi hemos dedicado muchas horas a hablar de la educación, de qué podemos hacer para cambiar el rumbo de las cosas, de cómo la educación tal como se concibe en casi todas partes busca fabricar seres para la pruducción del mundo, para ganarse la vida, hombres de provecho, prácticos para la autoexplotación y el cansancio. ¿Dónde está la danza, el dibujo, la música, la lectura apasionada del mundo? Muy pronto empezamos a perder a los niños y sus inmensas capacidades en el laberinto de nuestras vanas ilusiones de atesorar y luego proteger con verjas de miedo. ¿Era esa la vida que soñábamos con nuestros viejos compañeros de juegos, cuando hacíamos que el tiempo pareciera eterno como las tardes de verano de la infancia? Algo estamos haciendo mal. No se trata de buscar en los relatos de Homero, en la Atenas de Pericles, en las ondas del Egeo, en los cielos del Dodecaneso una respuesta que esté formulada en esos términos.

 

«¡Mira! Ya zarpa añorante de ignoto horizonte el mercante»

 

Gracias, querido Hölderlin. Embarcamos, emprendemos el lento regreso a casa. Sin nostalgia, con gratitud por los hermosos días de Symi, por lo que hemos aprendido sin nombrarlo, porque

 

«Sigue no obstante la luz de lo alto a los hombres hablando

llena de hermosos sentidos»

 

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