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Mientras tantoEl cine, la vida, y algo más...

El cine, la vida, y algo más…


 

A Marina 

Suena Deep Blue, de Arcade Fire

 

La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver

con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia

la nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos

días de fiesta, cuando todo merodeaba por delante y el futuro

aún estaba en su sitio

Luna del sur, Luis García Montero

 

 

Reconozcamos, sin tapujos ni excusas, que una vez transcurrido más de un mes desde su estreno, el asombro y las emociones causadas por una película como Boyhood (2002-2013), de Richard Linklater, todavía perduran. Irremediablemente, la imposibilidad de encontrar cualquier calificativo que pueda expresar ese mismo asombro y esas mismas emociones también persiste. ¿Hasta dónde alcanza la incapacidad de uno mismo para encontrar las palabras adecuadas y hasta dónde alcanza la inefabilidad de una obra que resulta inconcebible a día de hoy? El atrevimiento de llevar a cabo el proyecto de rodar una película a lo largo de 12 años para seguir el trayecto vital de un niño, Mason, que a lo largo de casi 3 horas de proyección pasará de la niñez a las postrimerías de la adolescencia, resulta inicialmente fascinante. Todo ello llevado a cabo en tan solo 39 días de rodaje. Una propuesta de semejante naturaleza –que poco tiene que ver con otras a las que se ha aludido con demasiada comodidad- nos sorprende; sin embargo, no lo hace que detrás de ella se encuentre un cineasta como Richard Linklater, no solo atento a temas relacionados con la edad infantil –Escuela de rock (School of rock, 2003) o Una cuestión de pelotas (The bad new bear, 2005)- sino también, y sobre todo, interesado en cuestiones referidas al paso del tiempo –su trilogía Before…

 

Gestada más de una década atrás, Boyhood, en cambio parece transcurrir ante nuestros ojos en tiempo real, permitiéndonos el privilegio de asistir al flujo de la vida, al paso del tiempo –desde el año 2002 hasta el años 2013 y a 24 fotogramas por segundo-, pero también de estar presentes ante un milagro cinematográfico, aquel que nos revela esa doble naturaleza del cine que afirmaba André Bazin. Ahí están los efectos del cine como embalsamador del tiempo y a su vez como proyección de una realidad que parece resucitar ante nuestros ojos. Y sin embargo, la película de Linklater en absoluto pretende hacer explícito ese discurso. No hay metacinematografía. Como tampoco se pretende subrayar o evidenciar ninguna otra reflexión, de ninguna otra índole. Simplemente, si están, ya sean en torno a la la vida o al cine, subyacen, dentro de un marco cotidiano, a través de la existencia sencilla de seres humanos y ordinarios que llevan vidas corrientes.

 


Boyhood por no hacer hincapié en nada acaba incluso suprimiendo cualquier instante relevante en la vida de su joven protagonista y la gente que le rodea; tan solo queda su eco en secuencias posteriores. Bajo la aparente sensación de asistir a un work in progress, la película se construye sobre un esqueleto narrativo muy sencillo, compuesto de largas secuencias y abruptas elipsis que constatan el paso de los años, los cambios en la vida –que asombro produce ese instante en que de una secuencia a otra el protagonista cambia su voz de niño a la del adolescente.- La mirada de Linklater, confiada en gran parte a los excelentes diálogos co-escritos entre él y los miembros del reparto y a la labor interpretativa, se nos ofrece límpida y transparente, sin necesidad de aderezos –no los ha necesitado jamás-, con la naturalidad con la que alguien observa a su propio hijo -la hermana del protagonista está interpretada por la hija del cineasta- o a sus seres más próximos y evitando cualquier tipo de juicio o discurso edificante.

 

El alcance de una película como Boyhood, pero, es todavía mayor cuando decidimos ponerla en relación al resto de filmografía de su director. Entonces, seguramente ni tan siquiera proponiéndoselo su responsable, adquiere el carácter de obra magna, compendio inabarcable. ¿Cómo ubicar una obra como esta cuya realización abarca una década durante la cual Linklater ha realizado otras películas? ¿Qué hay de él como cineasta –incluso como persona- en las primeras secuencias de Boyhood, cuando estaba a punto de rodar Antes del atardecer (Before sunset, 2004)? ¿Y en las últimas, cuando iba a cerrar su célebre y maravillosa trilogía y por ejemplo había experimentado el universo alucinado y paranoico de Philip K. Dick –Scanner Darkly (2006)- y había coqueteado con el género del biopic –Bernie (2011)? ¿Qué importancia tuvo el proyecto de Boyhood para que decidiera rodar las comedias infantiles Escuela de rock y Una cuestión de pelotas? Así pues, Boyhood, volviendo de nuevo a su doble naturaleza, constata el paso de la vida pero también, en cierta manera, subrepticiamente,  la trayectoria de un cineasta, sin que ello se note, sin que aparezca una sola costura que lo delate. Porque al fin y al cabo hablamos de un cineasta cuya heterogénea filmografía no riñe con una admirable integridad artística. Hablamos de un cineasta mayúsculo capaz de situarnos en ese punto en el que el cine es la vida, y viceversa.

 

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