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Mientras tantoPara todos la filosofía (4): "la banalidad del mal"

Para todos la filosofía (4): «la banalidad del mal»

Filosofía para profanos   el blog de Maite Larrauri

 

La cuarta sección de la serie “Para todos la filosofía”, en Para todos la 2, ha sido “La banalidad del mal” (retransmitida el 29/10/2014). 

 

 

El año pasado pudimos ver la película que Margaret Von Trotta hizo sobre la filósofa Hannah Arendt. La película ha hecho conocer a un público extenso una expresión que Arendt emplea: “la banalidad del mal”.

 

La película trataba de la actitud de la filósofa frente al juicio a un famoso criminal nazi, Eichman. Desde el sentido común, el mío y el de muchos espectadores, parece que al poner estas dos palabras juntas -“banalidad” y “mal”- lo que decía Arendt era que el mal es banal.

 

Pero eso es una barbaridad, puede hacer que nos escandalicemos. ¿Cómo se puede decir que el asesinato de 6 millones de judíos en las cámaras de gas durante la Segunda Guerra Mundial fue un hecho banal?

 

En efecto, “la banalidad del mal” es el subtítulo del libro que Hannah Arendt escribió a raíz del juicio al que fue sometido Eichman. El libro se titulaba Eichman en Jerusalén. La banalidad del mal. Arendt había sido enviada a Jerusalén a seguir en calidad de reportera del  New Yorker el juicio. Y como muchas veces sucede, su libro se leyó poco, o se leyó sólo el título y eso fue suficiente para levantar una gran polvareda.

 

El error de la interpretación inmediata consiste en atribuir la banalidad al mal cuando lo que en realidad dice Arendt que lo que es banal es el sujeto, quien hace el mal en este caso, o sea Eichman. Arendt leyó las actas del proceso y tuvo ocasión de ver en vivo y en directo a Eichman. Le pareció un fanfarrón, un mequetrefe, alguien que se daba a sí mismo importancia, alguien que hubiera sido un funcionario normal y corriente si las circunstancias hubieran sido otras. Probablemente el público judío esperaba encontrarse a alguien como Macbeth o como Ricardo III, pero Eichman estaba muy lejos de parecerse a estos personajes de Shakespeare.

 

El modo en el que hablaba Eichman fue revelador para Arendt. Como alguien que entiende poco lo que dice, cuando encontraba una frase la repetía sin cesar como un cliché, sin poderse salir de esa expresión. Exactamente como hacen quienes no piensan y, por tanto, no traducen lo que piensan en palabras. Resultaba ridículo ver cómo aplicaba a su situación algunos refranes, como si en español dijera algo así como que lo habían capturado porque “más vale pájaro en mano que ciento volando”. De manera grandilocuente afirmaba que no estaba dispuesto a hacer juramento alguno y, al día siguiente, exigía poder jurar. Se contradecía continuamente.

 

Eichman estaba muy lejos de la grandiosidad de un Ricardo III. E incluso este personaje, antes de la última batalla, sueña con los fantasmas de sus víctimas y esa pesadilla lo persigue como si se tratara de su conciencia. Nada más lejos de Eichman, que parece no tener memoria o conciencia de sus crímenes.

 

Arendt descubrió, gracias a este caso, que el mal más tremendo es el que llegan a hacer las personas que no piensan, no ejercitan la conciencia, no tienen memoria. Esas mismas personas banales, en circunstancias no dramáticas, desarrollan una vida normal, dentro del orden. Pero, justamente porque no piensan, en situaciones excepcionales son capaces de cometer los crímenes más terribles. No tienen pesadillas como Ricardo III, duermen tranquilamente.

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