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El capote


 

Uno recuerda del último regreso a los ruedos de Rafael de Paula una sensación de desasosiego y de piedad. El capote seguía allí cuando se atornilló a la arena pero ¡ay! cuando se tuvo que mover y el público descubrió que ya no tenía piernas. A Paula le han detenido por atacar a un abogado con una azada, lo cual devuelve el ruralismo en la delincuencia frente al urbanismo de la opacidad y las cuentas extranjeras. Puestos a elegir, uno prefiere ver venir a Paula amenazante con un apero que no ver venir, por ejemplo, a Granados con su sonrisa de Aguirre, que es una sonrisa igual que la de González, casi un signo de familia. Todos estos parientes, y otras familias, han introducido en España una fiesta como Halloween, con alevosía, y ahora uno ve a don Francisco, ese número dos de rizos clásicos, duros de gomina como de mármol, llamando a su puerta y diciendo: “truco o trato” con su disfraz de hombre honrado y con la sonrisa, que es la azada del artista jerezano, o mejor la mazorca chusca y terrible del Popeye de Faulkner, el violador impotente de la niña Temple. El pueblo español es un poco Temple, salido puro y mimado y maleducado del baile y arrastrado por sus gobiernos, esos contrabandistas, a la suciedad y la ruina de la casa del Viejo Francés. Unos Popeyes sin sombrero se han pasado décadas abusando del personal que ahora siente la humillación, el trauma (del que hoy se benefician los que hacen saltar las encuestas como quisieran hacer saltar la banca) que no se va como el susto fugaz y violento de un matador anciano. No es el sistema sino el individuo. Uno ve las sonrisas, como capotes, y a un pueblo morlaco yendo detrás de ellas, de un vértice a otro, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda humillándose por faroles, mientras las cuadrillas aplauden la faena y algunas figuras piden perdón como si fueran antitaurinas.

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