Basta quedarse mirando un rato a través de la ventana el pulular de las ratas de la ciudad de México y que uno desearía fueran alegres ardillas de campus californiano, para que las hojas del calendario hagan su truco y te veas amenazado por la inminente llegada de la temporada que más aborrezco del año.
En estos días en que se acercan las malditas navidades, con todos los embotellamientos, el tráfico de la ciudad colapsado, filas interminables en los bancos, indómitas viejecitas peinando los pasillos del supermercado, capaces de asesinar al prójimo por hacerse de un pollo y seis cebollas, en estos días aciagos en que el cielo es una gigante nube gris, decía, me basta con leer la autobiografía, real e inventada, de Guillermo Sheridan, que lleva por sugerente título Toda una vida estaría conmigo, un libro sembrado de asombros, afinidades, fobias y furias, para no sentirme, como Cabrera Infante aislado en su isla londinense del barrio de Chelsea, el hombre más solo del mundo.
Yo también estaría toda mi vida conmigo, si bien la mía no se parece mucho a la de Sheridan, excepción hecha de ciertas aversiones comunes, rastreables hasta la imposible infancia, ese otro mito de felicidades impostadas, como la famosa navidad.
Hago mías las palabras de Guillermo Sheridan al respecto: “Las fiestas decembrinas obligan al corazón a henchirse de emociones perentorias como la fraternidad, cuando lo más natural es detestar a los hermanos, no se diga a la pedante esperanza.”
Leí Toda una vida estaría conmigo repantingado en el sillón de mi estudio, sin hacer nada más, de un tirón que casi me cuesta una quincena de salario. Yo no sé si a Sheridan, como a Jorge Ibargüengoitia, le moleste que su prosa sea capaz de provocarte el tipo de dicha, más precisamente de risa gracias a la cual te ves obligado a interrumpir la lectura y a pararte como mejor puedes del sillón del estudio e ir a descargar la vejiga con la urgencia correspondiente.
En mi caso, la lectura de Toda una vida estaría conmigo me recordó otra lectura, remotísima en el tiempo, de esas que uno hace cuando se cree todo un Raskolnikov del altiplano, agobiado por penas de amores, desamores, malestares contra la humanidad, contra las vacas que andan sueltas por ahí y la falta de dinero para ir y aplastarse frente a una pantalla de cine.
Me refiero a La Habana para un infante difunto, otras memorias inventadas, magníficas, la vida como una sucesión de chistes y chascos inmejorables, un libro que yo leí siendo jovencito, infeliz y bien pendejo, pero no por ello incapaz de encontrar en sus 771 páginas (me jacto de poseer la primera edición de 1979, publicada por Seix Barral con fotografía icónica de Jesse Fernández en la portada) las mejores bromas de un escritor que, eso lo supe después, acaba de pasar por una depresión aterradora.
Vale decir —cualquier cosa que esto signifique— que lo primero que leí de Sheridan fue la cuarta de forros y la “Nota sobre la selección y la edición” a Autopsias rápidas, el volumen pionero publicado en 1988 por editorial Vuelta con que comenzó el rescate de la prosa periodística de Jorge Ibargüengoitia y que, al menos para mí, concluyó el día que en una cantina Juan Villoro me obsequió su propia selección, titulada Revolución en el jardín, publicada por Reino de Redonda en 2008.
Nunca fui adepto a sus crónicas de la UNAM. No por falta de popular militancia, sino porque yo estudié más arriba del volcán, en los promontorios donde se construyó El Colegio de México y donde lo que ocurre en la UNAM suele, o solía, importar un reverendo cacahuate.
Guillermo Sheridan es —y para quien no lo sepa, se lo van a recordar en Toda una vida…— además de escritor, un scholar de la literatura hecho y derecho. Ignoro cómo se vea a sí mismo, pero quien no haya leído Los Contemporáneos ayer —libro que robé y que, al parecer, perdí en una de mis mudanzas entre países— definitivamente vive en el baboso mundo del post-antier; está también su biografía literaria de López Velarde, que no he leído, sus infaltables México en 1932: la polémica nacionalista y Malas palabras. Jorge Cuesta y la revista Examen, que sí leí; su libro acerca de Octavio Paz, Poeta con Paisaje, que también leí, estupendo, así como su edición crítica de la Correspondencia (1918-1928) entre Carlos Pellicer y Pepe Gorostiza. Lástima que en Toda una vida… declare su amor por los archivos pero no chismee acerca del magnífico Epistolario (1918-1940) de este último, la más exacta radiografía del autor de Muerte sin fin —que leí, ya lo adivinaron, en edición de Guillermo Sheridan— y de mis días miserables en Londres, donde hace años viví entre empujones en el tube, las ratas que a su vez tienen su morada en el subterráneo, y una renta a precios de Hampstead que me convertía a mí mismo en una miserable y pobre rata mutante.
Las depresiones y los pinches bajones de su madre que me produjo hace años la lectura en Londres del Epistolario de Gorostiza (puta: las continuas brumas mentales del lánguido poeta, su chingada soledad en una sociedad, ¡helas!, de solitarios, las quejas del diplomático refundido en el sótano del escalafón a quien para acabarla de joder no le pagaban a tiempo y se preocupaba hasta la obsesión por la parentela que había dejado atrás, en Mexiquito lindo y siempre anhelado) quedan saldadas y olvidadas luego de leer este muy londinense pasaje de Toda una vida estaría conmigo —y vaya que sí no, verifíquenlo ustedes mismos.
Ocurre en domingo, frente al teatro de Covent Garden donde desfilan por turnos músicos de toda laya, algo más o menos semejante al Speaker’s Corner de Hyde Park salvo el previo permiso oficial y muy primermundista de la Municipalidad de Londres:
Mientras comían papas descomunales rellenas de cualquier substancia, los adultos bebían cerveza y los niños limonada. Y ahí estábamos, sentados en la banqueta, cuando llegó un grupo de punks pirotécnicos, altísimos y desvelados. Eran un mohawk y dos explotantes-fijos. Traían treinta latas de cerveza, una guitarra, una tarola precaria y un contrabajo pintado de verde con su prótesis de ruedita de hule.
Para algarabía del Hijito, se acomodaron en un rincón, detrás nuestro, sobre unos tambos, mientras llegaba su turno de entrar en escena. La ocupaba en ese momento un solista lamentable, muy peinado y con corbatita, que cantaba canciones edificantes. Los punks lo miraban con tedioso desprecio. Abrían una lata de cerveza cada tres minutos, y la vaciaban en uno de sus gañotes, moviendo con las gárgaras sus collares de mastín.
Cada vez que el cantantito azúcar glass terminaba una cancioncita y recogía aplausitos, los punks pensaban que ya sería su turno. Pero el cantantito iniciaba otra, y los punks se impacientaban más y más y en voz cada vez más alta cacareaban su irritación. De pronto, ya enervado, el jefe punk decidió entrar en acción. Puso de pie sus dos metros más veinte de mohawk, tomó fuerzas y, justo cuando el cantantito iba a cantar una nota final, largó un eructo.
Pero no cualquier eructo. Nunca retumbó uno tan potente y prolongado, ni siquiera en Jericó. Era inacabable, elocuente y dramático, un mugido de dragón in crescendo. El cantantito y toda la gente con él, llenos de estupor sagrado, miramos al punk convertirse en un virtuoso solo de tuba. El eructo seguía y seguía. Viajó por la plaza, erizó las papas, rebotó en los muros, se amplificó en la bóveda del mercado, hirió de muerte a dos o tres palomas, escapó hacia el Támesis, rodeó Saint Paul, sacudió al Big Ben, cruzó hacia The Mall y llegó seguramente hasta el Palacio, donde su Majestad habrá recordado el blitzkrieg.
Por fin cesó. Entre los ecos del eructo agónico, mirábamos al punk con muda reverencia, flotando entre nubes de cebada como un arcángel inaudito que acabase de anunciar el fin del tiempo. Y nada, nadie se movía. Y en medio de ese silencio aterrado, con una frescura absoluta, el largo punk, luego de pasarse el dorso de la mano por la boca, dijo:
—Sorry.
El otro día comí en un lugar céntrico con mi amigo G., quien también es alérgico a las fiestas decembrinas. G. es un genio, como Bioy Casares. Ideó el plan perfecto para zafarse de la consabida chinga: una fuga a Londres. Sin decir nada, él y su prole tomarán un avión de manera clandestina, sin avisar a los respectivos clanes familiares. El hijito más grande de mi amigo G. es un hincha del Chelsea. Pagarán una fortuna en libras esterlinas por asistir al clásico londinense Chelsea vs Tottenham.
Sé de qué hablo: es un hecho que dentro del estadio, la escena arriba reproducida correrá a cargo de unos hooligans simpáticos y neandertales, artistas impares del eructo igualmente estentóreo y gratuito, la telescópica micción capaz de rociar al juez de línea, el aliento acedo y el pedo flatulento como armas de destrucción masiva.
Con tal de evitar las navidades, pagaría el dineral necesario para ingresar en el estadio. Lo de menos sería un baño de orina.