Una ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación dice, ante los actos de barbarie en Iguala, Guerrero, que el Estado mexicano se ha conducido a la altura de las circunstancias. Tiene razón: ha reaccionado poco, mal y a destiempo.
Conforme crecían las protestas nacionales y el extrañamiento internacional acerca de los 43 estudiantes desaparecidos y seis más asesinados por policías y sicarios, el gobierno mexicano quiso reducir el impacto de los hechos y ubicarlos como algo aislado.
Y un diplomático mexicano explicó de cara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: “hay desafíos inmensos, sin duda alguna, pero no hay una política de Estado de violación de derechos humanos”. El alegato pasa por alto que los delitos se cometen por comisión o por omisión, y el Estado mexicano, que encabeza el gobierno actual, desestimó actuar en tiempo y forma para evitar el quebranto de la ley por parte de un gobierno municipal, al que se le atribuye la responsabilidad de los hechos.
Por lo tanto, sí persiste un Estado y gobiernos omisos que incumplen la Constitución. Aunque no haya un política de violación de derechos humanos, sí existen y se toleran prácticas sistémicas de violación de derechos humanos, como han regisrado organismos nacionales e internacionales. Allí esta la razón por la que protestan personas y multitudes contra la barbarie normalizada. Preguntar por qué la gente no protesta contra los criminales, resulta un disparate interesado: se quiere desviar la atención de lo primordial.
La detención del ex presidente municipal de Iguala José Luis Abarca y la de su mujer María de los Ángeles Pineda permitirán continuar con la investigación que se espera esclarecerá, en primer lugar, quién ordenó secuestrar y desaparecer a los estudiantes y quiénes participaron en los hechos. Al primero se le acusa del asesinato, en 2013, del activista social Arturo Hernández Cardona y de sus compañeros Ángel Román Ramírez y Félix Rafael Balderas Román, así como de dirigir a la banda criminal Guerreros Unidos junto con Pineda.
La fiscalía federal anunció el hallazgo de dos bolsas con cenizas y restos óseos (con los cuales se dice será difícil identificar a quién pertenecieron) que estaban en un basurero a 22 kilómetros de Iguala, e informó a los familiares de las víctimas. Estos se niegan a aceptar la versión oficial. De acuerdo con los testimonios registrados, los estudiantes fueron entregados por policías a los miembros de Guerreros Unidos, quienes terminaron de asesinar a los sobrevivientes (algunos murieron por asfixia en el traslado) y luego quemaron los cuerpos.
La información acerca de los hechos ya estaba en manos del gobierno federal desde el primer momento. Varios testigos aseguran la presencia de militares y policías estatales y federales durante la jornada violenta. Más de un mes después, se ha anunciado tal hallazgo: en medios de inteligencia circuló incluso desde días atrás una video-grabación en la que constan imágenes de la matanza.
Con el pretexto de darse tiempo para realizar la pesquisa, el gobierno federal manipuló la propia investigación y demoró en dar a conocer la información del caso, mientras se engañaba a las familias de las víctimas y a la opinión pública con una supuesta búsqueda por “cielo, mar y tierra”, o mediante vehículos aéreos no tripulados (drones), cuando ya se tenía conocimiento del sitio de las ejecuciones y los detalles al respecto.
Asimismo, se simuló la detención de Abarca y Pineda en un lugar distinto del que ocurrió en realidad (el estado de Veracruz) para realzar la adscripción de ambos al Partido de la Revolución Democrática (PRD) y así sacar provecho del sesgo inculpador de tipo ideológico-electoral.
La especulación con el dolor ajeno, el manejo de la crisis institucional a través de propaganda fallida (a pesar de que los medios de comunicación internacionales ya han condenado al gobierno mexicano), además de los deslindes y acusaciones partidarias, sólo hablan otra vez de la ausencia de un Estado de derecho en México.
Aquella ministra de la Suprema Corte, al igual que muchos funcionarios, políticos y voceros pro-gubernamentales viven en la irrealidad del formalismo, la negligencia y el interés más condenables.