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Mientras tantoLa impostora - Crónica del estreno de 'Los impostores' en la Cuarta...

La impostora – Crónica del estreno de ‘Los impostores’ en la Cuarta Pared


 

Cuando le dije al señor guau que hubiera sido un buen cronista social de Oviedo, estaba tanteando por algún rincón de mi cabeza, en busca de aquella referencia. ¿Por qué de allí? ¿Por qué la pequeña ciudad resplandeciente? Porque hacía años, recordaba, había leído una  necrológica sobre una cronista social de Oviedo, y me había dejado intrigada. Mercedes Cabal Valero se llamaba. Hija de periodistas y consagrada desde hacía casi noventa años a explicar la cara, llamémosla amable, aunque nos estamos entendiendo, de lo que acontecía entre unas cuantas familias. Bautizos, comuniones, puestas de largo, bodas y funerales. Me imagino el estilo, primoroso como las pastelerías donde meriendan esas señoras del norte. Una sucesión de estampas, buen tono, buen gusto. Algo asombroso para aquellos que residimos en el nivel madrileño, donde la basura se desmenuza por las calles y le tensión pega carteles y reparte flyers sin tregua.

 

Un rincón de Oviedo

Un rincón de Oviedo


Unos días después de la sugerencia que espontáneamente lancé al señor guau, estuve buscando en internet aquella necrológica. La encontré, claro; El País, año 2007, un día de septiembre. Se la envié al señor guau. Él aprovechó para volver la sugerencia hacia mí y me dijo que yo también debía hacer crónica social, como él; asistir a los estrenos y dar cuenta de las novedades que acontecen entre las familias teatrales. Yo iba esa misma tarde al estreno de Los impostores, de una compañía canaria (República Teatro), en la Cuarta Pared. El señor guau insistió: Vaya usted, vaya usted, cuéntenos quién estuvo y qué dijo y por qué brindaron todos ustedes. Y en realidad no lo hice por el señor guau, sino por el espectro de Mercedes Cabal Valero, que había reaparecido después de tantos años para reavivar en mí esa mezcla de fascinación e incredulidad. ¿Cómo se puede servir con tanta devoción a ese espejismo llamado Oviedo (no puedo evitar creerla así, es que me gusta mucho La Regenta y empieza con aquello de la heroica ciudad y la siesta y a partir de ahí das por cierto absolutamente todo), entre puntillas de bebé y tartas nupciales y ramitos de violetas, década tras década? Hija, me digo a mí misma, pues igual que tú te empeñas en corresponder a invitaciones, en dar dos besos a todo dios a la entrada del teatro, en mantener chispeantes conversaciones con el vasito de fanta en la mano. ¡Por el afecto, por el afecto nada más! El teatro también es una hoguera, empezó siéndolo literalmente y ahora simplemente ha evolucionado, de hoguera ha pasado a ser una sala con calefacción y un montón de cuerpos entrechocándose y arrojando lágrimas, bocanadas de oxígeno, bostezos, carcajadas. En el libro El sacrificio como acto poético, de Angélica Liddell, recientemente editado por Continta Me Tienes, nuestra admirada Liddell dice: “No voy apenas al teatro. Si tengo tiempo veo alguna obra en los festivales donde trabajo, pero nada más. En Madrid ni se me ocurre ir. Hay demasiada gente a la que detesto en el patio de butacas”. Yo una vez me crucé con ella en la Cuarta Pared. Iba acompañada de un amigo común, y cuando le saludé, a él, de lejos, y exclamé su nombre, ella apretó el paso y siguió directa hacia la sala, horrorizada ante la idea de que pudieran presentarnos, fuera quien fuera yo. Así las cosas, comprendió que era imposible asistir a la Cuarta Pared y no enredarse en los seres humanos que nos acumulamos en su vestíbulo como escollos. Y el pasado martes tampoco fue una excepción. Dos besos, dos besos, dos besos, un abrazo, una palmada en la espalda, un pellizco en el brazo. Cómo estás, cómo estás, cuándo estrenáis, qué tal en aquel festival, weah! (que diría Julio Iglesias). No me da la gana de recitarle al señor guau quién asistió a aquel estreno (está bien, a ver, el señor Bernal, el señor Rosales, el señor Sanchis Sinisterra, la señora Blasco, la señora Velasco, el señor Ortiz de Gondra, el señor Moreno, el señor Martínez; por supuesto el señor Yagüe y por supuesto los señores Bazo, dramaturgos del texto estrenado). Tuve la fortuna de sentarme junto a uno de los señores Bazo, que iba susurrándome claves para el mejor aprovechamiento del espectáculo; una especie de versión comentada, como en los dvds. El señor Bazo y su esposa tienen los ojitos moraos porque son padres primerizos y no duermen bien. Este tipo de hechos me interesan últimamente. También le pedí a la señora Blasco que me enseñara fotos de su hija. Qué os parece. Mercedes Cabal Valero, cronista social de Oviedo, no se engañaba: danzar para pedir una buena cosecha, y calentarse. Para eso habíamos venido.

 

Folguera


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