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Mientras tantoUn delgado círculo rojo en el agua

Un delgado círculo rojo en el agua


 

Lo que va desde la internada por la banda de Cristiano en la Rosaleda, como un florista que se adentrase en un bosque de espinas sin importarle el dolor con tal de cortar el ramo al que Benzema puso el lazo con su coreografía pasmosa y efímera de cuchillo, hasta la muerte del hincha del Deportivo en Madrid es el camino que conduce a la fealdad desde la belleza como aquella carretera de ‘El Gran Gatsby’ que unía el paraíso de East Egg con Nueva York, deteniéndose en el “valle de cenizas” donde los ojos del doctor T. J. Eckleburg seguían “meditando tristemente sobre el solemne muladar”.

 

No fue el partido del sábado para escribirlo en soneto, pero no todos los días el fútbol (ni siquiera el de este Madrid) sugiere versos, aunque este equipo casi siempre deje coletazos, acaso tercetos, o simplemente pareados que incluso puedan terminar con la contundencia, la grandeza de una obra magna con un final como el de Bale, cuyas zancadas son las líneas que anticipan la alegría de un niño que revive en su mente, una vez tras otra,  durante toda su semana colegial el momento mágico del gol como si él mismo fuera Gareth, ese galés (y del Madrid) orgulloso como aquellos compatriotas de Ffynnon Garw que hicieron de una colina su montaña.

 

La cita salvaje de los hinchas recuerda a aquella de los ‘Rebeldes’ de S.E. Hinton y Coppola en la que un “dandi” muere acuchillado a manos de un “greasy”. Pero no había adolescencia a la ribera del Manzanares sino brutalidad adulta. Uno, de adolescente, sentía cierta empatía por el fondo sur porque conocía a algunos que contaban hazañas, como justas emocionantes, que luego resultaron ser falsas. Uno era afín, o lo que fuera aquello, a aquel cuento como los jóvenes del Este fantaseaban con las novelas de los forajidos del Oeste, donde se les presentaba como héroes románticos.

 

Nada sabía al principio de la negritud, ni siquiera podía imaginarla sumido en el inevitable aturdimiento juvenil, que aquellos cánticos y aquellos usos ocultaban. Aquí el único romanticismo es el de la gloria del triunfo o el honor en la derrota, la poesía, el pundonor y la afición de los amigos y de las familias, que está allí, separado como las islas que rodean Manhattan de toda esa mugre del valle ceniciento de los radicales, donde “siluetas de hombres grises se mueven apagadamente, desmoronándose a través de la polvorienta atmósfera”.

 

El otro día los aledaños del Calderón hasta parecían el Londres de Jack el Destripador. La policía recogiendo los cuerpos, la lluvia y la niebla y los carniceros atizados por una política de inframundo, que luego van y llenan las gradas del Covent Garden para ver y escuchar ópera.

 

Hay que hacer lo posible por cortar ese camino que une la belleza del fútbol con su fealdad más extrema, esa desfiguración que es como recorrer aquella carretera en sentido inverso (mientras el doctor T. J. Eckleburgh “sigue meditando tristemente sobre el solemne muladar”)  para que Wilson mate al pobre Gatsby en medio de la confusión,  en vez de disfrutar de los placeres de East Egg, la isla que se eleva sobre la balsa del Long Island Sound, como el Real Madrid sobre Concha Espina, donde los vestidos blancos de Daisy Buchanan y Jordan Baker se agitan y revolotean.

 

Publicado en ‘El Minuto 7’.

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