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Mientras tantoHasta que llegue Ringo Starr

Hasta que llegue Ringo Starr


 

La génesis de Podemos, del grupo, le trae a uno reminiscencias del rock. Quizá por ello puedan contar con los votos festivaleros, decenas de miles de campistas viajeros siguiendo el canto de sus sirenas, sumando así un nuevo sector de la población afín a ese empeño suyo monumental por el que uno les ve amarrando ciudades y circunscripciones y lobbys como los jóvenes demócratas en campaña que rodeaban a Cybill Sheperd en aquella oficina neoyorquina que vigilaba Robert de Niro, el Taxi Driver que también se proponía barrer las calles.

 

En él había otra papeleta segura que hubiera ido a parar al saco (a los de Podemos uno los ve más de saco que de urna) de ese hombre temible que son para tantos y que cada vez, por el énfasis que le están dando a la presentación como si se tratase de vender aquel caballo derrengado de ‘El villorrio’ de Faulkner, llevan más adentro.

 

Se decía lo de las reminiscencias, después de tanta subordinación, porque uno les ve como a los Beatles salidos de su Cavern universitaria, unidos casi por azar, como respondiendo a un anuncio clavado en el tablón como el que un día puso en un colegio de Dublín Larry Mullen Jr., y de eso ya va para cuarenta años, casi como del internamiento en Sierra Maestra.

 

A Errejón, que recuerda a Milhouse con el peinado de Bart, al que uno ve poniendo ese anuncio a hurtadillas como el novato de instituto americano que aún no ha dado el estirón (mucho antes de dedicarse a la desmercantilización de la vivienda), le pega la guitarra de George Harrison y a Monedero, con su aspecto sacerdotal de confesor (viene a decir Gistau en un artículo perfecto), el bajo, un bajo tan sonoro como el de los Joy Division, que da inicio a las canciones que luego interpreta Iglesias, el líder carismático.

 

Envidia da imaginar cómo lo deben de estar pasando en estas primeras giras que son como aquellas de Hamburgo en las que, a pesar de las groupies, John Lennon se enamoraba de Stuart Sutcliffe como se enamoran Pablo, Íñigo y Juan Carlos a juzgar por esos abrazos públicos que a uno le confunden; y así, dónde se había visto un mitin, de repente aparece Jarcha: libertad sin ira, libertad.

 

Juan Carlos ha rejuvenecido tanto en estos meses (casi como su tocayo el Rey, que se ve estupendo en el cuadro) que podría estar arrepintiéndose de tanto bolivarismo, con lo mucho y bien que se triunfa, y de Cuatro en Cuatro, aunque sea cantando “El pueblo unido jamás será vencido” y hasta que llegue Ringo Starr.

 

Porque el bolivarismo en esta tesitura tiene que pesarles ahora como un difunto, un lastre para la empresa final, incluso literalmente. Tan callados, tan desconocidos, se diría que hasta perdidos intentando hacerse cuerpo en un programa que va convirtiéndose en un planeta en órbita, casi una galaxia mientras tratan de soltarse esos perros pequeños y latosos que copulan con sus pantorrillas como si se los hubieran echado encima sus burguesas propietarias.

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