En mi principio está mi fin, dice el conocido verso de T. S. Eliot.
En mi principio está también una imagen que llevaba días desvelándome, no por trascendental —a diferencia de muchos colegas escritores, me jacto de creer que cuanto diga y piense, peor aún, que escriba, es irrelevante— sino por mera prueba incidental.
Me refiero a una fotografía de Claudio Magris, la misma que aparece en las tempranas ediciones en español de El Danubio, Otro mar y Conjeturas sobre un sable. Se trata de una fotografía que, retocada y montada a manera de collage, sirvió como portada del suplemento Semanal del diario mexicano La Jornada. Estoy hablando de un domingo, 5 de mayo del año 1991 para más señas. Apareció entonces una larga entrevista con Cladio Magris. Esa fue la primera vez que escuché —o leí— hablar de Magris. En aquel domingo de hace mil años publiqué por primera vez y ví mi nombre impreso —aunque pasaron semanas, tal vez un par de meses para que yo recibiera un ejemplar, pues vivía lejos de Comala City, sobra decir que no había internet y lo más cercano a las comunicaciones instantáneas eran aquellos aparatos del pleistoceno informático, el fax, que hasta donde sé, solamente Javier Marías sigue utilizando para enviar su columna dominical a la redacción de El País.
Roger Bartra dirigía a la sazón el suplemento cultural del principal diario de lo que todavía podía llamarse la izquierda mexicana, no las mafias políticas y criminales indistinguibles actualmente de otras asociaciones y signos políticos. La generosidad de Bartra, manifiesta en publicarme siendo yo un adolescente, se prolongó mucho tiempo después, cuando aceptó con la paciencia y tolerancia dignas de un Erasmo, dirigir mis estudios doctorales.
En mi principio está mi fin, y a la fecha, pasados más años de los que uno está dispuesto a contar, no importa más que va primero, si el fin o el principio.
Supongo que importa, acaso, lo que sigue ahí después de tanto tiempo, importa aquello que, como en la canción de Bruce Springsteen, se mantuvo de pie, junto a ti, después de atravesar la tormenta.
El principio vuelve a importar cuando encarna en Claudio Magris, quien más que merecidamente obtuvo hace unos días el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Hace apenas un par de días, un periódico de Comala City —ahora importa un cacahuate si un diario es de tal o cual filiación política, aunque sé y conozco gente que vive en el desvelo y la paranoia por tonterías semejantes— presentaba en una esquina de su primera plana una declaración del escritor triestino que resaltaba del resto de los titulares: “Estamos viviendo la cuarta guerra mundial”.
Ignoro la reacción de los lectores del diario en cuestión a una declaración de semejante calibre, pero a mí me pareció no sólo provocadora, sino acertada como el dardo que pega en el centro de uno de esos tableros que cuelgan al interior de los cafés, como el San Marco, que el propio Magris ha mitificado y desmitificado en su obra literaria.
Me parece que en la entrevista de marras, Magris incluso se queda corto al referirse a los conflictos que, en su concepción, convocan a hablar de una cuarta guerra mundial (la tercera fue la Guerra Fría): México, Medio Oriente, Siria… Empero, el tipo de conflictos que Magris tiene en mente —me refiero a las nuevas barreras que enfrentan todos los días quienes intentan migrar, al rechazo a la condición y vivencia de la extranjería, a la desigualdad como suerte de condición natural de hombres y mujeres, a las múltiples barreras impuestas a las minorías y los marginados, a la corrupción política desatada, a la emergencia de las sociedades del riesgo, a las nuevas modalidades del genocidio y el uso de la tecnología parta fines de control, a la marginación y la exclusión social ejercida desde el Estado mismo— lo coloca, y no es que no estuviera antes, en la línea de escritores y agudos observadores de fenómenos dislocadores del cuerpo social como Benjamin, George Simmel, Ernst Jünger, Max Weber, Elias Canetti, Michel Foucault, Harald Welzer, Giorgo Agambem, Löic Wacquant, Nikos Papastergiadis, Sergio González Rodríguez, Judith Butler, Ulrich Beck, Massimo Cacciari, entre otros.
Nada, sin embargo, ninguna falta se le puede reprochar a Magris, muy probablemente el último —o uno entre los poquísimos y auténticos que aún quedan— hombre de letras universal, europeo, sin pertenencias exclusivas, o si acaso, el elusivo portador de una identidad de fronteras, condición acerca de la cual él mismo indaga en el espléndido, monumental y erudito estudio que realizó con el profesor de la universidad de Pavía, Angelo Lara, acerca de su ciudad natal, Trieste. Un’identità di frontera.
Con ello, me refiero también a uno de los intelectuales cuyo carácter e identidad elusivos conforman el último puente entre el mundo de ayer y el mundo de hoy. En la fisionomía e historia contemporáneas de la actual Trieste, Magris ha sabido prolongar los mitos y significados de los escritores e iconos culturales, políticos, sociales, incluidos los jurídicos, de la Viena finisecular. Desde la promulgación del decreto de Carlos VI que la convirtió en un puerto franco, Trieste es trastocada, minada desde dentro por la modernidad líquida que está prefigurada en la obra de sus más insignes representantes —es célebre la frase de Musil en El hombre sin atributos: “La verdadera Austria abarcaba todo el mundo”—y que sigue derramándose hasta el siglo XXI gracias a la laboriosa, cuidada y perseverante tarea iniciada entre los años 1959 y 1962, cuando el entonces estudiante de doctorado de la universidad de Turín escribe su prolífica tesis, “Il mito absburgico nella letteratura austriaca moderna”, y que se extiende con cada artículo periodístico aparecido en el Corriere della Sera, los cuales constituyen en sí mismos una literatura, lo mismo con cada ensayo erudito y con cada novela publicados.
Escribir a partir de la condición triestina no es cosa fácil, supone hablar desde la dislocación —un gesto semejante a correr sin moverse— y —cuando es tomada en serio, no como estúpida moda— desde la avasallante multinacionalidad cultural.
“Trieste –escribe Magris hacia 1982– es un compendio del Imperio, está hecha de contrastes y perece con cada solución unívoca de éstos, pero, actuando en su propio menoscabo con heroísmo y ambigüedad, contribuye a esa solución, vale decir, a su declive; vive del conflicto entre su significado histórico-económico, que persigue la separación del Imperio y el fin de su propia peculiaridad.” Y se aventura a especular, casi de manera admonitoria en términos del mundo-consumo de la globalización y de las sociedades del riesgo actuales: “Esta ajenidad, tan difícil de abordar pese a lo mucho que se ha dicho de ella es la que ha conferido a Trieste, y en especial a su literatura, su significado ejemplar, su valor de modelo en un mundo abocado al extrañamiento creciente.”
Desde la ya mencionada tesis doctoral hasta la colosal y erudita obra, L’anello di Clarisse. Grande stile e nichilismo nella letteratura moderna (1984), Magris se ha dedicado a rastrear las huellas de esos autores del integrador y a la vez centrípeto imperio austrohúngaro y de la Mitteleuropa —Roth, Zweig, Musil, Broch, Franz Werfel, Heimito von Doderer, Gregor von Rezzori, Walser, Svevo desde luego— en cuyas contradicciones encuentra pleno sentido: de vida, de la experiencia del viaje, de la lectura y de la escritura mismas.
Como pocos escritores, Magris ha sido capaz de traer de nueva cuenta viejas y dramáticas historias con el doble propósito de retratar, una vez más, las recurrentes y alucinantes realidades del mundo, y la complicadísima relación que hay entre literatura y ley; por ejemplo en su novela A ciegas, en la cual relata —como él mismo describe, “de modo roto, fracturado, aglutinante y disperso que haga sentir cómo fue ese hecho”— el periplo de los férreos e infortunados revolucionarios comunistas que combatieron al nazismo para después terminar ellos mismos siendo acusados de traición y deportados al gulag yugoeslavo al advenir el rompimiento entre Tito y Stalin.
En la obra de ficción de Magris, y en buena medida también en sus ensayos y artículos de periódico, se vuelve a poner en tensión el viejo conflicto entre Antígona y Creonte; es decir, entre el derecho y las leyes no escritas de los dioses. En palabras de Magris: “Existe una dramática peripecia novelesca inmanente en la aventura jurídica, que se asemeja en algunos aspectos a la odisea de la novela moderna teorizada por Hegel y más adelante por Lukács, Luego del fin del epos, en el cual el sentido de la vida estaba presente en la realidad, la novela se ve obligada a ir a la búsqueda de este sentido perdido, sin encontrarlo […] La literatura —que debe obedecer a su naturaleza irresponsable y exenta de deberes morales y obediencia a códigos— revela así su profunda contradictoria esencia moral; enemiga de la ley abstracta y descarnada, ella es una encarnación de la ley.”
En última instancia, como señaló Claudio Magris en una conversación con Mario Vargas Llosa en el Instituto Italiano de Cultura de Lima en diciembre de 2009 y que ahora se publica con el acertado título de La literatura es mi venganza, la literatura es “rebelión contra el orden y la creación, un orden de tantas sociedades y muchas veces del mundo, una rebelión en la cual es posible ser también perdedores.”
Mientras transcribía estas frases de Magris, murió en Comala City el escritor y periodista Vicente Leñero, quien famosamente encaró al gremio literario una noche de octubre de 1965 en el Palacio de Bellas Artes, echándole en cara su triste naturaleza, una tribu de espíritus unánimes y advenedizos a la cual arrojó una pregunta en forma de afirmación que nadie respondió: “¡Qué demonios significa llegar!”
Por eso hablo Magris y de los últimos intelectuales —un poco a la manera en que Cioran se refirió a Borges, en una carta a Savater datada el 10 de diciembre de 1976, como el último caballero, “ni en Francia ni en Inglaterra encuentro a alguien con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo bien el vicio en tanto que, en materia de arte y reflexión, todo aquello que no se torna en fervor un poco perverso es sólo superficial, es decir irreal.”
Por eso no puedo hablar, incluso en el espeso clima de tensión social que impera en Comala City, a favor de los irreales, de los que “llegaron”, de los escritores que se dicen atormentados por la violencia que ha incendiado al país y que para aportar su supuesto gramo de indignación, te embuten otra narco-novela más, el género literario que más réditos deja a sus autores, lo mismo en términos éticos que, supongo, económicos —ir a la librería se ha vuelto un deporte de alto rendimiento: hay que tirar largas brazadas entre pilas de narco-novelas para llegar a algún lado.
Un caso reciente, es decir de ayer porque mañana mismo estará a la venta la nueva narco-novela del momento, parte de la sesuda pregunta “¿Qué daña más a una sociedad, las transgresiones a la moral privada o a la moral cívica?”. Su autor, un valiente que no soporta la soberbia de los intelectuales (si tú, improbable lector, quieres conocer este caso extremo en el que se entremezcla la paranoia clínica, el chovinismo extremo y la idiotez repetidora de clichés, haz click aquí), declaró a la prensa en ocasión del lanzamiento de su artefacto despierta-conciencias: “Sentía que no podía quedarme como las avestruces, con la cabeza hundida en la tierra, mientras ocurría a mi alrededor una tragedia o una psicosis de inseguridad, a mí me pareció que tenía que manifestar mi desasosiego”.
Curioso que, para como están las cosas en Comala City, yo me encuentre en las manifestaciones a antiguos profesores, antiguos alumnos, amigos que ya no lo son, mi terapeuta incluido. Jamás a un narco-novelista.
Cada quien es libre de cerrarle el paso a su desasosiego como le venga en gana. Yo leo y releo a Magris, con la mala fortuna de que mi desasosiego crece; crece ante el desierto que está dejando la violencia y el cambio civilizatorio en el cual, como ha señalado un intelectual al que nuestro narco-novelista tildaría además de “profesor” y “académico” como si la práctica del difícil arte de enseñar fuera un oprobio, me refiero a Zygmunt Bauman, la cultura ha dejado de ser un agente de cambio.
Leo y releo a Magris y de paso a los autores a los que ha dedicado su vida y su trayectoria académica. Musil, Kraus y Canetti me dicen más que veinte narco-novelistas. Qué fortuna la mía: tener donde meter la cabeza.