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La lota


 

Hay un cuentecito de Chéjov en el que, una mañana de verano, el carpintero Guerasím y su compañero, el jorobado Liubím, tratan de sacar del agua y bajo las raíces de un sauce una lota que se ha escondido entre ellas. El esfuerzo es enorme y ambos se mandan y discuten, azules del frío, sobre cómo deben atraparla.

 

Después de más de una hora infructuosa, pasa por allí el pastor Efímov, quien decide meterse en el río para ayudarles. Se oyen voces de hombres y de mujeres. El rebaño de Efímov, descuidado, se ha metido en el jardín del señor, Andrei Andreievich, y éste pregunta, irritado, qué están haciendo los carpinteros y el pastor ahí en el agua. “¿Una lota?, ¡pues sacadla deprisa!”, exclama.

 

La pesca continúa y el señor, impaciente, manda llamar a Vasili, el cochero, a quien ordena meterse en el río. Ni Guerasím, ni Liubím, ni Efímov, ni Vasili son capaces de sacar al pez de su escondrijo. El señor acaba por quitarse su bata de tela de Persia y por unirse a la partida, pero nada nuevo sucede.

 

Liubím resuelve que hay que talar el árbol y pide el hacha. Con el tronco medio cortado, doblándolo cuidadosamente, el señor siente el tacto de las agallas y por fin en la superficie aparece la gran cabeza de la lota. Todos la contemplan con admiración. Efímov calcula que pesará unas diez libras. “¿Has caído? ¡Aha!”, exclama Andrei Andreievich, cuando, de pronto, la lota hace un brusco movimiento y los pescadores oyen un fuerte chapuzón.

 

Uno ha visto un barómetro de valoración de candidatos en el que aparece Albert Rivera al frente seguido de Pablo Iglesias y de Pedrosench. Más allá se encuentran Rosa Díez y Mariano Rajoy. Es como si todos ellos formasen, exceptuando al primero (esa única esperanza, el John Connor al que hay que proteger para que nos salve de las máquinas)  la cuadrilla tragicómica de ‘La lota’ de Chéjov, jorobados, tuertos de boca torcida, soberbios y taimados.

 

Entre ellos discuten en el agua del parlamentarismo y de los medios en busca de su pez. Uno ve a Rosa decirle a Albert, destemplada: “¡Arrástrala por las agallas, arrástrala!”. “¿Pero, qué haces con el puño?”, antes de que entre en escena Pablo, el pastor con su lenguaje encantador: “¡Esperad muchachos, no la arrastréis en vano!”, y más tarde Pedro, el cochero, balbuceante: “Yo ahora mismo… yo ahora mismo, ¡eso lo haremos en un segundo!”, al que el señor, Mariano (quien a veces, por sus formas, parece que va por ahí con una bata de tela de Persia), obliga a zambullirse cada día en el Congreso sin excusas.

 

No hay manera de que saquen la lota a pesar del afán. La lota como el premio, el favor del pueblo que se les escurre entre las manos, se les resbala entre imprecaciones y golpes y mandatos. Han talado el árbol y lo han doblado para cogerla, para cogernos mientras movemos la cola para soltarnos. “¿Has caído? ¡Aha!”, dice el presidente creyendo quizá que sólo es un pobre animal atrapado, hasta que se oye “un fuerte chapuzón… Todos abren los brazos, pero ya es tarde: de la lota sólo queda el nombre”.

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