Últimamente varios cuates mexicanos me aseguran con cierto recelo que “México se está llenando de extranjeros”. Siempre les respondo lo mismo:
—Ojalá fuera cierto. Pero a México le faltan muchos años para eso.
—¿A poco quieres que nos vuelvan a conquistar? –me responden.
Entonces solemos caer en una conversación absurda que casi nunca llega a ningún lado, porque lo cierto es que en México cada vez hay más extranjeros, por lo que ellos perciben que hay una “invasión”. Pero también es cierto que aún hay muy pocos, poquísimos en comparación con casi cualquier ciudad europea y norteamericana mínimamente acostumbra a la inmigración.
Ahí va un dato: Se calcula que en todo México (de unos 119 millones de personas) hay alrededor de un millón y medio de extranjeros. No llega al 1% del total.
En España, donde la inmigración es fuerte pero relativamente reciente, hay más de 5 millones de extranjeros de un total de 46 millones de personas. Eso significa que un 12% de la gente viene de fuera (en Madrid, el 22% son extranjeros de unas 180 nacionalidades distintas). ¿De dónde vienen? Del norte y del sur. Del Este y del Oeste. Del primer mundo y del tercero. De todas las latitudes imaginables.
En Francia uno de cada cuatro habitantes es extranjero, alrededor de un 25%. Y los nacionalizados son más aún, entre ellos 5 millones de musulmanes. Cualquiera que camine por París notará la diferencia.
¿Cuáles son las consecuencias de que una ciudad se llene de extranjeros? ¿Racismo? ¿Fanatismo? ¿Violencia? No lo creo. Eso son hechos puntuales que casi siempre tienen que ver con la política, el nacionalismo o el fanatismo religioso, pero que a mi modo de ver no son representativos ni comunes en una ciudad multicultural.
Creo que las consecuencias más visibles y duraderas de la inmigración son el aumento de la diversidad, el mestizaje, las nuevas costumbres que casi siempre enriquecen a unos y a otros y la mayor oferta musical, cultural y gastronómica. En una ciudad llena de extranjeros hay más variedad, más tolerancia y más sabiduría. Y sin duda, hay más colores.
Eso es lo que más echo de menos del otro lado del charco. Mejor dicho, una de las pocas cosas que echo de menos. Esa diversidad que nos obliga a cambiar el chip, a ponernos en el lugar del otro y a aprender que el mundo es ancho y ajeno, que los países no pertenecen a nadie, que los nacionalismos chovinistas y los fanatismos son inventos medievales que solo nos dañan, nos dividen y nos hacen más estúpidos, que las ciudades son de quien vive en ellas, que Madrid es árabe, asiática y sudamericana (le pese a quien le pese) al igual que la Ciudad de México ya es medio yanqui y acabará siendo medio argentina, medio española y medio centroamericana. Y que todos aportan algo, vengan de donde vengan. Los claros y los oscuros. Los de arriba y los de abajo. Algunos europeos del norte pueden resultar gélidos, de acuerdo, pero no se puede negar que nos han enseñado a reciclar y a exigir limpieza, civismo y respeto a cada rato. Y no es poco. Hay quien dice que algunos árabes o sudamericanos son ruidosos, que ocupan las calles y que no saben beber, pero de algún modo resucitan la vida comunitaria en las grises ciudades europeas y nos recuerdan aquellos tiempos en los que los vecinos se reunían y cantaban y bailaban hasta el anochecer. Sin Whatsapp, sin Twitter y sin maldita tecnología.
Y todo eso, con todos los roces y problemas que conlleva, con los brotes puntuales de violencia racista y fanática, es lo mejor que puede pasarle a un país y a una ciudad: llenarse de costumbres lejanas, de comidas exóticas y de acentos extraños. Llenarse de colores.
Ojalá todas las ciudades se sigan llenando de colores.