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Mientras tantoInvierno en Madrid, ¿cómo carajo?

Invierno en Madrid, ¿cómo carajo?


 

 

Antes de que acabe febrero, de que el año se ponga en el disparadero como un trineo tirado por perros esquimales azuzados no solo por el cartero de la desdicha sino por una jauría de lobos que llevan una semana sin comer.

 

Gracias a una entrevista con la escritora Soledad Puértolas descubro la emisora KUSC de Los Ángeles y el ánimo, el frío traslúcido de esta mañana de invierno en Madrid, o una desazón inusitada porque los alhelíes que me vendieron en una floristería de la calle de Narváez no estaban tan prístinos como creía, lo cual me hace pensar que tal vez esté mas ciego de lo que pienso, me lleva a escuchar el Concierto para oboe número cinco de Ludwig Lebrun.

 

Abro el azar el inmenso tomo de 1.580 páginas de Hojas de hierba, de Walt Whitman, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg, traducido por Eduardo Moga, un libro que me llevaría sin duda en una travesía alrededor del mundo en un carguero, y leo:

 

La tierra se expande a derecha e izquierda,

el cuadro viviente: cada rincón con sus mejores luces,

la música que suena donde se desea, y que cesa donde no,

la voz alegre del camino público, el sentimiento fresco y gozoso del camino.

 

 

Libros, voces, compañeros de viaje, gritos en la noche, el azul magífico de un cielo, espejo de un frío capaz de matar con la dulzura de un amor que no piensa en las consecuencias. Es como un ritornello en el último libro de Martín Caparrós, El Hambre, que me recuerda, al menos en su ambición, en su rabia, en su lupa, en su precisión, a Elogiemos ahora a hombres famosos, de James Agee y Walker Evans. La sección, que vuelve como el ajo y la mala conciencia, se titula ‘(Palabras de la tribu)’, así, entre paréntesis, como una acotación brechtiana, y no figura ninguna vez en el índice. Como si el autor quisiera que el puñetazo llegara limpiamente a la mandíbula de cristal del lector. Son preguntas en cursiva, como ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?, o ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan?, o ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo?, o ¿Cómo carajo conseguimos vivir?, o ¿Cómo carajo conseguimos?, o ¿Cómo carajo?, o ¿Cómo? Transcribo la primera respuesta a la pregunta en la página 316 del libro que acaba de publicar Anagrama:

 

«Los budistas tailandeses no pueden romper huevos: su religión se lo prohibe. Los budistas tailandeses ricos los hacen romper por sus criados: así, los amos no son culpables porque no lo hicieron; los criados tampoco, porque obedecieron las órdenes de sus amos.

              El mundo, a veces –decía aquel–, es un huevo que siempre romperá otro».

 

Habría, me dicen, que escribir más breve para que se lea lo que escribes. Habría que escribir más breve. Habría que escribir. Habría.

 

Yo me alimento de periódicos, pero no solo. De vez en cuando vuelvo a la selva. Y no me refiero a la selva de la ciudad. Ni a la selva concreta de los periódicos. Quiero decir la selva literal, que echo de menos. ¿Dónde te gustaría estar ahora mismo? Aquí. ¿Y esta tarde? Aquí. ¿Y esta noche? Aquí, sentado a esta mesa, a este pupitre, frente al mar azul de hielo de Madrid, delante de mi computadora (como dicen los latinos), de mis cuadernos azules, de mi ejemplar de Hojas de hierba, de mi ejemplar de El Hambre, de mis periódicos de ayer y de hoy. ¿Y mañana? En un tren camino de Monção, que por cierto ya no tiene estación de ferrocarril. Y luego, después de una semana de lecturas y paseos, coger un tren a Oporto, o a Lisboa, en busca de un carguero que baje por el Atlántico. ¿Y dentro de un mes? Adentrarme otra vez en el Congo, pero esta vez a través del río. Y preguntar, como hace Caparrós en Chicago, por los estragos concretos de la especulación de la bolsa de commodities, es decir, de los cereales, del cacao, del café… en la vida de los habitantes de Congo, Ruanda, Burundi, Zambia… Y buscar a las cuadrillas de chinos que están cambiando la textura de África, y perderme, perderme una buena temporada de la selva de los periódicos para internarme en la selva de la realidad, con mi ejemplar de Hojas de hierba, y mi ejemplar de El Hambre, y mi ejemplar de Elogiemos ahora a hombres famosos, y mis cuadernos azules, y mi computadora.

 

 

Porque me alimento de periódicos, leo: «Yo estaba en Abc en aquella época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime Gil». Jaime Gil era Jaime Gil de Biedma, era 8 de enero de 1990, y el autor de Las personas del verbo («por encima de todo/ contra todo/ y contra mí de nuevo») acababa de morir. Se refería el poeta, escribe el autor de Canción de aniversario, a «aquella fabulosa resolución de ser feliz». Y continúa el cronista, que es por cierto mi amigo Marcos Ordóñez: «Estaba triste y al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran encargado a mí. (…) Escribí el artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por primeva vez Las personas del verbo»: «Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris; anochece. Relumbra aquella alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, ‘flamantes como un pájaro exótico’ en una esquina del año malo».

 

Invierno en Madrid, me digo. La mañana avanza inexorable, como la luz, los cargueros soltando amarras, Chopin en los dedos de Maurizio Pollini desde una emisora de radio en California, el frío del río lamiendo las costras de la noche, sombras de acacias desnudas contra un muro de ladrillo. ¿Cómo carajo? ¿Para qué sirven los periódicos?

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