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Mientras tantoNueva York 9: en un mundo ártico

Nueva York 9: en un mundo ártico

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Siempre me consideré especial, asumiendo que especial no es sinónimo de bueno, sino de inusual. Y no tan especial como para ser alcalde pero sí como para volver a Nueva York en un invierno que es el más frío de los últimos cincuenta años. De la misma manera aseguro que si visitara Laponia en agosto la ola de calor nos obligaría a transitar en tanga por sus bálticas calles. O que si llegara a elegir Hokkaido como residencia habitual un terremoto arrasaría media isla, conmigo dentro, dándole a la tecla.

 

Me estoy adaptando bien al medio. Con temperaturas que oscilan entre los –18 y los tres bajo cero; con las calles nevadas y el asfalto como si en realidad fuera barro; y con los numerosísimos y obligados cambios de calles y avenidas teniéndolos que realizar con los ojos bien abiertos, los pies pisando fuerte, y una lentitud desesperante. O sea: como si cargara con problemas psicomotrices evidentes. A todo esto no traje mucha ropa, pensando en la veintena de libros que me tengo que llevar. Y voy conjuntado de manera parecida a los vagabundos, elevándome sobre las modas y apariencias.

 

Hoy, y no por mantener la línea sino la norma, paseé entre avenidas y calles, jugándome el tipo, embarrando zonas nobles de mis zapatos, sólo por saber qué está ocurriendo en una ciudad que en febrero parece la cámara frigorífica que ustedes prefieran. De todas formas, en la eterna confrontación que se genera en mi cabeza creyéndome que allí abajo están pasando lista, convivo con ellos, transito sin destino, con el New York Times bajo el brazo –a veces imagino que la secreta me sigue asumiendo que debo ser un terrorista– y las dos manos escondidas en los bolsillos de un chaquetón que en más de una ocasión ha estado a punto de ni siquiera valerme, cediendo ante un frío incesante.

 

Cuando me asusto –había salido sin dinero, sin la tarjeta del metro y comenzaba a no saber por dónde andaba– reculo, siempre por otras calles, mirando a los ojos a todas las que se cruzan –a veces también a ellos–, en una especie de concurso basado en saber quién es el primero que retira la mirada. Unos obreros me ganaron. La rubia de la felpa perdió.

 

Antes de volver a casa me detengo en el Nicola’s, una tienda minúscula que ofrece todo tipo de manjares. Allí compro chapatas, aceite de oliva extra virgen, pasta, parmesano real y recién rallado, y el mejor café para uno que lo tenía prohibido: un Lavazza americanizado; que los cafés cortos de máquina son, aparte de un deleite, un disparo a mi línea de flotación.

 

El portero me saluda, una señora que sale del ascensor no, y al llegar al apartamento los gatos de la dueña me reciben como las modelos que agasajan al ciclista que cruzó en primer lugar la línea de meta en la etapa reina. Luego me acuerdo que no he abierto el New York Times y le doy una ojeada. Si no, aún mantengo casi virgen el The New Yorker, que cumple esta semana su 90 aniversario. Aunque, a decir verdad, desde hace 48 horas es la tercera edición de ‘La ciudad’, de Karmelo C. Iribarren, lo que me mantiene en vilo. Alta poesía de un tipo que compone más que escribe. Para muestra este botón. Brutal.

 

PARA ESTO SIRVE LA GLORIA (Frente al busto de Baroja)

 

Para que te caguen

 

las palomas

 

encima,

 

y te meen los perros

 

debajo,

 

 

y tú

 

te tengas que quedar

 

ahí,

 

sin despegar

 

los labios,

 

 

porque ya

 

has dicho todo

 

lo que tenías

 

que decir.

 

 

Y un Haiku de mi cosecha titulado ‘Febrero en Manhattan’.

 

Tercera Avenida

 

Segunda Avenida

 

Primera gripe.

 

El pan del Nicola’s es la hostia. Porque por mucho que crezca el mundo, basándose en baremos económicos penosos, el amor propio de no pocos países mediterráneos permite que tras una nevada copiosa uno sea capaz de encontrar, a la vuelta de la esquina, manjares con los que se vive más que se sobrevive.

 

Este frío ártico, polar, según los medios, me está permitiendo dormir siete horas nocturnas y dos diurnas, un milagro sin explicación cuando en Camboya duermo seis, a veces cuatro. Además, escribo el triple, leo el doble y paseo sin sudar. Si esto sigue así acabaré pidiendo asilo político en Washington. Por lo pronto en el cuarto de las lavadoras y secadoras sito en el sótano del edificio de apartamentos que me acoge –versión moderna de los antiguos lavaderos de los pueblos– encuentro más literatura que en algunos bares. Todos mostrándose sus ropas interiores, sin pudor, mientras se conversa fríamente: lo máximo.

 

 

 

Joaquín Campos, 17/02/15, Nueva York.

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