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Mientras tantoTeatros para oler (I)

Teatros para oler (I)


 

¿A qué huelen los teatros? Fíjense que no digo ‘el teatro’, sino ‘los’, porque soy fiel a Folguera, y si era necesario el plural para los teatros que se comen, también lo será para los que se huelen. Así que ¿a qué huelen los teatros?

 

No estamos en época de muchas experimentaciones con el olor dentro de los espectáculos, como se hizo en otro tiempo, pero sin embargo sí hay olores que impregnan las salas a las que asistimos a ver teatro. En estas últimas semanas me ha dado por pensar mucho en los aromas que llegan a nuestras narices durante las obras. Que nadie se asuste: no hablo de vecinos de butaca desagradables, ni de suciedad bajo las gradas… sino del olor de las cosas que pasan en escena. Hablo, por ejemplo, de aquel riquísimo arroz negro que hace años cocinaba Els Joglars en La increíble historia del Dr. Floit i Mr. Pla, cuyo olor subía hacia el gallinero del Teatro Albéniz y calentaba (¡y hasta alimentaba!) a las gallinas que allí se reunían.

 

 

Últimamente, en cambio, estoy teniendo que enfrentarme a un olor no tan agradable, que se está haciendo común en nuestros teatros: el de los cigarrillos sin tabaco ni nicotina ni nada, que de tan políticamente correctos que son, dejan un olor con el que se te acaba atragantando el espectáculo entero. Ya se sabe: en un recinto público cerrado no se puede fumar, así que la solución son esos cigarrillos… tan legales, tan limpios y con ese olor tan raro.

 

Recuerdo especialmente los que se fumaban en dos de las últimas obras de gran formato presentadas en el Centro Dramático Nacional. No en esa en la que un actor se dedicaba a ahumar insiténtemente de incienso a las primeras filas del público (qué suerte que nosotros siempre vamos al Gallinero), aunque de esa también se podría hablar en otro momento.

 

 

Me refiero a los dos espectáculos programados simultáneamente (uno en el María Guerrero, otro en el Valle-Inclán) para advertir a la población madrileña del peligro de los totalitarismos. En ambas se fumaban cigarrillos ‘falsos’, y de las dos salí con el mismo mal sabor… de nariz.

 

No es que se pasaran toda la función fumando, claro, pero la sensación al abandonar el teatro seguía siendo la misma que la del olor de esos cigarrillos: demasiado legal, demasiado correcto, demasiado falso, demasiado maloliente. Y no, no es que los totalitarismos olieran mal (eso más o menos podíamos imaginarlo todos); lo que olía mal era el didactismo y el maniqueismo, la previsibilidad y el buenismo moral… el de los cigarrillos, claro. ‘Aquí no se fuma tabaco del malo’, parecían decirnos, ‘aquí tenemos muy claro qué es lo bueno y lo malo para la salud’.

 

 

En fin, no sé qué piensan ustedes, quizá sea porque es año electoral para las tabacaleras, o quizá sea mi pituitaria la que anda mal. El caso es que, aprovechando que los azares de mi nacionalidad me llevan a veces a otras latitudes, ahora mismo estoy respirando aire puro por los Alpes, a ver si se me aclaran las ideas. Eso sí, ayer me metí a un teatro a ver una obra y… ¡sorpresa! ¡También se fumaban cigarrillos! Un actor congolés nos contaba punto por punto las dificultades de sacar adelante un festival de teatro allá en su país, después de haber sobrevivido a tres guerras civiles y haber tenido que luchar contra el desprecio hacia el teatro por parte de sus compatriotas… Sus cigarrillos eran de verdad, claro. Con nicotina y todo.

 

 

Vera Yobardé

@verayobarde

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