
La farola es como un centinela enfermo de malaria
insiste
me interpela cuando levanto los ojos del cadáver de mí mismo
porque sigue ahí impávida
toda la noche
entre hielos capaces de estrujar el casco del Endurance
y de poner la piel de gallina a las empledas del Golden Gate Cabaret
que han soportado
vasos de leche fría
y lenguas tan ásperas como cuchillos oxidados.
Esta es la noche en que iba por fin
a terminar con la función clorofílica
en la que iba a dejar de engañarme
acerca de la verdad que ni nos hace libres
ni es más verdad que la que empleamos para el tiro con arco
esa máscara que nos ponemos
para estar siempre del lado de nosotros mismos
los certeros, los justos, los indómitos
antes de irnos a dormir
con un muñeco de Carlos Marx que nos ayuda
a conciliar el sueño
a no aullar por nuestros propios pecados
los que nos lamemos cuando nadie nos ve.
La farola entre los árboles
es la que habría de servirme
para no llorar sobre todo por mí
sobre todo por nadie
porque cuando lo hacemos
es siempre por nosotros mismos.
Como si nos diera pena nuestra muerte.
Angelitos, angelitos negros
del materialismo,
de la función clorofílica,
de la necesidad.
Fue Simone Weil,
aunque no pidió
a diferencia del Cristo
que nadie la siguiera,
la que dijo que ya es «hora
de renunciar a soñar la libertad
y decidirse a concebirla».
Entonces le pongo un ramito
de muérdago
a Franz Kafka
apago todas las luces y me digo:
¡Ah, la realidad!
Como si fuera su mayordomo.