Hace otra vida, cuando pasé poco más de cuatro años en la Ciudad de los Anchos Hombros, sorteando como mejor pude el cruento invierno y su gélida ventisca asesina, a los cuales Saul Bellow llamó bella y objetivamente en su primera novela: “el cazador de cabezas”, yo acostumbraba leer bastante a bordo de los tambaleantes vagones de metro y de los imposibles autobuses de la Chicago Transport Authority, auténticas buhardilllas rodantes donde la única oportunidad para ocupar un asiento ocurría cuando alguna doñita nonagenaria despertaba de su letargo y descendía con cara de angustia del armatoste o bien, cuando un homeless decidía que había llegado la hora de ahuecar la mefítica ala.
Incluso en esas condiciones, leí kilos de libros. Susan Sontag todavía vivía, y era menester de cualquier lector serio soplarse la obra de W. G. Sebald a recomendación suya, y que yo leí enterita como mejor pude mientras iba y venía de mi trabajo, la mayoría de las veces en autobús, no sé si por masoquismo o porque, con paradas continuas y avance a la velocidad de una hormiga, especialmente en tiempos de nevadas, retardaba así mi llegada a casa y por lo tanto a mi soledad demasiado ruidosa por efecto de los ronquidos de los pasajeros o de los ipods puestos a todo volumen, para luego silenciar los altos decibeles de mi soledad y de mi mente inundándome en un par de litros de whiskey a la semana y varias botellas de vino tinto.
Fueron años en los que, creo que ya lo dije, leí mucho en el transporte público de Chicago. Cuando no iba trepado en el metro, armatostes que siguen rodando sobre las mismas vías de principios del siglo XX o en el autobús, un horno montado en cuatro ruedas las cuatro estaciones del año, ya instalado en casa logré aprender más aún acerca de las muchas variedades que salen de las añosas barricas de Saint-Emilion, Bordeaux y hasta de los viñedos de Sudáfrica, que entonces comenzaban a ser más conocidos en Gringolandia que la ominosa historia del Apartheid.
Fue entonces cuando empecé a leer, digamos que en serio, con atención a pesar de los malhumores y pedorreo circundante en el transporte público de la ciudad de los vientos, a Guillermo Fadanelli. Para estas cosas la memoria no me falla: lo primero que leí fue un puñado de cuentos magistrales, el delgado volumen titulado Compraré un rifle, jodidamente duros y peligrosos como una bola de béisbol cruzando el parque bendecida por el bate de Melky Cabrera, y al cual regreso ocasionalmente porque me siguen pareciendo, además de buenos, un buen ejemplo de lo que es un cuento —tema sobre el que prefiero no opinar porque soy lector, no crítico literario ni aspirante a dicho oficio, cosa que equivale a decir que no tengo problemas ni agenda oculta que interfieran entre la buena literatura, mi billetera y mis anteojos.
Tiempo después, en un viaje relámpago a México, me hice con un ejemplar de Educar a los topos. Para entonces ya me había hartado de sentir el desgraciado frío de Chicago penetrar sin miramientos mis huesitos en las estaciones de metro (la mayoría de las cuales, informo al futuro visitante, se hallan a los cuatro vientos) ni en las paradas de autobús, que cada vez me parecían más lo más cercano a primitivos grupos de angustiados seres humanos apiñonados y reunidos alrededor de un dios que siempre tardaba más de la cuenta en llegar.
Algunos años nos separan, pero encontré en esta novela corta de Fadanelli las mismas descargas de autoritarismo y violencia paternales ejercidas, como toda forma de violencia, con absoluta y canalla impunidad, de confusión juvenil ante las bravuconadas del mundo adulto que fatalmente adquirimos cuando nos llega la hora. Pero también hallé, aunque suene al más cándido y juvenil Cortázar (es decir, a Cortázar a secas), una felicidad en la forma del recuerdo y alusión que hace el autor de Educar a los topos a una especie de transporte público ya largamente extinto, creo que para bien, pero que fueron emblemáticos para quienes vivimos la ciudad de México en los años setenta: unos autobuses horrendos de color café maléficamente diseñados para, uno: lograr que la tropa pasajera se apretujara lo más posible y, dos: arriesgara la vida por vía de la posible asfixia cortesía de unas ventanillas ahumadas y diminutas, lo más parecido a un respiradero de un tren con destino a Auschwitz. Les llamaban Delfines, a saber por qué chingados. Abordar un Delfín no tenía nada de acuático, al contrario, sentías que te enterraban en vida, pero cómo me divertí recordándolos a la distancia por gracia de la buena literatura. Educar a los topos es además lo más parecido a una brava memoria de los años de juventud, el cual, según yo, intenta responder a una pregunta que es título de un espléndido y cabrón libro autobiográfico de Heinrich Böll: Pero ¿qué será de este muchacho?
Reconozco que cuando, años después, luego de mi regreso a Comala City, leí la novela Lodo en su nueva edición y confieso que, sin parecerme una mala novela, no pude encontrar, como lo hizo un reseñista, el supuesto “pulso narrativo” con el cual, se afirmó ridículamente, “Guillermo Fadanelli ha sacado a pasear los conceptos obtenidos a lo largo de sus lecturas y vivencias para regresar con una novela de madurez”, como si en lugar de leer estuviéramos observando a la dama del perrito de todos conocida o atestiguando el paso de la adolescencia a la edad adulta de alguien que se dedica a ese experimento constante y en el cual siempre todo es un nuevo comienzo: la escritura.
Quizás yo estaba muy ocupado en intentar poner mi vida en orden luego de una larga ausencia, pero mucho menos hallé en la novela lo que un prestigiado (¿por quién?) crítico literario afirma en la contraportada de la novela a la manera de un cronista deportivo metido de lleno en el conteo de medallas de las Olimpiadas: “El mejor trabajo del autor”. ¡Órale!, seguramente se me escapa esa visión de nuestros múltiples destinos, sea en la vida o en la escritura, no poseo esas destrezas del artesano que sabe cuándo una hamaca le queda mejor que otra. Y se los dice alguien que adora las hamacas y que si pudiera, pasaría el resto de sus días echado en una, sin problemas.
Caray, o vivo en Marte o nunca he entendido que la literatura, especialmente la buena literatura, en la cual Guillermo Fadanelli ha ocupado un merecido y destacado lugar, es una especie de carrera de galgos, nada qué ver con ese proceso que Alan Sillitoe describe con humanidad desmesurada, incluso envidiable, en un pasaje de sus memorias, La vida sin armadura:
A los veintiséis años, y después de cinco de continua dedicación, había poco que mostrar de mi escritura. La cantidad no era escasa, pero la calidad llegaba lentamente. Los relatos y partes de las novelas sugerían que el reconocimiento habría debido ser mayor, pero la perfección del talento, cualquiera que fuera, se desarrollaba a su propio paso.
Nada podía acelerar el proceso y nadie podía ayudar a resolver los problemas. Y aunque alguien hubiera podido, el papel de acólito respetuoso o aprendiz entusiasta no formaba parte de mi temperamento. Leer a los grandes escritores transmitía muchas cosas. Pero cuanto más gozosas eran sus obras, más difícil era aprender de ellas, porque el profundo hedonismo de la lectura me impedía hacer el análisis necesario para ver las faltas de mi propia obra. Si el éxito tarda en llegar, al menos su compañía servía de aliento y daba consuelo. Como no confiaba más que en mí mismo, seguí escribiendo, pues la falta de formación para cualquier otro trabajo contribuía a esa persistencia, así como la fe absoluta en que no tenía otra vocación que la del escritor […] A mi manera optimista y acomodaticia (tenía ingresos, aunque fueran pequeños), empezaba a darme cuenta de que contar una historia no bastaba, salvo que estuviera escrita con tal convicción que el lenguaje y el contenido indicaran que yo tenía algo que decir además de una historia que contar. La mejor escritura se producía cuando el movimiento de mi pluma coincidía exactamente con el tono de mis pensamientos, lo que me hizo comprender que cada escritor tiene su voz o estilo únicos y que, aunque unos encuentren esa voz antes que otros, cuanto más te costará adquirirla, más probable era que fuera tuya y de nadie más.
No por nada Allan Sillitoe es autor de un cuento que calificaría de pequeña obra maestra, “La soledad del corredor de fondo”. Hablando de cuentistas de excepción, hay en este pasaje ecos de Raymond Carver, Richard Yates y Saul Bellow, todos ellos autores que, en un momento u otro y a lo largo de sus vidas, buscaron la coincidencia de la pluma con el tono de aquello cuanto bullía en sus mentes.
Terminé de leer hace poco la más reciente novela de Guillermo Fadanelli, El hombre nacido en Danzig. Como lector hedonista que soy (nótese: hedonista, que no estoico, lo cual significa que por las ventanas de mi apartamento se han visto salir volando en más de una ocasión algunas porquerías que no valieron siquiera las primeras veinte o treinta páginas. Gracias a dios, mi personal manera de mandar al diablo un libro jamás ha descalabrado a ningún vecino ni me ha representado una demanda legal por intento de homicidio en segundo grado), confieso que me disfruté y me sentí más cercano tanto a la historia que cuenta Fadanelli como a la forma y recursos con los que la cuenta; más cercano sin duda que en los casos de algunas de sus novelas previas, Malacara, ¿Te veré en el desayuno? y la referida Lodo.
Al contrario que algunos críticos literarios para quienes la imaginación es una caja inmensa que sirve para sambutirla de tramas, personajes, ideas y despropósitos, pero al fin y al cabo una caja como cualquier otra, es decir una caja en la que cabe mucho, pero no todo, a mí me ocurrió lo contrario al seguir los recorridos y meditaciones del basquetbolista de El hombre nacido en Danzig, un tipo que ha visto pasar sus momentos de gloria en la cancha, en sus paseos por las ruinas que le ha dejado la vida, el abandono de una mujer y sus dilatados escarceos mentales con filósofos y pensadores, desde Séneca, Montaigne, Rousseau, Schopenhauer, Otto Weinberger y, arriesgo lo siguiente, nada menos que el propio basquetbolista, en tanto se trata —como personaje y como narrador en primera persona— igualmente de un héroe derrotado, como todos los héroes, que mira su imagen reflejada en un espejo hecho trizas y quien es capaz de meditar acerca de la naturaleza de cuanto ha visto, leído y vivido.
La lectura de una novela como El hombre nacido en Danzig, en la cual la acción, por así decirlo, es mínima, me pareció una riesgosa danza entre una historia que contar y las ideas que, como moscas en busca de su desesperado alimento, revolotean alrededor de dicha historia otorgándole una multiplicidad de sentidos, de direcciones.
En otras palabras, me parece que en El hombre nacido en Danzig Guillermo Fadanelli logra devastar y hacer pedazos la caja en que cierta crítica literaria ha querido, valga la redundancia, encajonarlo bajo el predecible e idiótico argumento de que ha conquistado un estilo —a saber qué demonios significa eso para un escritor, para cualquier artista— y peor aún, imputándole un estilo que se toma como basado en “la denigración”, como si la novela, cualquier género literario y el arte en general, estuvieran ahí para dar lecciones de buenos modales. Si de enaltecer se trata, me pregunto qué reacción tendría ese mismo crítico literario ante la literatura de compromiso, desde el cauto Camus, el descarado de Sartre, hasta los olvidados y oscuros y, quizás en el medidor moral del crítico, nada denigrantes literatos de la Rusia estalinista. Pero bueno, no todo mundo puede ser Erich Auerbach, ni Pietro Citati o Edmund Wilson —auténticos creadores, escritores de libros, no de textos sueltos como facturas para ajustar cuentas, críticos literarios, pues, donde los hay.
En este sentido, como lector que en ocasiones goza de la crítica literaria como un género creativo, me llama la atención que el crítico que a todas luces propone una lectura de El hombre nacido en Danzig que uno sospecha premeditada, con un propósito otro, quién sabe cuál, muy probablemente la tristeza de hacerse el interesante o despachar una oscura vendetta típica de la república bananera de las letras, antes que ofrecer su versión de la experiencia de leer —tendenciosa o no, ese no es el punto—, no reconozca de entrada el juego que propone esta novela : un siempre frágil y precario equilibrio entre lo procaz de la historia que se cuenta y la exacta temperancia de las meditaciones que aquella pone en marcha. Basta leer las novelas de Martin Amis, por ejemplo, o de su maestro, el gigante entre gigantes, Saul Bellow, para saber que estamos hablando del tipo de novela donde co-habitan, siempre en abierta pugna, la mierdera vida con el milagro del pensamiento a la vez más refinado, crítico y radical. No propongo nada nuevo: me refiero a la filosofía como género literario en los mismos términos que Borges lo hace, ya al poner sobre la mesa una obra de creación, el verso de un poema o un pasaje en alguno de sus relatos, ya al meditar sobre la mismísima naturaleza filosófica de la propia literatura.
No voy más lejos en el tema de las relaciones incestuosas entre los agrestes temas para escribir literatura y la siempre intimidante filosofía. Hace otra vida, en ocasión de su ingreso a El Colegio Nacional, pude conversar con el escritor y filósofo Alejandro Rossi. Aquel hombre, que entonces consideraba y sigo considerando un genio, saldó el asunto con un par de frases, precisas como invariablemente eran las suyas. A mi inocente comentario acerca de su incorporación como humanista, escritor y filósofo, al más selecto cenáculo de sabios provenientes de todos los ámbitos del saber en Comala City rompiendo una supuesta tradición que hacía una radical división, precisamente, entre literatura y filosofía, Alejandro respondió lo siguiente (estamos hablando del pleistoceno: quien encuentre ese intercambio entre Rossi y yo en la web que por favor pase el dato al personal, yo no prometo mucho más que un aplauso): “No creo haber roto absolutamente nada. Esto ha sido muy normal tanto en la historia de la literatura como de la filosofía. Es curioso, pero en México llama mucho la atención que a quien escribe filosofía, le interese la literatura o viceversa. Aquí tenemos una idea un poco limitada de las dos actividades.”
Alejandro, dile eso mismo al pobre tipo que a estas alturas todavía insiste en que la filosofía es cosa que se encajona en el ensayo como género, y peor aún, afirma lo mismo con candidez que intrigante ceguera que “Fadanelli inserta a los filósofos, los hace hablar para sustentar una idea que le parece destacada, y de inmediato los degrada con salidas absurdas, como la referida de Montaigne. En el ensayo la cita ‘seria’ habría servido para fundamentar un argumento. En la novela, el personaje de Montaigne (al igual que Séneca, Rousseau, Schopenhauer, etcétera) no tiene una función argumentativa sino cómica. A lo que se parece es a Humphrey Bogart aconsejando a un tímido amante en Sueños de un seductor y a Marshall McLuhan apareciendo unos segundos en Annie Hall, las dos escritas por Woody Allen.”
No sé qué piensen ustedes, pero mientras el crítico encarnado en monja encabronada suelta sus temibles admoniciones, me parece que, precisamente, de eso trata el eficacísimo sentido del humor de Woody Allen. De ello trata también que un personaje salido de la refinada mente creativa de Saul Bellow y de las cloacas de Chicago (las cuales, lo sé por experiencia, son el arquetipo universal de la cloaca) como el legendario Augie March, pueda comenzar sus célebres aventuras con las siguientes frases:
Soy un estadounidense, nacido en Chicago, esa ciudad sombría, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; el primero en llamar, es el primero en ser atendido, sea su llamado inocente o no tanto. Dice Heráclito que carácter es destino, y al final no hay forma de disfrazar el propósito y naturaleza del llamado, sea almohadillando la puerta o enguantado los nudillos.
Ya escucho al crítico literario, envuelto en su hábito, fabricado con ásperas telas que le desgarran el voluminoso trasero y los pechos que se escurren como un imposible par de mamas masculinas, refundido entre los cuatro gruesos muros de su celda conventual, soltando estentóreas mentadas de madre, cuestionando —eso sí, hipócrita y cuidadoso de disfrazar bien los nudillos para que parezcan la puñetera mano de un ángel— qué cómo está eso de andar poniendo a Héraclito en boca de un personaje tan vulgar y callejero como Augie, que qué atrevimiento, cuánta denigración. Imagino también a Saul Bellow riendo desde la tumba (la cual pienso visitar próximamente para una crónica o algo así), mientras Fadanelli le sigue el juego acompañado, entre otros, de El hombre nacido en Danzig:
Yo he perdido a Elsa Miller, mi mujer; ella se ha marchado de nuestra casa, se ha largado sin dejarme ningún aviso en la mesa o en la pared. Los avisos en la pared son indispensables si en verdad hay tragedia. Y no me afecta tanto el hecho de que se haya marchado, sino la forma en que se manifestaron los acontecimientos. El esclavo no domina, ¿quién dio pie a que creamos esa tontería? ¿Fuiste tú, Hegel? Ahora dramatizo, sí me disculpo, pero si no lo hiciera traicionaría a las letras, al arte y a los ñus africanos. En el transcurso de este relato aflorarán anatemas, insultos y demás formas gramaticales anacrónicas que me ayudarán a narrar mi historia y a lanzar piedras contra las aves y en dirección a un cielo abierto cuyo espacio infinito sólo es comparable al horizonte de mi reciente desazón. En pocas palabras: estoy bien jodido.
Y pues sí, qué más les digo. Ya va siendo tiempo de ponerle punto final a esto.
En Comala City sobran imbéciles novelas y mono-novelistas que nos recuerdan que estamos extra-jodidos que por el narco, que por los amigos corruptos del narco, que por el narco y sus amigos corruptos actuando juntos en demoniaca colusión: pura literatura surgida de mucho pensar y mucho leer, lo pueden constatar ustedes mismos.
Jamás que estamos jodidos porque estamos jodidos, degradados por el sólo hecho de existir.