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Mientras tantoMismidad a escote

Mismidad a escote


 

Un claro síntoma del declive social es la fragmentación de las identidades individuales. En otras palabras, nos está desangrando el valor relativo que otorgamos a las decisiones vitales de cada cual, a los ejemplos y ejemplares que la sociedad decide admirar… para emular.

 

Un ejemplo. Si antes leer un diario nos exponía a variopintos colaboradores (un decurso que iría cambiando y perfeccionando nuestra opinión), hoy la red, al fragmentarlo todo, nos conduce a leer sobre todo aquello que va a reforzar nuestros prejuicios. Esto, de por sí pernicioso para la libertad, se agrava por la cantidad de opiniones sin editar a las que damos crédito. Y si es así como forjamos el criterio, sucede que el desarrollo de nuestra identidad quedará también en entredicho. Al aceptar ser juzgado solamente por quien yo decido, no me expongo en realidad a valoración alguna.

 

Descubrir lo valioso necesita del juicio del otro. Alguien admirado que nos aprecie, corrija y aconseje y al que, si podemos escoger, deberemos escogerlo con criterio. Porque del mismo modo que aceptamos criterio para lo justo (me refiero al principio de universalización, mediante el cual tratamos de dar con una solución que sacie por igual los recíprocos intereses de todos los afectados), debemos también aceptar que lo bueno, es decir, lo que cada uno considera bueno para sí mismo, sea juzgado. Podemos y, en según qué circunstancias, debemos juzgar las elecciones vitales de nuestros pares. Sobre todo las de aquellos individuos que con su ostentación tratan de hacer cundir los ejemplos menos ejemplares. Y, para semejante misión, todos nuestros instrumentos de valoración deben buscarse en el mundo social, donde no hay más criterio que lo propiamente humano.

 

Adquirimos la identidad juzgando nuestras acciones desde la perspectiva del otro generalizado. La socialización es integrar en mí a la sociedad, conformando una conciencia moral (convencional) que será siempre la medida de mis juicios. Aunque esta identidad carezca del valor humano de la elección, sí conserva el valor de lo humano, de la Cultura que el discurrir histórico ha plasmado en las instituciones de mi comunidad. Con ella surge la vergüenza social, que es el mejor cemento social por ser el mejor estímulo moral. Juez de nuestras propias acciones, nos guiará junto al juicio que presumimos que la sociedad emitirá sobre nuestros actos y valores.

 

Pero lo mejor requiere trascender incluso esa mirada, ensanchando la propia personalidad lo más posible. Siempre críticamente, siempre de forma inacabada… Pensar quién soy yo es siempre necesario, pero contentarse con el retrato que revelamos de nosotros mismos en un momento dado es un error que debemos evitar. Yo nunca soy ése a quien pienso y describo sino siempre el que piensa y describe. Digámoslo con Mead, en inglés: soy el “I”, y no el “me”. Ése a quien yo pienso y describo será quizás la conciencia que juzgará mis actos como buenos o malos, justos o injustos. Pero yo aún soy más porque puedo incluso juzgar a ese yo que pienso y objetivo, a ese “me”. Lo puedo denostar y cambiar. Yo soy también quien quiero ser.

 

Pero querer cambiarlo desde la pura yoidad vacía es un sinsentido. Sólo reflexionaré sobre normas y valores sociales que, afirmados frente al decurso del tiempo, ya han conformado mi personalidad desde el inicio. Por eso es tan necio decirle a alguien “sé tú mismo”. Más valdría dar consejos basados en la experiencia propia o, mejor aun, en la de nuestros más ilustres personajes; porque la cultura no nació con nosotros. Ayudaremos así al prójimo a escoger reflexivamente unos valores que enriquezcan su personalidad, animándole a medirse no sólo ya con sus conciudadanos o coetáneos, sino, al tiempo, también con “las voces del pasado y del futuro”.

 

Sin embargo, hoy no solamente escasean individuos que alcancen ese escalón último, reflexivo (post-convencional), de su identidad. El relativismo postmoderno que abandera el “sé tú mismo” en nombre de una “autenticidad” que parece brotar desde esa pura y hueca yoidad que denunciábamos, arrasa incluso con sus elementos convencionales. La basura que nos rodea es fruto de la más elemental carencia de vergüenza social. Valores y normas no pueden ser apreciados para un yo autosuficiente que se pretende, ingenua o muy mezquinamente, al margen de todo criterio social. Como si la cultura hubiera nacido gracias a ellos.

 

Puesto que ser buenos requiere lecturas, imaginación, reflexión, etc., se diría que los postmodernos se han esforzado duro para no trabajar. Han expuesto así su programa relativista para que podamos acogernos a él sin tener que dar explicaciones, ni filtrar críticamente nuestros juicios y valores. Ha ganado el desvarío de una vanguardia sin sentido. El relativismo moral incita a escoger como nos venga en gana, escondidos de esos ojos que no lo son porque los ves, sino “porque te miran”. Igual da quién sea ese “hombre de bien” que Seneca aconsejaba elegir a Lucilio para “tenerlo siempre delante de los ojos para [obrar] como si él [le] viera”.

 

Sólo la carencia absoluta de reflexión, alimentada por un arbitrario dualismo ideológico, explica el clamor contra aquel reportaje informativo que, con malo o peor tino, sostenía una valiosa advertencia para las adolescentes: el daño que hace a su identidad una forma de vestir que las objetiva en la mirada de los varones. Estigmatizadas por una “violencia simbólica” que las reduce a objeto de seducción, no cultivarán mejores artes: deporte, humor, narración, debate político, estudio, etc. Horas de potingues y trapitos frente al espejo, además de alienar sus potenciales identidades con bobadas que sus mamás aplaudirán, roban tiempo a la reflexión que todo adolescente debe hacer a su edad para ensanchar su personalidad. Una reflexión que debería acompañarnos hasta nuestros últimos días.

 

Su infortunio desgarrador (¡pregúntenles!) es fruto de esa libérrima forma de no-pensar que tan profusamente ha calado en la sociedad. Contra su parecer irreflexivo, muchos condenan a las muchachas desde el momento en que, con la mirada, les desvelan lo que en verdad esperan de ellas: un ser “ellas mismas” que, en la práctica, no es otra cosa que su dócil sometimiento al canon mercantil que se impone a la mayoría, pero ahora sin tener que rendir cuentas. Al no percibir la sutil opresión que las denigra, aprenden a mostrarse orgullosas de su envoltura, creyendo ingenuamente que afirman su auténtica identidad en el momento mismo en que la aniquilan.

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