Honduras
“En los últimos 50 años, los centroamericanos han vivido 12 golpes de Estado, una revolución triunfante y dos fracasadas, cuatro guerras declaradas, un genocidio, una invasión estadounidense, 18 huracanes y ocho terremotos. A los 320.000 muertos de las guerras de los ochenta se les suman 180.000 homicidios. La mayor parte, en Honduras, donde han muerto más de 55.000 personas asesinadas en la última década”. Este párrafo de contexto puede leerse al inicio del libro Novato en nota roja. Corresponsal en Tegucigalpa (Libros del K.O., 2015), del periodista español Alberto Arce, quien llegó a Honduras a comienzos de 2012 como corresponsal de la agencia de noticias estadounidense Associated Press. Pasaría en el país dos años. Un tiempo difícil, como el mismo Arce confiesa en varias ocasiones a lo largo del libro, tanto a nivel personal como profesional. En teoría, no era un país en guerra, pero las cifras de asesinatos y el ambiente de inseguridad era el propio de un país en conflicto abierto. La vida diaria de los hondureños está condicionada por varias amenazas. Algunas: la violencia de las maras y de todo tipo de delincuentes, la violencia del ejército, la falta de empatía y la inacción de las autoridades o las mentiras de unos medios de comunicación mayoritariamente corruptos –o silenciados por el miedo a ser el siguiente–.
La nota roja en buena parte de Hispanoamérica hace referencia a las informaciones de sucesos en las que se han cometido crímenes de sangre. Y de ese tipo de crímenes, en Honduras –o en El Salvador, México o Guatemala–, nunca faltan. Los crímenes violentos –con fotos explícitas y declaraciones melodramáticas de los afectados– son usados como una de las mercancías informativas más rentables que sirve, además de para entretener, para desinformar. Como escribe Arce: “La noticia durará lo que la sangre en secarse. Los detalles se dirimen con rapidez. Qué, cuándo, cómo y quién se convierten en un fin en sí mismo. Cuatro preguntas básicas del periodismo que se comen a la quinta. La repetición consigue que nadie pregunte por el porqué. Hablar, sí, pero de nada importante”.
Buena parte de la violencia en el país está relacionada con el narcotráfico. Honduras es un país destacado en las rutas de tránsito de la cocaína producida en la cordillera de los Andes que viaja rumbo a Estados Unidos. El narcotráfico, sin embargo, no es el único problema de Honduras, ni basta para explicar su situación. España, por ejemplo, es desde hace décadas un destacado país de tránsito de buena parte de la droga que llega –sobre todo desde Sudamérica y desde el norte de África– a los mercados europeos y el narco no ha desestabilizado el país. Tampoco Estados Unidos –el país donde más drogas se consumen– se ha desestabilizado a causa del gran negocio narco que se finaliza en su territorio: “Un gramo de coca en Honduras cuesta diez dólares, en México, 30. En Nueva York, más de 100”, recuerda Arce.
La violencia en una sociedad rara vez es unidireccional: causada únicamente por unos criminales psicópatas que ejercen la violencia extrema de un modo nihilista. Por lo general, han de tenerse en cuenta los contextos –históricos, políticos y económicos– para tratar de comprender el fenómeno y para comprobar que la violencia se manifiesta de muchos modos, no sólo mediante el derramamiento de sangre. Por ejemplo, un sistema socio económico que no puede proporcionar medios de vida dignos a la mayor parte de la población mientras una minoría acumula grandes beneficios es un sistema que ejerce violencia. Y suele ser casi omnímoda: desde la pequeña corrupción del agente de tráfico mal pagado que pide unas lempiras para pagarse el almuerzo –una de las historias de Novato en nota roja– hasta la gran corrupción de los políticos que poseen los principales medios de prensa y que en campaña electoral regalan ataúdes a las familias más pobres que no pueden costearse el entierro de un hijo o un padre asesinado de un tiro la noche anterior –otra de las historias del libro–. En otras palabras, un país en el que una parte sustancial de la población –incluidas las fuerzas del orden– trabaja y con su salario apenas le llega para sobrevivir ¿no es acaso un país en conflicto? La respuesta es importante: de ella dependerán las medidas que se adopten para solucionar el problema. Hasta ahora, la mano dura contra el crimen organizado -que implica la asunción de que las pandillas son el principal problema del país- no ha funcionado.
En 2014, Honduras fue el primer país con más muertes por habitante del planeta: 66 muertos por cada cien mil habitantes, en un país con una población de 8,6 millones. Con todo, hay que señalar que los asesinatos se redujeron respecto a 2013. El segundo país de la clasificación fue El Salvador: con unos 61 asesinatos por cada cien mil habitantes. Esas son las cifras. Traducidas a la vida cotidiana de la población: miedo a salir de casa; miedo a recibir una llamada de extorsión (que puede llegar incluso si uno procurar encerrarse en casa el mayor tiempo posible: casa-trabajo-casa); miedo a que los hijos salgan solos; miedo a recibir una bala perdida en un tiroteo procedente de las maras o de las fuerzas del orden; miedo a denunciar un secuestro o un asesinato porque las comisarías están infiltradas…
De Centroamérica proceden buena parte de los migrantes que atraviesan México rumbo a Estados Unidos. Un alto porcentaje de los emigrantes centroamericanos que hacen ese complicado viaje lo hacen en busca de un futuro económico mejor, pero otros –cuántos, no se sabe– dejan sus países para escapar de esa violencia. Hablamos por tanto de refugiados. Resumiendo: violencia extrema, cifras de muertos elevadas, miedo generalizado entre la población civil (tanto a servidores del Estado como a maras), refugiados: ¿son elementos suficientes para afirmar que países como Honduras –o El Salvador, o Guatemala o México– viven en estado de guerra? Sobran los argumentos para decir que sí. Uno de los argumentos: la ingente cantidad de beneficios que la situación en esos países está generando a la industria de las armas de guerra (sobre todo estadounidense, pero no sólo). Es un debate que debería mantenerse. A poder ser, evitando como punto de partida la fraudulenta dicotomía entre servidores del Estado vs. criminales, entre buenos vs. malos. En caso contrario, no podríamos incluir en el debate fenómenos como los escuadrones de la muerte, que Arce investigó hasta dónde le resultó posible, o los asesinatos arbitrarios de la policía y el ejército.
En Novato en nota roja se incluyen ilustraciones del hondureño Germán Andino, quien desde hace años se ocupa de documentar la realidad de su país reporteando con un cuaderno de dibujo y un lápiz. Andino está actualmente tratando de recaudar fondos para publicar un libro con parte de su trabajo sobre la violencia en su país. El proyecto, titulado Honduras: el hábito de la mordaza, puede consultarse aquí.
A mi juicio, uno de los comentarios más perturbadores de todos los que transcribe Alberto Arce en su libro –y son muchos- se lo hace un joven informático de Tegucigalpa: “La criminalidad es solo la mejor optimización de los recursos disponibles en el país. Es imposible que tanta gente sea mala por placer”.
El Salvador
Más cifras. Durante todo el año 2013, se contabilizaron en España un total de 302 homicidios y asesinatos. La población española es de unos 46,5 millones de habitantes. Los muertos en El Salvador –que no llega a 6,3 millones de habitantes– en un mes normal de la segunda mitad de ese mismo año 2013 se situaron en torno a los 200. Desde entonces, las cifras han ido aumentando, hasta llegar a marzo de 2015: el mes más violento en lo que va de siglo, con 481 asesinatos, unos 15 al día, según fuentes policiales.
Pero no siempre fue así. Entre marzo de 2012 y mediados de 2013 los asesinatos en el país descendieron considerablemente: llegaron a situarse en unos 6 muertos al día. La razón principal de este descenso fue la tregua entre las autoridades salvadoreñas y las pandillas criminales más poderosas –la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, nacidas en los años 80 en los barrios pobres de Los Ángeles, California, muchos de cuyos miembros serían deportados a sus países de origen en Centroamérica–. La Tregua, negociada en los meses previos a marzo del 2012 entre las autoridades y los líderes pandilleros encarcelados, incluía un intercambio de beneficios penitenciarios y traslados a cárceles con unas condiciones menos severas de reclusión a cambio de que las pandillas redujesen tanto el número de asesinatos como el grado de violencia. Algunos actos de violencia habían alcanzado cotas -y se habían mantenido en ellas- que el Estado Islámico reconocería como envidiables: despieces de cuerpos a machetazos, quema de microbuses con los pasajeros dentro, o salvajes violaciones en grupo de mujeres que lejos de ser una excepción se habían convertido en algo casi cotidiano. Todo ello con una impunidad casi absoluta.
La Tregua alcanzada en marzo de 2012, sin embargo, comenzó a romperse a mediados de 2013. El periodista del diario salvadoreño El Faro Roberto Valencia cuenta la intrahistoria de la Tregua y de su fracaso en una pieza titulada ‘Obituario de la Tregua’, en la que explica la combinación de factores que han hecho fracasar la tregua, entre los que destaca una pésima gestión política del proceso. Culpables con nombres y apellidos, desde la presidencia hasta altos cargos del ejército. Resultado: de los 2.500 homicidios registrados en 2013 (año en el que la tregua comenzó a romperse) se pasa a los más de 3.800 contabilizados en 2014. En 2015, de seguir así, se podría superar esa cifra.
Valencia –nacido en Vitoria-Gasteiz en 1976, y que reside en El Salvador desde 2001– es uno de los periodistas de El Faro que están preparando un libro de próxima publicación sobre el fenómeno de las maras en el país (el artículo que comentamos será uno de los capítulos de esa obra).
Hace unos meses, el periodista vasco –que mantiene un blog en esta revista– publicó un libro electrónico titulado Yo bajomundo. Son cuatro crónicas en las que algunas víctimas y algunos verdugos del conflicto salvadoreño ofrecen su versión de una realidad espantosa: la realidad cotidiana para muchos salvadoreños. Una realidad que las cifras nunca podrán reflejar.
En el prólogo de Yo bajomundo se lee: “El libro digital que tiene entre sus manos no aspira a cambiar la naturalidad con la que se convive con la violencia en El Salvador; sería arrogante siquiera pretenderlo. Los que se niegan a mirar no verán. El país seguirá siendo lo que es, una sociedad marcada a fuego por la violencia. El anhelo de este esfuerzo periodístico bautizado Yo bajomundo no es pues corregir u orientar, aleccionar, sino que se vocación es de registro histórico, como el fotógrafo que llega al campo de batalla y fotografía lo que ya no tiene solución”.
En la crónica ‘Yo violada” habla una joven “violada salvajemente por una clica [célula] del Barrio 18; una violación, como tantas otras, que ni siquiera entró a formar parte de los registros oficiales”. En ‘Yo torturado’ se cuenta la historia de las torturas infligidas por la Policía Nacional civil a un joven salvadoreño “por el simple hecho de vivir en un sector de mareros, sin que él tuviera nada que ver con ellos”. En ‘Yo pandillero’, Valencia consigue hablar con un “un sádico integrante del Barrio 18. Encarcelado, casado y cerca de convertirse en treintañero, reflexiona sobre la indeseada posibilidad de que su hijastro siga sus pasos”. La crónica que cierra el libro. ‘Yo madre’ da voz a la madre de un pandillero de la Mara Salvatrucha encarcelado: una historia sobre los crímenes de su hijo, pero también –como las otras historias del libro– acerca de la marginación social, la pobreza, la instrumentalización institucional con fines políticos y económicos y la desigualdad que constituyen el Gran Problema de El Salvador: un problema que ya existía antes de la expansión de las pandillas criminales.
En el siguiente vídeo, tres de los periodistas de El Faro que preparan el libro sobre las pandillas –Carlos Martínez, José Luis Sanz y Roberto Valencia–, hablan en la televisión salvadoreña sobre la situación actual de la violencia en el país:
*Se ha realizado una corrección en el artículo para reflejar que en 2014 Honduras superó a El Salvador en número de asesinatos por cada cien mil habitantes.