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Mientras tantoLa era de la criminalidad

La era de la criminalidad

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

 

a la manera de un saludo lejano:

 Natalia Mendoza Rockwell

 

Quizás esta no sea la manera más justa (lo que quiera que eso signifique) de comenzar un texto que intenta honrar a un escritor ejemplar.

 

Me refiero a un escritor cuyas obras conocí desde la temprana adolescencia, tal vez de manera demasiado prematura. No he vuelto a ellas.

 

En particular me refiero a las novelas de Federico Campbell (Tijuana, 1942-ciudad de México, 15 de febrero, 2014), que se apilaban, ejemplares intonsos, en la biblioteca familiar.

 

No sé cómo llegaban esas novelas a casa, o sí lo sé, pero prefiero no recodarlo ni entrar en detalles. Lo cierto es que cada vez que me acercaba a ellas con el propósito de leer y buscar y encontrar algo en algunas de ellas, la mítica Pretexta (1979), Todo lo de las focas (1982), hasta la última que, lo recuerdo bien, intenté leer sin éxito Tijuanenses (1989), mis empeños fracasaron como el bateador al que ponchan limpio, tres strikes seguidos y adiós, playball, el que sigue.

 

Para decirlo en pocas palabras: jamás lograron interesarme las novelas de Federico Campbell y, por idiota o paradójico que suene, el chaval que era yo entonces, intuía o sospechaba que ahí, en esas mismas novelas que dejaba a su suerte pasadas las primeras veinte o treinta páginas, había un escritor de fuste. Sentía, al dejar de lado la novela de marras, que adquiría una deuda futura.

 

 

La literatura, se sabe, es otro misterio más.

 

Pasaron los años y entonces me volví a encontrar con el novelista Federico Campbell en las páginas de un suplemento cultural en el que yo también publicaba.

 

Nunca supe si al escribir su columna de aquel suplemento, titulada “Máscara negra”, el autor intentaba una suerte de escritura creativa paralela cuyas tensiones y resortes internos parecían extraídos de las novelas policiacas a las que Campbell era, además de un aguerrido aficionado, un gran conocedor  y un lector agudísimo, el tipo de lector que lograba contagiarte su pasión por las tramas de su querido Leonardo Sciascia, de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y la pléyade de novelistas del género que, semana con semana, Federico ponía a disposición de los lectores (a saber cómo le hacía, el hombre: no existían entonces el internet, amazon ni kindle).

 

Más tarde, lo seguí fielmente en las columnas semanales que mantenía en otras publicaciones.

 

Ni por un minuto pensé en intentar de nuevo leer sus novelas, que muchos lectores en cuyo juicio confío plenamente, consideran buenas novelas.

 

Tampoco tengo una explicación para esto.

 

Sin embargo, a lo largo de los años la escritura periodística de Federico Campbell, que deberíamos llamar (jamás catalogar: eso se los dejo a los críticos, que tienen sus cajoncitos en los cuales ponen, según su mejor juicio, las cosas en su lugar) experimentos ensayísticos.

 

Escribir torturaba a Campbell. Ya fuera ficción o lo que he llamado sus experimentos ensayísticos que se presentaban como columnas semanales en revistas y suplementos literarios.

 

De ello me di cuenta de manera más que cabal al leer las 806 páginas del libro que conjunta y amplía, yo diría que con el mismo garbo que la mejor novela policiaca, los experimentos ensayísticos de Federico Campbell: La era de la criminalidad, que publicó hace unos meses, de manera póstuma, el Fondo de Cultura Económica.

 

 

Le paso la voz al propio Federico Campbell para explicarse a sí mismo con la claridad y coraje de las que pocos escritores pueden presumir. Habla del momento en que decide dar por terminada una larga serie de textos, en este caso la serie Máscara negra, que debían ser entregados cada semana y cuyo proceso de escritura comenzaba a abrumarlo más de la cuenta:

 

Infinitas la tela y estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige —al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.

 

[…] Todos los días de la semana andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían a la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción… y a sus demonios.

 

Casi un año después de su muerte, Juan Villoro dedicó su columna semanal a retratar, casi en vivo diría yo, a Federico Campbell. Habló, naturalmente, de sus novelas, pero también del perenne interés de Campbell por el poder, desde sus formas visibles y no visibles, sus manifestaciones y usos más brutales y abusivos, hasta sus recónditos mecanismos, los resortes escondidos que le dan vida y afectan nuestras vidas, lo queramos o no. Juan escribió, con la precisión y agudeza que todos le conocemos y vuelven su escritura única: “Notable analista de la forma en que el poder corrompe los discursos, retrató en su novela Pretexta a un escritor fantasma que se sirve del idioma como de una daga y en La era de la criminalidad levantó un inventario de los muchos modos que la política tiene de convertirse en delito.”

 

Aquí cabe señalar de pasada (aunque ni de tan pasada), el valor editorial del Fondo de Cultura Económica al publicar una obra que se dedica, en buena medida, a ejercer una crítica clara, transparente, sin agenda oculta (jamás habla, gracias a dios, del esquivo “Ogro filantrópico” ni compara al sistema político corrupto del PRI con las pirámides de los aztecas. Para Campbell, el abuso del poder político, la corrupción y su extensión al mundo de la economía no merece metáfora alguna: el abuso del poder político es abuso, la corrupción endémica del sistema priista es eso, un fenómeno tangible, entendible y a la vista de todos. Es por ello que hablé de valor editorial. La publicación de La era de la criminalidad en 2014 honra a don Arnaldo Orfila Reynal (director del Fondo entre 1948 y 1965), quien se atrevió a publicar la polémica obra de etnografía antropológica, Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis motivo por el cual el entonces presidente, Gustavo Díaz Ordaz (conocido por ordenar la matanza de estudiantes en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968), decidió que había que echarlo de su puesto ya que el retrato social de un México en harapos autoría (para peor, en su paranoica psique)  de un estadounidense, equivalía a un acto de traición a la patria. Así que no está de más reconocer el actual valor editorial del Fondo de Cultura Económica, a la altura de sus directores más prestigiados: don Daniel Cosío Villegas, don José Luis Martínez, el poeta Jaime García Terrés y, desde luego, Arnaldo Orfila Reynal. En hora buena: no hay mejor crítica que la autocrítica.

 

Ahora bien, a su muy personal manera, Federico Campbell padeció él mismo una suerte de “psicopatología del poder” (como se titula uno de sus textos) la cual se encargó, en una cantidad casi sobrehumana de sus experimentos ensayísticos, de diseccionar cuidadosa y obsesivamente.

 

No sé si es la edad y con ella el mal carácter, pero sería magnífico que muchos jóvenes lectores se acerquen por vez primera a sus experimentos ensayísticos reunidos en La era de la criminalidad, pues además de toparse con una prosa entretenida, inteligentísima, inquisitiva, que se abre hacia todas direcciones como las ramas de un árbol, con toda seguridad saldrían corriendo, lo puedo jurar, a buscar a todos esos autores que Campbell considera (y lo son) imprescindibles, desde su adorado Sciascia, Canetti, Bobbio, Foucault, Hobbes, Maquiavelo, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, H. M. Enzensberger, Roberto Bolaño, Scott Fitzgerald, Freud, Daniel Sada y, quizás autores que no leyó pero cuyo interés en las representaciones del narco-corrido entrevió, como es el caso del novelista Yuri Herrera.

 

El gran tomo de pequeño formato está dividido en tres partes. Ninguna le resta a la otra, si bien la titulada como el libro, “La era de la criminalidad”, estará destinada a ser leída como una historia paralela (oculta en el sentido de Lipstick Traces, de Greil Marcus) que cuenta el trasfondo de los demasiados y en muchas ocasiones inservibles (por repetitivos y carentes de imaginación periodística, ya no se diga literaria) libros de reportaje sobre el narco. Para no ir más lejos, esta mañana me di el lujo y capricho de comprar seis diarios. Todos cuentan la misma historia. Peor aún: la misma historia de ayer, antier, de este sexenio, del sexenio pasado. En cambio, dos párrafos de La era de la criminalidad me ofrecen mucho más, de hecho algo distinto a la pila de periódicos que mañana estarán donde merecen: en la mismísima basura de la historia, como gustaba decir Lenin, ese enfermo de poder que murió, precisamente, de poder.

 

En la vida cotidiana, el narcotráfico es un trabajo como cualquier otro. Y en la novela, un contexto: la taza que contiene el café negro de las pasiones, No hay vergüenza, si siquiera por caer en la cárcel. No se discrimina como pretendientes a los muchachos que quieren casarse con tus hijas. Se trata de una moral aparte (como la de los políticos, según decía Maquiavelo).

 

[…] Qué chingados, es tu tierra, no tienes tanto que perder, te la juegas, y hasta te diviertes un rato. Total vida, ahí te quedas. Si tienes que llevar una carga a Sonoita, pues le entras y ahí vas pagando, a la Federal de Caminos, al ejército, a la judicial federal, a la judicial estatal, a la municipal, para todos hay. La aventura. La vida de película. Y aparte te diviertes, te vas al otro lado a comprarte botas de 500 dólares y sombreros de cowboy en Arizona, como el hombrecito de Marlboro. Y te bajas el miedo con mota o con coca. Mientras vas pasando retenes por el desierto de Sonora y te topas con los guaridas pápagos de la Border Patrol. Todo mundo está arreglado. Todo mundo está en el ajo.

 

Temeroso de enfrentar a los demonios de la ficción, sus demonios, este último pasaje de experimento ensayístico, bien podría leerse como un episodio de la novela, también publicada póstumamente, de Daniel Sada, El lenguaje del juego (2012).

 

Sigo sin leer las novelas de Federico Campbell, pueden mandarme al paredón. Pero defiendo mi derecho a defender las sabias y bien entendidas lecturas que hacía Campbell, por ejemplo cuando habló de Huesos en el desierto (primera edición 2002, también traducido al inglés por la prestigiosa MIT Press como The Femicide Machine) del escritor Sergio González Rodríguez, el primer libro que daba cuenta del feminicidio que estaba (es un decir: historia presente que hoy, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, se repite en Mexicali) arrasando cuerpos, instituciones de por sí maltrechas, borrando las fronteras geográficas así como las fronteras entre victimarios y encargados de hacer cumplir la ley (risible en un Estado cuyo basamento y estructuras son pura ilegalidad, un fierro endeble sosteniendo al de junto, y así hasta el infinito).

 

Curioso y no tanto: a la hora de atender un libro de la importancia de Huesos en el desierto, Carlos Monsivais ofreció una lectura que derivaba (naufragaba, sería la expresión más precisa) hacia una vaga sociología del crimen en general y contra las mujeres, en particular; mientras que Federico Campbell, ustedes me perdonarán, lo descubrí apenas el otro día, a cien páginas de terminar La era de la criminalidad, invitaba al lector de González Rodríguez a entrar a su libro por la puerta grande, muy concreta en sus alusiones, tenebrosa hasta el espanto pero fiel al espíritu esencialmente literario del texto:

 

Más que con informaciones, uno sale de la lectura del libro con una variedad de emociones: vergüenza, miedo, indignación, tristeza, impotencia, coraje.

 

[…] Lo que hace un escritor, gracias a su educación literaria, es establecer conexiones. Sabe relacionar unos hechos con otros, unos personajes con otros, unas afirmaciones con contradicciones. Sabe también descubrir las omisiones, las ausencias, los ocultamientos. Y así ha procedido el autor de Huesos en el desierto para permitirnos vislumbrar una verdad que se ha extraviado en los archivos judiciales y que el gobierno de la República no ha querido reconocer.

 

[…] México, país frontera. Todas sus ciudades experimentan ahora el fenómeno de la fronterización. Todo el tronco nacional parece haberse trocado en frontera. La condición fronteriza ya no sólo está en la franja: también se vive en las ciudades del sur y en la capital.”

 

[…] La estructura de la argumentación literaria, la hipótesis que no procede según las “pruebas” del alegato judicial sino más bien mediante proposiciones, sugerencias, insinuaciones, confirma cuánto ha crecido Sergio González Rodríguez como escritor.

 

Ignoro si pueden medirse las variaciones en la estatura de un escritor como Sergio González Rodríguez. Lo que sí sé es que su acercamiento literario al crimen, al feminicidio, a la ilegalidad de la legalidad, no se limita como en muchos casos de periodistas celebrados, a la simplona remisión (usualmente vía filtración de un político que quiere joder a otro) de expedientes y su vaciado en libros infumables, precisamente, como los expedientes de los que surgen.

 

Podría seguir ofreciendo citas esplendidas de La era de la criminalidad, provenientes todas ellas del género que su autor consideraba (erróneamente) simplemente periodístico, su personal fuga de los demonios de la ficción.

 

Por supuesto que no lo haré. Lean La era de la criminalidad. A su manera, este es un libro dichosa y dolorosamente inacabable. 

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