Página 152. De la seducción (Jean Baudrillard). Editorial: Cátedra. El librero que me vendió este libro me advirtió que llegaría a esta página, aunque sin referirse a ella.
Holocausto. Televisión. Masas. Frío.
Leo que “se vuelve a hacer pasar a los Judíos no ya por el horno crematorio o la cámara de gas, sino por la banda de sonido y la banda de imagen, por la pantalla catódica y el microprocesador. El olvido, el aniquilamiento alcanzan por fin su dimensión estética –se acaba en lo retro, aquí por fin elevado a su dimensión de masa. La <<tele>>: verdadera <<solución final>> del acontecimiento”.
Es como si estas palabras me repitieran las mil y una discusiones que he tenido respecto a esa falsa condolencia. El lúdico esperpento informativo es tan frío, tan inhumano, tan lleno de sangre que ante el horror de nuestra ausencia de conmoción nos obligamos a fingirla. Sí, la pregunta escuece: ¿es posible sentir entre tanta tragedia? A la gente le aborda la urgencia de compartir y publicar su “buena conciencia estética de la catástrofe” en las redes sociales. Es tan fácil enterarse de cualquier tipo de hecho por el que nos corresponda llorar y tal la cantidad de los mismos que nos llegan que difícilmente nos impactamos. La única fórmula (ineficaz) para que un hecho nos arranque las vísceras es plasmar la muerte, la sangre o el hambre de niños esqueléticos a los que no les llamaremos nigerianos, ugandeses o zambianos, sino africanos sin más (y esto es otra historia). El espectador (procede llamarlo así) ya solo se detendrá ante la caricatura del drama y el mínimo dolor sufrido será escusa suficiente para reivindicar libres de todo mal a sus conciencias: “heme aquí yo que ya me he sentido mal y por ello soy irrefutablemente benévolo”.
Primera lección: prohibido pensar que los “benévolos” son quienes de dar lecciones de moral. (Son los más).
Hölderlin escribió que para qué poetas en tiempos de miseria. Yo a veces me pregunto lo mismo con respecto al periodismo: ¿para qué si al final la gente solo se queda con el ruido? ¿Para qué si al fin y al cabo solo queda el rastro de una imagen, titulares de palabras científicamente (in)medidas, retransmisiones que remiten al olvido? Cuando decidí que de mayor quería ser periodista era esa que se pasaba las noches de verano vendiendo rifas por los restaurantes de Sanxenxo para plantar doscientos míseros árboles en As Fragas do Eume. Cuando me preguntaban por qué quería plantar doscientos árboles decía que para crear conciencia, que era algo simbólico: “tenemos que dar ejemplo”. Una noche llamé a mi padre llorando (era una cría y supongo que lo sigo siendo). No me habían comprado una puta rifa. Me había paseado por esos restaurantes a los que van los pijos de Madrid o las familias pontevedresas del Casino a comer cigalas. Me dijeron que no tenían dinero. Otros me dijeron que, sintiéndolo mucho, no se fiaban de que el dinero fuese para un proyecto como el que yo estaba emprendiendo. A mí mi padre siempre me decía que no hay que ser tan idealista, que hay que poner los pies en la tierra porque nuestro margen de actuación para cambiar las cosas es minúsculo. No entiendo que me lo continúe diciendo. ¡Cómo si no me hubiese dado cuenta! Ahora me reconozco con menos frecuencia en esa imagen de la niña que creía al ser humano bueno por naturaleza y que repetía consignas políticas pensando que las revoluciones sí eran posibles. Yo, que pensaba que escribiendo también podía “crear conciencia”, que el periodismo era la mejor arma contra la injusticia, ahora que analizo de un modo más crítico la reacción de quienes leen una desgracia a través de la palabra o de la imagen, me obligo a desertar. Sin embargo y pese a las muchas veces que declaré estúpida a esa idealista que aún no pienso muerta en mí, me gusta cuando regresa. Porque yo no sé de qué sirven los poetas para tiempos de miseria, pero me dolería imaginar un mundo sin ellos.