La ciudad cambia. Sí, señor, ¿cómo no va a cambiar si hasta hace unas semanas salir a la calle en mangas de camisa equivalía al suicidio? Cambia. Que aquello quede claro. No es una manía de gente de climas inmutables. Esta es mi primavera 15 en Nueva York.
Está bueno escuchar que las temperaturas por fin van a asomarse por los 70 F, pero uno suele olvidarse que la mímina en las noches vuelve a bajar hasta los 30 F. La lección, después de tantos años, me ha entrado con sangre (mejor decir que con estornudos, toces de moribundo y sudores fríos). Ahora dudo del sol y del hombre del clima. Así que los primeros días del cambio de estación he llevado mi chaqueta entre las manos, la he cargado aunque arruinara mi comodidad y mi aspecto de adusto caballero de manga corta necesitado de playa. Luego, al salir por la noche después de haber dictado clases en Lehman College y al enfrentarme al viento huracanado que viene desde el Reservorio Jerome, o a la brisa ártica que empuja el viento sobre el río Hudson, enfundado hasta el cuello en mi chaqueta, he transitado con comodidad mientras que otros caminantes se autoabrazaban de frío, juntaban las piernas en señal del dolor, apretaban los dientes sobre las veredas. Tal vez a todos nos cueste 15 años aprender esa lección.
Pasar 15 primaveras en Nueva York creo que ya es algo: haber vivido entre sus calles la caída de las Torres –ese evento que mis alumnos universitarios que vivieron su infancia aquí hoy apenas recuerdan–, haber cruzado los puentes durante aquel apagón en el que no hubo desmanes (porque a pesar de las apariencias, los neoyorquinos blancos, negros, amarillos y marrones también podemos ser civilizados), haber visto el principio de la guerra de Irak, haber escuchado el anuncio de la muerte de Michael Jackson, haber visto entre esta gente cuatro Mundiales de fútbol y haber vivido las dos victorias políticas de Barack Obama.
Esta tarde de mayo llegué en tren a Grand Central. Al salir a la calle 42, un grupo de muchachos ofrecieron regalarme helados de yogurt. Me señalaron dos congeladoras llenas con suficientes paletas de helados para toda la ciudad de Nueva York. Tomé la mía, salí a la calle y desde las puertas de Grand Central, sobre la vereda iluminada por el sol los vi a todos: el estudiante con su paleta, la vieja arrugada con su paleta, el chico a la moda con su paleta, las dos amigas con lentes de sol y con su paleta, el joven de cabello rasta con su paleta, el ejecutivo al que se le chorreaba el helado por la barbilla con su paleta.
Todos parecían satisfechos con la posibilidad de chuparse una paleta de helado en esta nueva estación. Mientras tanto yo sentía una experiencia muy parecida a la dicha: observándolos por decimoquinta vez, reconociéndome con ellos como sobrevivientes del invierno, cómodos, negándonos a cargar una chaqueta, obligándonos a los escotes grandes, a la ropa amplia, a desabotonarnos todo y a recibir, otra vez, el amable calor que llega a la ciudad.