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Progreso

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

En mi seis años por suelo chino debo reconocer un hecho constatable: la seguridad en China es alta, si descontamos la polución y demás asuntos contra la salud pública. Quiero decir: en China paseas a las cinco de la mañana por el suburbio que ustedes elijan y nadie te atraca, siquiera te asusta. Me dicen los que todavía residen en aquel páramo cultural que la cosa, aunque ha cambiado en algo, sigue siendo una balsa de aceite.

 

Otro amigo que se tiró cuatro años en Singapur me comenta lo mismo. En Japón, hasta donde yo sé, parecido. Así como en Tailandia, buena parte de Vietnam, Laos y Birmania. Algunas zonas de Filipinas –esencialmente Manila y Mindanao– y la capital de Mongolia, Ulán Bator –aunque sólo de noche–, van por separado. Pero en Hong Kong, Macao y Taiwán vuelve la seguridad.

 

Ahora, en Phnom Penh, capital camboyana, otra balsa de aceite del tamaño del lago Tonle Sap –el más grande del sudeste asiático–, comenzamos, los que por aquí residimos, a asumir que la delincuencia va en peligroso aumento. Ejemplo: ayer, tras visionar con parejas asentadas y compatriotas la final de la Champions volví a mi casa desnudo: andando, desprotegido, caminando sin tensión; vestido aunque desarmado. Resultado: mido 1’90, pelo despresurizado en forma de melena discontinua, andares de sheriff corrupto… Nadie osó ponerme en peligro. Pero, la verdad, es que los casos de atraco a mano armada, a mano desarmada, tironeros motorizados y, en general, jovencitos puestos de pegamento hasta las cejas que por una semana de dosis hacen lo que sea necesario –otros roban para ir a la última en telefonía móvil o moto de gran cilindrada–, van en un aumento que comienza a resultar preocupante.

 

Phnom Penh, la capital más fea, desordenada y sucia del sudeste asiático, famosa por sus evidentes tratos con pedófilos, donde la marihuana se posa sobre una pizza y échate a volar, cuando el alcohol además de barato suele ser adulterado, y donde la prostitución cuesta lo que una copa de vino de la casa en un bar diurno de Manhattan, comienza a dar señales de peligrosidad nocturna, que para los que tenemos un negocio por estos lares –mida o no 1’90 o ande como un sheriff déspota deberé andarme con ojo– no es, presiento, la buena nueva.

 

Ayer, mientras caminaba incrustado dentro de la cerradísima madrugada jemer –o como dirían la nueva hornada de progres periodistas: empotrado–, que casi se me hizo la mañana al acostarme, sintiéndome seguro y soñador, incrédulo e irresponsable, encontraron el cuerpo cosido a cuchilladas de un finlandés, empresario, en su mismo negocio. Antes fue atracado a punta de pistola un pijo del Tribunal Penal Internacional de la ONU al que le robaron el iPad, el móvil, las tarjetas visa –es lo que tiene cuando con una es suficiente y tantas veces hasta te sobra–, y al que, sospecho, le dejaron el esfínter más dilatado que el coño de la que da a luz. Y no por sodomía; más bien por un extra de jindama. Debe saberse que cada semana cae alguno: inglés de 45 encontrado muerto en su hostal de la mugrienta calle 136; señora australiana que salía de cenar y que, arrastrada por unos tironeros motorizados, llegó a casa tres días después con el codo partido en tres y un meñique deconstruido; puesto hasta las cejas de marihuana al que le dejan en pelotas y golpeado cuando pasan las horas y sigue sin recordar dónde se hospeda… Phnom Penh, donde no existen las bibliotecas, las humanidades, los restaurantes nativos sin glutamato monosódico, o las universidades con muchachetes campestres becados por el gobierno central, regional, provincial o local, se está convirtiendo, poco a poco, en una ciudad sin ley, donde los turistas son o penosos o estafados. Y a veces ambas cosas. Y así, nos iremos todos a la mierda.

 

El progreso, como vengo diciendo desde que residí en el peor país del mundo contemporáneo (China), era eso: niñatos subidos a motos robadas o compradas con dinero robado, que además no saben leer ni escribir en su propia lengua, que mientras se parten el entrecejo por adquirir un iPhone 6 te pasan a cuchillo, y la vida, si lectores queridos o no, sigue igual. Que parece que porque países paupérrimos puedan levantar un repetitivo y cansino centro comercial, además de pasear Lexus por sus calles, uno tenga que aceptar lo que crece sin cesar: la delincuencia, ya armada, para honor de la propia delincuencia, que sin armas sólo sería alboroto. Los progres, que no son pocos, dirán que en México, entre otras naciones del planeta, la cosa está mucho peor. “Ya, pero allí hay bibliotecas”, les diría. Y el que te lleva por delante, como poco, sabe rellenar la hoja de ingreso en prisión. O al menos, te asesta cuatro balazos recitando a Octavio Paz. Y a veces, hasta borracho de un gran tequila añejo.

 

Cuando creía haber cerrado este texto debo retomarlo para confirmar lo que me dice un amigo extranjero que se dedica al textil: el pasado domingo entraron en la fábrica a robar y la seguridad privada ni se inmutó. O sea: doble atraco. Que otro asunto a tratar, además, serían los servicios de seguridad del Estado, que se dedican única y exclusivamente a poner atención en salvar las vidas del Rey, el primer ministro y los cargos oficiales que a menudo los visitan, mientras la ciudad se asienta en una anarquía peligrosa. Terminando, recuerdo a un miembro de seguridad del presidente norteamericano Barack Obama, que cuando visitó Phnom Penh para una cumbre que imagino absurda, se llevó las manos a la cabeza cuando algunos de los miembros de seguridad cedidos por el gobierno camboyano iban en chanclas.

 

 

Joaquín Campos, 07/06/15, Phnom Penh. 

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