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Mientras tantoA James Salter: por el juego, la distracción, la vida

A James Salter: por el juego, la distracción, la vida


 

James Salter

 

To Kay, with love

 

¿Por dónde empezar a añorar a James Salter? Por el principio. Por la lectura, ávida, turbadora, de una plasticidad envolvente, capaz de llevarte Hudson arriba, sentir el resplandor del río y la brisa de América en la cara, pero también a las sábanas de Manhattan cuando a la fiebre del deseo la atizan los peligros del adulterio, el sabor del alcohol en la boca después del sexo y de los besos y la convicción de que lo que nos ocurre en el teatro se puede comparar tal vez a lo que el piloto experimenta lejos del mundo, entre la veladura de los tejados y la bóveda ilimitada del cielo. Sé que él, que se aplicaba a cada palabra, a cada frase, con una visión de relojero, pero también de aviador, desmontando el mecanismo de las palabras y afinándolas hasta que sonaran como si salieran fundidas de la boca, no le gustaría tanta fanfarria. No en vano se apagó a los 90 años de forma tan elegante como vivió, sin arrugar el ceño, sin plegar la figura, mirándola de frente, como hizo en Corea, pero sin más soberbia que la de saber que la dulzura es salobre y efímera. La lectura de Años luz, mi primer Salter, nos llevó, prácticamente recién aterrizado en Nueva York, a un Starbucks de Park Avenue South esquina casi con la 28, nuestro apartamento, adonde él vendría en más de una ocasión después con Kay, cuando nos hicimos amigos. Pero fue aquella entrevista, al calor frío de las falsas lamparitas japonesas, la que hizo masa, cuando me dijo: “Puedes cambiar tu vida en este instante”. Empezaba así: “Llueve a cántaros contra Park Avenue South. Los farolillos japoneses le dan al café un aire íntimo y al mismo tiempo urbano. Pero no suavizan el rostro de James Salter, que es el de un hombre que ha vivido (nació en 1926) con tanta fibra como ternura. Sentado en un sillón de orejas, no se hunde en él para distanciarse. Al contrario, le pide a su interlocutor, que casi roza sus rodillas, que no se aleje, como si la entrevista fuera una confesión. Tiene los ojos azules, levemente acuosos, y mira con extraordinaria inteligencia”.

 

Hay muchas formas de estar en el mundo. Yo recuerdo aquel rostro, ahora en blanco y negro, porque así también se grabó en las fotografías, que era como el de un actor bello y trágico. Pero sin la menor sombra de patetismo. La pasión por el teatro era compartida, y en la trastienda de Años luz se palpa un indudable amor al teatro, y a lo que Nueva York era en los años en los que Salter, minuciosamente, reconstruyó pasiones, afanes, dudas, la estatura de su padre y la suya propia, West Point, el servicio en Corea, la paulatina pero irrevocable conversión en escritor. Él estaba convencido que a los amantes de este arte efímero tan desdeñado por tantos santones de la modernidad nos aguardaban, si éramos afortunados, tantas noches inolvidables como los dedos de las dos manos. Pero eso en caso de extrema fortuna. Sé que hizo lo posible porque me encontrara con André Gregory, a quien me hubiera gustado llevar los cafés, solo por el privilegio de observarle dirigir. Discípulo de Grotowski, es el responsable de una de las más hermosas versiones de Tío Vania que he visto en mi vida, y que muchos pudimos ver gracias a la versión cinematográfica que con ella construyó Louis Malle: Vania en la calle 42.

 

La última vez que entrevisté a Richard Ford me dijo que Salter lo había vuelto a hacer. Eso que el New York Times recoge casi al principio de su impecable obituario (James Salter, escritor de escritores escaso de ventas pero grande en cuanto a reconocimiento, muere a los 90 años), y que atribuye a Michael Dirda: que era “capaz, cuando quiere, de romperte el corazón con una frase”. Lo hace en momentos que se te clavan en el pecho como una esquirla de hielo, perfumada de frío: en Años luz, en Juego y distracción, en La última noche, en Quemar los días (sus memorias) y en Todo lo que hay. Estaba en mitad de la lectura de la que él y todos sabíamos que sería su última novela, su último gran esfuerzo por dejar de ser un escritor de escritores, pero no masivamente conocido, su tan inquietante como a veces estremecedora Todo lo que hay. Lo supe en cuanto lo leí. Supe a qué se refería Richard Ford. Como supe también que las palabras de Ford (“Como Graham Green, yo también tengo una aguja de hielo en el corazón”) hubieran servido para su amigo Jim. Richard Ford tuvo que dejar el libro, levantarse, coger aire. Como si Salter, con sus palabras, le hubiera pellizcado el alma. Yo leía con extrema atención, esperando ese momento. Hasta que me golpeó en la cara como esta mañana hizo la noticia, cuando me llamó Eduardo Lago para decírmelo. ¡Maldita sea! No habíamos tenido tiempo de concretar los planes: para volver a vernos en Bridgehampton, en Long Island, o en la Costa de la Muerte, si se animaba, después de los noventa, a volver a España con Kay.

 

Es seguramente el penúltimo gran juego, una heladora venganza: en la figura y el cuerpo de Anet, la hija de Christine, que le había arrebatado algo más que el corazón y una casa. Copio apenas el final de ese capítulo (en la preciosa traducción de Eduardo Jordá, con quien tanto quise y quiero a Jim) que a Ford le dejó sin aliento: «Bowman alquiló un coche. Le dieron uno más grande de lo que necesitaba, pero no había otro disponible y tenía un largo viaje por delante. Salió de la ciudad por la Puerta de Orleáns, condujo hasta Chartres y después continuó en dirección sur hacia lugares donde nunca había estado. El día era claro, hacía sol. Tenía la vaga intención de cruzar Francia y llegar a Biarritz, con sus dos grandes playas desplegándose como alas a ambos lados de la ciudad y el mar quebrándose en largas líneas blancas. Había muy poco tráfico. Se había despertado temprano y recogió sus cosas sin hacer ruido. Anet dormía con un brazo bajo la almohada, una pierna desnuda asomaba bajo la sábana. Cuánta juventud, incluso después de todo aquello. Había perdonado a su madre. Ahora ven y llévate a tu hija. Se detuvo en la puerta y la miró por última vez. Pagó la cuenta del hotel mientras esperaba el taxi. Ni siquiera intentó imaginar lo que ella haría».

 

¿Qué haremos nosotros, querido Jim? Seguir leyéndote, celebrando el vino y la cocina, la conversación, los libros que nos acompañan, nos iluminan, nos desazonan, nos deslumbran, nos dejan helados. Lo escribió con mimo otro salteriano apasionado, Marcos Ordóñez: «Lo primero que se advierte en la obra de James Salter es que es un hombre que ha vivido atentamente y cree en la literatura como una forma de atrapar y recuperar la vida». Y cita para probarlo una de esas frases de Jim que me llevan a escribir cada noche, pero también a repetir a quienes quieran dedicarse al oficio de escribir: leer, leer, leer; vivir, vivir vivir. «Solo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales». 

 

Nos afanamos sabiendo que la derrota es el ineludible final. Pero ojalá fuéramos como James Salter en el entreacto que es la vida, en lo que llamamos convencionalmente el tiempo del que disponemos para vivir. Con su talento, su elegancia, su dulzura, su suave socarronería, su forma atenta e inteligente de mirarte a los ojos, de darte la mano, de abrazarte, James Salter nos hizo un lugar en su corazón cuando ya parecía que había agotado su parte. No era así. Luego llegaron La última noche, y Todo lo que hay. Y el campo magnético de la amistad. Te voy a echar mucho de menos, querido Jim. 

 

 

Foto: Corina Arranz 

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