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Mientras tantoSt. George

St. George


 

Como trozos de tocino grasiento, cinco gordos rellenos a base de pan caliente libanés flotan en el jacuzzi frustrando con porfiado denuedo cualquier posibilidad de imaginar una orgía picantona entre los burbujeantes chorros de agua.

 

Es domingo y la mayoría de la gente ya hace horas que se ha instalado en sus hamacas del hotel Saint George para pasar el resto del día. El Saint George, símbolo legendario hace décadas del Beirut dorado, y ante cuyas puertas fue asesinado Hariri de un bombazo, es hoy un club tope molón si crees que en el mundo árabe solo hay analfabetos llamados cada dos por tres a la oración, lleno de guarras, tíos ceporros inflados con bombín y algún marica crecido ante la perspectiva de vivir en la ciudad más libidinosa de Oriente Medio.

 

Varios machos morenos con sobrepeso y atuendo negro, para qué adelgazar si los billetes pegados a la grasa son sexys, controlan que desde el paseo marítimo no se cuele dentro del hotel ningún integrista con un kalashnikov y nos convierta en portadilla de la sección de internacional arrebatándole a Varufakis y al otro tonto que no para de reírse su momento de gloria. Pero aquí no va a liarla ningún pirado, las tías untadas en crema de zanahoria, fumando narguile y con las tetas operadas son inequívocamente libanesas, como el hummus, como Hizbolá…

 

El país no solo sufre una notable escasez de agua, de electricidad, de presidente, de semáforos, de aceras… sino también de sombrillas, así que los rezagados de última hora nos vemos obligados a enrojecer miserablemente bajo el ardiente sol mediterráneo. La gente bebe cubatas, se rasca, comen como animales, exhiben esos cuerpos que tanto esfuerzo ha costado pagarle al Audi Bank. Si saco ahora de la bolsa mi libro sobre las inmensas oportunidades al alcance del hombre que ama de verdad, sin drogas, por sí mismo, reconciliado con este mundo bueno y libre de hijos de puta, igual me apedrean y no me dejan volver a entrar en el país en la vida.

 

Mi profesor de historia, tan blancucho como yo, propone intoxicarnos en el restaurante con alguna lechuga mientras el calor no conceda un respiro. Los minutos pasan contando tetas falsas, los jóvenes camareros, gordos también, se arrastran entre las mesas como si tuvieran 80 años. Al hablar todo el mundo tropecientos idiomas por un momento casi piensas que este país es la puta hostia hasta que te das cuenta de que dos horas después aún no han sido capaces de traer un poco de perejil mezclado con tomate.

 

Yasmina, la tía neumática de labios asalchichados tumbada delante de nosotros, enseña cacha mientras mira al horizonte pensando en la posibilidad de una nueva guerra en Gaza este verano. El semental que se la beneficia, con la misma expresión que debía de tener Wittgenstein cuando escribía su Tractatus Logico-Philosophicus, desabastece de aceite de coco al mundo lubricando su torso fenicio. Enfrente, un viejo barrigón de metro y medio y la que podría ser su hija más pequeña ultiman los detalles de su acuerdo, ella mostrando las nalgas abiertamente, él tragando vodka, achicharrados los huevos sobre la tumbona azul y anclas blancas. Nos saluda, pensando, quizás, que aquí los únicos sin etiqueta con el precio de venta son los que no tienen nada que ofrecer.

 

Los europeos viciosos, más discretos, más casados, le roban un tímido beso a un pie antes de volver a tumbarse entrelazando efímeramente sus manos. El imponente esqueleto de otro hotel mítico, el Holiday Inn, le hace eco a Verdi y su Donna e mobile. Voluble es la puta que ya no quiere pasar esta noche con el viejo y le sonríe ahora al socorrista, voluble es el viejo que intentará enamorarse en la próxima hora de dos bellas sirenas que resoplan con la gracia de un ballenato en la piscina, voluble es la vida haciéndote creer que las cosas que un día parecen importantes otro día no lo serán, volubles son las miradas que se detienen en otros ojos cálidos, un momento, una eternidad…

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