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Mientras tantoETERNALmente mío

ETERNALmente mío

Cinesporas en el blogo aerostático   el blog de Federico Volpini

 

Si Dios existe, ¿cómo soportaría yo el no serlo?

 

 

Si hubo un principio. Si una mañana todo se puso a andar y antes no había nada. Si esa mañana inaugural carecía de ayer, no es un mal argumento para la Creación: o hay Dios, indetectable -que es de la única forma en que podría haberlo-, o no se explica. ¿Existe un universo, donde pasa lo mismo, con los mismos, sólo que en otro sitio? Caso de un universo paralelo, o muchos universos, la cosa no nos saca de Dios: “paralelo en el tiempo” supone tiempos que empiezan a la vez. Antes de “a la vez”, ¿qué?: Dios, otra vez; o Dioses, uno por universo. Un club tan exclusivo que no ha dejado rastro. Para que haya un principio se necesita a Dios. ¡Pero un momento! Aprovechemos que estamos en el tiempo. ¿Y si lo que sucede, más acá y más allá de los agujeros de gusano, es que el tiempo es un ocho, ni empieza ni termina, sino que se transfiere; y vamos, todo el tiempo, del principio al principio? Ahí, sí, la Eternidad (que ya no necesita a Dios, adiós lo que es de Dios) se basta sola. De una manera u otra, la Eternidad es un montón de tiempo. Jean Sendy, un mistificador que tuvo mucho eco en los años setenta, sostenía que Dios (en su concepto “dioses”, ‘Elohim’: un plural) son un viaje espacial a lo largo de siglos, de milenios, en el que los tripulantes de una inefable nave, que conocen que nada entra y nada sale de ella, se descubren eternos: los que emprendieron el viaje son los que lo culminan, inmortales. Nada se crea. Nada se destruye. Y la inmortalidad lo que tiene de malo es que llega un momento en que te aburre. Empiezas a preguntarte si merece la pena ser eterno.

 

 

“El día de la marmota” es estar en el tiempo mucho tiempo. Al final, cualquier cosa acaba por sonarte. La has vivido con anterioridad. Esto, que puede estar detrás del rechazo que la persona del común siente, instintivamente, ante la posibilidad de ser vampiro, no inquieta a quien desea perpetuarse más allá de su tiempo. Como dioses: personas con posibles. Costearte la eternidad es un dinero. Desearla es señal de que lo tienes.

 

 

“Eternal”, el título ¿español? (en el original un mucho más sugerente “Self/less”: esa vida sin mí), la película de Tarsem Singh, con guión de Alex y David Pastor, no confiesa sus fuentes: “Seconds” (para España: “Plan diabólico”, o “El otro Mr. Hamilton”), de John Frankenheimer, sobre la novela de David Ely.

 

 

Parten, ambas propuestas, “Seconds”-”Plan diabólico” y “Eternal”-“Self/less”, de similar planteamiento: un hombre con la cuenta corriente saneada -banquero para Frankenheimer; empresario en el ramo de la construcción a gran escala para Singh-, a quien se le presenta la ocasión de perpetuarse sin fecha de caducidad: corte de bisturí o ingeniería. Hay, entre las dos películas, diferencias esenciales. Al Mr. Hamilton de “Seconds” lo impulsa la insatisfacción. Al Damian de “Eternal” lo motiva el bienestar. Y su coartada es la inteligencia: la injusticia del fin cuando les llega a aquellos que tanto podrían darnos –y darse- todavía. Lejos, “Eternal”, en la anécdota, de “The Fountainhead”-“El manantial”, pero cercana en el mensaje: el que vale, vale; y eso es la sociedad quien se lo debe.

 

LA APOTEOSIS DEL «TODO AMERICANO»

 

Mr. Hamilton, al que prácticamente arrastran, en la curiosidad, las circunstancias, el azar, no tiene otra justificación que el que la vida (no la sociedad) le debe lo que le prometió y que no le ha dado.

 

 

Lo que Ryan Reynolds resuelve en músculo indignado, Rock Hudson, de físico no menos imponente, lo resuelve en desorientación. Lo que en “Eternal” es acción, disparos, explosiones, en “Plan diabólico” es un viaje interior, abierto a su momento histórico: ebriedad, drogas, contracultura, fiestas rituales (¡esos insoportables, impostados discípulos de Baco, al son de “The Drunken Sailor” con flauta desabrida, que pisan la uva invocando a los dioses del paraje!). Era el sujetador, que allí se suelta, entonces, símbolo de los tiempos. Y el tiempo no perdona.  Hoy, por ejemplo, ¿a quién le importa eso?

 

Cambia el tiempo. Tira de la cadena. Y todo se va por el desagüe. Al final, como Dios: no queda nada. Quiénes fuimos. Qué hicimos. Un nombre. Obra tal vez, que el tiempo preserva por un tiempo. Y que igual no nos pertenece.

 

 

Obra de la cultura, que el tiempo borrará, caso de que no pase antes por ella el martillo de los bárbaros. Ellos, tiempo también. No somos nada. Pero lo que preocupa ¿es la memoria que quede, por un tiempo, de nosotros? Lo que preocupa de verdad es el cuerpo. Y el cuerpo, hoy, nos lo cuida una corporación, cosa de un hombre que, como quiere Ayn Rand, no tiene por qué dar explicaciones. Habla por él su genio. Aunque el genio, al final, mejor que quede en casa y no hacer peligrar el beneficio. “En este negocio no pueden quedar cabos sueltos”. Es el punto en el que “Eternal” y “Seconds” vuelven a coincidir: no hacer preguntas. No las hay, pertinentes. Eso es publicidad. Las preguntas nos llevan donde no quiere nadie que vayamos. La libertad personal es el señuelo. El giro que “Eternal” da a la trama inaugurada en “Seconds” autoriza esa recreación. Lo que no se comprende es por qué no se menciona a Frankenheimer. Dos tiempos. Dos maneras y lo que va del genio (Frankenheimer) a la pericia (Singh). En uno y otro caso, no mirar hacia atrás, no mirar a los lados. Es inmortal el que no ve a los otros. Para ser Dios, estar ahí, sin moverse, todo lo que de el tiempo que nos prestan. Y luego, no existimos. Somos dioses, en eso.

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