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Mientras tantoCalígrafos

Calígrafos

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

“¡Adjudicado!”. El martillo de la casa de subastas Durán selló la venta para satisfacción del comprador, Javier García del Olmo, que perseguía la pieza desde que la vio en el catálogo de la firma madrileña en 1996. Pero alguien levantó la mano en la primera fila de la sala: Mercedes Dexeus, jefa de Patrimonio Bibliográfico de la Biblioteca Nacional. El Estado ejercía el derecho de tanteo y se quedaba con el lote por el precio de remate en la subasta, según establece la prerrogativa a la que tiene derecho. “No es lo primero que me quitaban, unos años antes se quedaron con un libro de cuentas del siglo XVI del molino papelero de El Paular –del que salió el papel con el que se imprimió por primera vez el Quijote– que también me había sido adjudicado”, señala García del Olmo, aunque añade que entiende perfectamente –y comparte– que el Estado ejerza su derecho cuando la obra sea importante para el patrimonio bibliográfico común.

 

La codiciada pieza era un cartapacio de pruebas caligráficas de Marcos Fernández de las Roelas y Paz, calígrafo español del que se conocen escasos datos biográficos (tal vez fue un desertor) hasta que alcanzó fama y posición en la suntuosa corte lisboeta de João V a comienzos del siglo XVIII. “Es una obra singular porque muestra la impronta gestual de trabajos desinhibidos”, explica García del Olmo. Fechada en 1703, consta de 35 láminas y el autor se presenta como “escriptor general de quantas formas de letras ay descubiertas, y Inventor de nuevos rasgos”. En 2006, un manuscrito similar de Roelas, fechado en 1722, salió a subasta en la firma londinense Christie’s por un precio de entre 1.000 y 1.500 euros y alcanzó los 6.000.

 

El cartapacio de Roelas de 1703 –se expone por primera vez– forma parte de la muestra Caligrafía española. El arte de escribir, que se abre al público el próximo día 25 en la Biblioteca Nacional, comisariada por José María Ribagorda. Los trazos amplios y armoniosos se unen a la precisión y fantasía de los adornos y las figuras:

 

 

La evolución de la imprenta libera a la caligrafía de su función primitiva y transforma al escribano en artista. Con su pluma de ave, cortaplumas, cálamo, tintero, botella de tinta, reloj de arena, salvadera, puntero o punzón, plegadera, sello, lacre, tampón, hilo trazador, tijera, pinza, compás, escuadra, cartabón, cepillo o lija, dedal y palmatoria –la parafernalia del calígrafo–, es requerido en los entornos palaciegos, apreciado para la formación de los príncipes (el caso de Roelas en la Corte de Portugal) y valorado por la alta Administración del Estado para la confección de documentos. García del Olmo recuerda que un calígrafo, con lo que había ganado por hacer una ejecutoria, se mandó hacer un palacio. A los literatos (hay loas de Calderón y Lope de Vega a sus calígrafos) el manuscrito les permitía la trasmisión de una obra única y bella, evitando el descuido de las imprentas y el paso por la censura. El Códice Chacón (1628), que recoge las composiciones de Góngora, es un prodigio también de caligrafía, con su letra grifa que podría ser de los hermanos Zabala o de José de Casonova.

 

A mediados del XVIII, cuando Roelas culmina su sorprendente ascenso social –llegó a Portugal, según confiesa, “con cortedad de medios”–, el arte caligráfico vive su esplendor en toda Europa. Príncipes y poderosos se afanan en trazos y ringorrangos, los calígrafos se unen en hermandades y la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País encarga en 1774 al calígrafo Francisco Xavier de Santiago Palomares una letra que represente el espíritu nacional: la bastarda española.  La industrialización y el uso comercial, en el XIX, terminarán por dejarla en desuso, imponer la letra inglesa y relegar la labor del calígrafo a otros menesteres. “La intención pretenciosa que suele atribuirse a lo nuevo, la adopción de la letra (inglesa) por la nueva burguesía –el comercio– y los caracteres de la letra misma, incluso la depurada”, escribe Enrique Tierno Galván, “justifican la aparición en el habla familiar del adjetivo ‘cursi’, apócope de cursivo y raíz de cursería, cursilonería, cursilería, pues de las tres maneras se dijo. El Diccionario de 1869 la acogió en su seno, y desde entonces circula como moneda corriente”.

 

Javier García del Olmo es el depositario de la tradición española de la caligrafía y de las artes de la escritura. Su estudio-almacén-museo, en la calle Claudio Coello de Madrid, rebosa objetos en estanterías y chibaletes. Su colección contiene más de 1.000 cajas de plumillas, más de 2.000 tinteros y escribanías, tintas de todo tipo –en botella y en polvo–, papeles que ya no se fabrican, apuralápices, barenes, cálamos, cizallas, componedores, engomadoras, falsillas, filigranas, galvanos, lacradoras, marquillas, membretes, palilleros, piedras litográficas, plumieres, portaplumas, punzones, remendería, salvaderas, secantes, tampones, tórculos… Hasta un total de 50.000 piezas reunidas durante cuarenta años. Y una biblioteca especializada de más de 4.000 volúmenes. Proviene del mundo de la imprenta y su afición al coleccionismo es “de siempre”. Inquieto, apasionado, se levanta constantemente para alcanzar un muestrario, descubrir el mecanismo de un tintero de viaje o consultar un libro. Su autoridad es capaz de corregir una catalogación de la Biblioteca Nacional; posee piezas únicas –a pesar del derecho de tanteo– y tiene amigos calígrafos y coleccionistas por todo el mundo. A su empeño se suma su mujer, Esther Vilas Toledo, restauradora de papel, con quien comparte su pasión coleccionista.

 

“Mi ilusión sería que con todo esto se hiciera un museo”, explica, “pero los políticos sólo me hablan de donación. Yo no pretendo ni mucho menos recuperar lo invertido, pues es toda la vida dedicada a esto, pero pienso que sólo si se valora y se mantiene como colección, se preservará. Estoy jubilado, no ambiciono otra cosa”. En los años ochenta, Tierno Galván tuvo conocimiento de que el taller del gran encuadernador Antolín Palomino, que no tenía descendencia –y del que hablamos en un post reciente–,­ iba a desaparecer y conservaba muchos hierros y materiales únicos. Lo compró para la Imprenta Municipal. “Claro que Tierno Galván entendía de estas cosas”, concluye García del Olmo.

 

 

Javier García del Olmo en su estudio-museo.

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