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Mientras tantoLa casa de al lado

La casa de al lado


 

 

¡Qué admirable!,

quien no piensa, “La vida es fugaz”,

cuando ve el destello de un

relámpago.

Matsuo Bashō 

 

 

A veces en la vida hay situaciones que con el paso de los años se terminan persiguiendo la cola a sí mismas, como si escribir un destino capicúa fuese un gesto tímido de flirteo a la rutina. En la casa que choca pared con pared con la mía vive una pareja de ancianos, un matrimonio que vio partir a sus muchachos y ahora acoge los domingos con sonrisas y caramelos a sus nietos. Cuando nosotros nos mudamos a esta casa (yo tendría unos 7 años) ellos nos recibieron con una hospitalidad pasmosa, tanta como la que pueda apreciar un chaval de esas edades regocijándose en los regalos que le hacían. Sus hijos aún vivían bajo el mismo techo pero eran ya mayores, así que la ternura de la infancia la proporcionábamos nosotros, hasta el punto de que los regalos no cesaron y un buen día a mi hermano pequeño le regalaron una guitarra española que llevaba estampada una pegatina de un reno amarillo.

 

La historia siguió su curso sin salirse demasiado del camino, sin altercados, mi hermano siguió tocando la guitarra cada vez más y mejor, formó un grupo, y ensayaba en solitario cada tarde sentado en el extremo de su cama tocando frente a la ventana. Fuera llovía, o nevaba, o las hojas de los árboles marchitas se caían…, mi hermano anclaba la guitarra entre su brazo y su rodilla cada tarde y ensayaba.

 

Con el paso del tiempo la pareja de la casa de al lado se compró un coche mejor, se les murió el perro, pasaron de ser padres a convertirse en abuelos, de cuidar el limonero del jardín y pasear por los senderos que llevan al alba a dejar pasar los atardeceres sentados en el porche recordando con nostalgia la alameda. Y mi hermano siguió tocando la guitarra. Y cada vez mejor, y cuando mi hermano gemelo y yo rondábamos los 18 nos entró el arrebato de tontear con la música tratando de imitarlo. Un poco tarde, pensamos, pero después de una noche en Joy Eslava en la que a punto de abrazarme al váter escuché a un saxofonista sobre el escenario me dije a mi mismo que tenía que intentar aquello. Y lo intenté, y estuve tocando el saxofón o pretendiéndolo año y medio, mientras el otro se unía al pequeño con la guitarra. Y después del saxofón me compré un ukelele y después terminaría usando la guitarra vieja aparcada en el sótano que llevaba una pegatina de un reno amarillo estampada.

 

Mi hermano gemelo y yo le pedíamos clases al pequeño. Después consejos. Y aunque no sabíamos ni rasgar más de cuatro acordes a veces se nos exaltaba el alma y con los ojos entornados en pose de cantautores con flequillo, dando melodía a trozos de papel con forma de poemas que cantar a alguna chica, íbamos al cuarto de mi hermano a escuchar qué habría compuesto, y a la tercera estrofa le cortábamos como García Lorca interrumpiendo a Neruda cuando este le leía sus últimos versos: “No sigas, no sigas, que me influencias”.

 

Con el tiempo mi hermano gemelo y yo nos estancamos en un nivel musical amateur digno para una tarde de resaca en el embarcadero de un lago en primavera mientras que el pequeño sigue tocando como se veía venir, y este verano ha grabado su primera maqueta. Mientras tanto, y aquí viene la suerte del azar o del destino escrito en letras chinas, nuestra relación con el anciano matrimonio de la casa de al lado se fue torciendo con los años. Deteriorándose como las hojas de las enredaderas que cuelgan de la valla que separa nuestro jardín. De los regalos, aquellos magníficos regalos, pasamos a que la señora nos echase maldiciones en cada mirada, que aporrease a golpes la pared que divide nuestras casas, que el señor nos diese la espalda después de un chasquido…

 

Y la distancia, que bien podría haber venido de la mano de la edad, del paso del tiempo, no tuvo otra razón que aquella guitarra vieja con la pegatina de un reno amarillo estampada que un día hace muchos años la anciana pareja le regaló con mucho cariño a mi hermano pequeño. Y es que aquí, como en todas las casas colindantes, las paredes son de papel y se escucha hasta el silbar de las teteras. Así que, primero una guitarra, años y años de guitarra, para que después llegasen otras dos y encima malsonantes, y entre medias un saxofón y un ukelele tocados con la delicadeza con que chocan en el cielo las estrellas. Y claro, todo esto supone, imagino, a la caída del atardecer de una anciana pareja, un terrible dolor de cabeza.

 

Lo que no tengo claro es si, en cada maldición, en cada desesperación soltada en dosis como en forma de gotero, la anciana pareja recordaría aquel regalo, aquella guitarra española con una pegatina estampada de un reno amarillo que ellos trajeron por su propia mano.

 

Hay que joderse, supongo que dirán, qué paz podía romper un chiquillo de seis años con una guitarra vieja, carajo. Así les imagino hablando del sonido de los instrumentos como aquella mujer de las anotaciones de Scott Fitzgerald reaccionaba a los comentarios burdos de su acompañante:

 

Qué cosas tan bonitas dices le dijo ella pitorreándose. Como sigas, voy a tener que arrojarme bajo las ruedas del taxi.

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