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Mientras tantoAprender a odiar

Aprender a odiar


 

Sin ningún tipo de vergüenza progresista, racional o ilustrada, se puede estar absolutamente de acuerdo con este emblema: Ama. Sal de tu noche (P. Verlaine). En este punto, cómo sentimos decirlo, los niños y los animales son superiores. Oriente es superior. Las mujeres, en la medida en que sobrevivan a la paridad, son superiores.

 

Aunque la palabra superior sea estúpida, de acuerdo, el caso es que nosotros padecemos una incapacidad para amar que nos empuja constantemente a una miserable de guerra de guerrillas. Es la hostilidad propia de un sectarismo que siempre encuentra disculpas ideológicas para no establecer puentes con el otro y volver a encerrarnos en la cápsula espacial de un narcisismo alternativo: eres conservadora, eres un machista, eres una extremista, eres esencialista, eres violento, eres feminazi, etcétera.

 

En nuestra indetectable crisis de la presencia real, la cobardía para amar (en principio masculina, pero hoy seguida por muchas mujeres) es un ingrediente clave. Pensemos en todas las cortapisas ideológicas que le ponemos al amor, al afecto y a la posibilidad del encuentro: lograr la paridad perfecta, escapar a las relaciones de poder y demás paranoias. Pero no hay amor sin vectores de fuerza. No hay encuentro sin trauma, aunque éste sea infraleve: al menos, el trauma de lo no elegido. ¿Tenemos alguna tecnología hoy para eso, para esa denostada «barbarie» de las afueras, donde pulula una multitud de seres no elegidos por nuestra torre de control?

 

No, no la tenemos. O apenas. Nuestras ensimismadas vidas se desenvuelven entre pantallas que nos separan de la mugre analógica del mundo y nos devuelven los reflejos que nuestra «empresa del Yo» elige y selecciona sin cesar. Dime, espejito mágico… Las conexiones nos aíslan del ser del mundo, siempre «inmundo» para el habitual y cristalizado nosotros.

 

Integrada ya en la selección automática de nuestros gestos y simpatías, la religión numérica nos separa de la ambigüedad de vivir, de la criatura que podríamos ser, que al fin somos cuando logramos, raramente, ser algo distinto a un nódulo personalizado en la circulación global, en su red de redes.

 

Y la gracia de tal limbo ingrávido no acaba aquí. Lo genial en él es nuestra combinación de sectarismo ideológico, en un universo de perfiles selectivos, con un pacifismo hipócrita que dispara siempre con silenciador. Vivimos en una estrategia de reserva que rehúye el enfrentamiento directo, pero practica una violencia soterrada contra todo lo que no es «de su cuerda». ¿No sería más humano ser capaces de una violencia más abierta? Al menos podríamos fracasar, hacer el ridículo, encontrar enemigos. Incluso, de rebote, algunos amigos probados.

 

El problema no es hoy que tengamos muchos enemigos o demasiado peligrosos. La primera línea de la violencia la ocupa actualmente una masa, interactiva y muda, de seres neutrales, bastante misteriosos en directo. Frente a esta normalización del misterio, por no decir la depresión, el odio sería un hallazgo feliz. Si me odias, al menos por un  momento tengo ante mí una persona, una línea de resistencia, unas palabras y gestos claros frente a los que tengo que definirme.

 

Alguien, por fin, a quien tengo que resistir, a quien tengo quizás que reconquistar y seducir. O de quien tengo que apartarme… Y qué bendición (en el peor de los casos) al fin una ruptura, después de una vida que agoniza a plazos, discurriendo en la fluidez estadística de los contactos, de mil escenas que discurren como pantallas táctiles.

 

Si una nube de semejantes son mis amigos, al estilo de los likes de Facebook, ¿qué garantía de fidelidad tienen los pocos amigos que no fallarán cuando haya una dificultad real? El universo es inconfesablemente local, y en él no se puede ser amigo de todo el mundo.

 

Incluso, se podría decir, para ser amigo de la humanidad entera, sin condiciones, habría que amarla en sus manos vacías, en su pobreza natal. Y esto exigiría enfrentarse a muchas cosas, reventar muchas miserias domésticas que amenazan a esa humanidad sin emblemas. Para empezar, dinamitar nuestra escafandra ideológica, esta tendencia instintiva a buscar que el prójimo se parezca al modelo más o menos imbécil que hemos diseñado en nuestro ordenador neuronal.

 

En su filantropía universal, los estoicos y el cristianismo jamás entendieron que el amor podía darse sin lucha, sin encono frente a aquello que amenaza lo que amamos, incluso desde dentro de ello. Por el contrario, muy lejos de esta posibilidad de un amor universal, nuestro pacifismo es el de la indiferencia. Se corresponde con una extensión imperial de la democracia (siempre exclusiva de unos pocos elegidos) que habría que empezar a asediar, al menos irónicamente.

 

Aunque es posible que para algunos, no sólo los palestinos, la ironía sea un lujo que apenas se pueden permitir. En ese caso la voluntad de vivir habrá de buscar nuevas vías.

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