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Mientras tantoJaimito banderillero

Jaimito banderillero


La agonía de la tauromaquia está resultando entretenida. En la UVI donde el monstruo se consume son incapaces de aceptar que esté muriendo de viejo. Así que no paran de ensayar ridículas bufonadas de urgencia que hacen más patéticos aún sus últimos estertores. Las más recientes, que ya quisieran para sí en el Club de la Comedia, han sido el asunto de la FP torera y lo de El Juli profesor universitario.

El sector taurino fue en el pasado siglo lo suficientemente arrogante como para no ver acercarse su némesis. Elevado a los altares durante el franquismo, supo mantener el tipo en la transición y más allá. Una eficaz mezcla de gañaneo rural, pijerío clavelero y underground cañí estuvo manteniendo durante esos años la idea de que los toros gustaban a todo el mundo. Si la cosa parecía atraer por igual a paletos, banqueros, políticos y modernos, ¿por qué cuestionarla?

Sin embargo, aquello tenía mucho más de postureo coyuntural que de convicción. Simplemente molaba ir a los toros, bien fuera para hacer méritos con la dama de turno, mitigar las ganas de sangre, propiciar pelotazos o lucir tupé y chulería rockera. Y mientras crecía el ruido y la autocomplacencia del sector y los toreros se convertían en estrellas mediáticas, lentamente, por debajo, una revolución silenciosa iba cambiando la forma en que muchos, muchísimos españoles —y latinoamericanos— interiorizaban su relación con los demás animales. Esa toma de conciencia, hoy ampliamente extendida, basada en la compasión y la empatía con lo vivo, es la verdadera responsable de que las corridas de toros estén a punto de desaparecer. No lo son las minoritarias luchas entre taurinos y antitaurinos, ni las rencillas políticas ni los nacionalismos viscerales; las corridas desaparecerán por el desinterés y el desprecio de una mayoría evolucionada que jamás apoyará una fiesta basada en la tortura y la crueldad.

A pesar de estar acorralada por un enemigo mucho más sólido y complejo de lo que pensaba, a pesar de las meridianas estadísticas sobre la desafección que sufre, la industria de la tauromaquia es incapaz de reconocer su obsolescencia, de aceptar el brutal ostracismo al que se ve encaminada, de comprender que su mundo pertenece al pasado. Por el contrario, sigue aferrada a esa ramplona y cursi letanía de la cultura, el arte y la tradición. ¿Pero qué es la tradición? La tradición no es nada, es una entelequia, es solo una entrada de diccionario, no existe. Lo único que existe son usos y costumbres de otras épocas, y el progreso consiste en abandonarlos para adoptar unos nuevos. Si tantos oficios admirables han desaparecido dejando a un montón de gente en paro sin ningún problema, ¿por qué ahora tanto lloriqueo por el fin de esta payasada siniestra? Las tradiciones pueden ser muy dañinas al convertirse en refugio de simples y cobardes, en la excusa perfecta de quien no es capaz de encontrar otra. Solo interrogando la tradición —en muchos casos a costa de la propia vida— el ser humano ha sido capaz de progresar.

El respirador artificial que hoy mantiene con vida a la tauromaquia se llama Partido Popular. Su obsesivo empeño por blindarla a toda costa antes de abandonar el poder le ha llevado a realizar piruetas legales más propias de un trilero adicto y enrabietado que de gobernantes preocupados por el progreso ético y la imagen de su país. Su habitual prepotencia les impide reconocer que al final es tan fácil poner leyes como quitarlas; y que, sin embargo, la evolución del ser humano, su crecimiento, el desarrollo de su sensibilidad, su capacidad de atender y respetar a los otros animales, son logros que nadie, ni incluso ellos, pueden derogar. Eso, y no otra cosa, será lo que acabe con el macabro bodrio. No hay que prohibir nada, tan solo esperar un rato.

El Roto, tristemente visionario, hace unos años.

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